"Inglaterra es un país atrapado en un pasado irreal"


Alejandro Fonseca: Hemos hablado antes de nobles bandoleros asturianos y ahora recibimos a un noble asturiano, pero no bandolero, como es nuestro amigo y colaborador David Rivas, y siempre un buen samaritano para echarnos una mano con la historia y la intrahistoria. Rivas, economista y profesor, siempre dispuesto a darnos buenos momentos de radio. Y suena una música muy apropiada para nuestro invitado, una canción popular inglesa.

Monchi Álvarez: Es que a nuestro invitado le queda bien ese acento tan british. Es nuestro gentleman particular, si es que eso del gentleman existe.

A.F.: Bueno, es de las pocas personas que suelen llevar, aunque no siempre, pajarita y sombrero.

M.A.: Un poco indiano también resulta.

A.F.: David Rivas, buenas tardes.

M.A.: ¡Hola!

D,M,R.: Hola, buenas tardes Álvarez, buenas tardes Fonseca.

A.F.: Bienvenido al programa en este verano, en este una tarde en la que vamos a hablar de Inglaterra, de su percepción sobre lo inglés, pocas semanas después de los fastos del aniversario de Isabel II. Historia e intrahistoria, como decíamos.

D.M.R.: Bueno, espero estar a la altura de tanta pompa y circunstancia.

M.A.: Sabemos que el profesor Rivas tiene querencia por Inglaterra, aunque no entendemos muy bien por qué, a parte de una formación académica. Es su oportunidad de explicarlo a toda Asturias.

D.M.R.: Los que me conocen, como ustedes, ya me toman a coña, como la mayor parte de mis amigos. Soy el anglófilo oficial de la pandilla, como quien es el gaitero de la parroquia pero sin tanto arte. Cuando dejé la política activa hubo un comentario de un medio digital que decía "renuncia a ser candidato David Rivas", y debajo "el anglófilo de la izquierda asturiana". Nunca supe si era un halago o una mofa.

M.A.: ¡Jajajá...!

D.M.R.: Inglaterra es una de las pocas naciones, de los pocos pueblos, que mejoran cuando uno los mira de cerca. Mi experiencia es que la mayoría de los pueblos, cuando los conoces medianamente bien, resulta ser peor de lo que pensabas. El historiador John Lukacs, bastante leído últimamente, escribió precisamente que el amor por Inglaterra es siempre un amor no correspondido, pero que, a pesar de eso, según vas conociendo más, la anglofilia no merma sino que crece. Tenemos un arquetipo construído sobre los ingleses. Un inglés es un tipo educado por unos padres rígidos y nada afectuosos, que nunca besan a los niños y que si no los ponen al cuidado de una institutriz es porque muy pocos tienen dinero para eso. También esos niños van a una buena escuela desde un punto de vista académico pero padecen métodos crueles y siguen usos medievales. Al final los inglesitos se convierten en ingleses incapaces de manifestar simpatía hacia casi nada y hacia casi nadie, y que educarán a sus hijos con frialdad y los enviarán a la misma escuela que fueron ellos. Y tal y tal... Como todos los arquetipos, este refleja en algo la realidad, quizás fruto de su acerada insularidad, pero no tanto. Hay unas enorme sentimentalidad en el carácter inglés, una forma de ser sensible un tanto unida a la excentricidad. Son un tanto excéntricos, lo que también es un arquetipo y, por tanto, falso en gran medida, pero a la vez real. Expresan emociones cuidando el jardín. eligiendo una corbata que chirría con la presunta elegancia clásica, llevando calcetines amarillos con smoking... No es raro ver en la City a señores muy serios, incluso, todavía hoy, de negro y con bombín, tomando una pinta en un pub y cantando el himno de su equipo de fútbol o de rugby. Hay obreros del metal y empleados de una notaría que llevan encima un cuaderno de caligrafía y una pluma de madera y plumín. Decía hace poco Ignacio Peyró, que fue director del Instituto Cervantes de Londres, que en España a nadie se le ocurriría abrir un negocio de tarjetones de felicitación, que eso sería ruinoso, como para morir de hambre. Pues en Inglaterra, como cualquier turista sabe, es un negocio pujante, tanto en Londres como en villas pequeñas. Los ingleses necesitan escribir para mostrar su sensibilidad. Hablo del inglés normal y corriente, no del escritor ni del burgués del club selecto. No se trata de un rasgo de la clase alta, la de las películas de época victoriana. De hecho, por seguir con el cine, lo vemos en las películas del oeste, en las que es muy normal que el rudo vaquero, inglés de origen por lo general y de pocas palabras, se ponga tierno con la chica por escrito. Pues sigue pasando. Todavía uno de los regalos más comunes en navidades es la típica casa de muñecas victoriana, como siguen siendo muchísimos los hogares que acumulan cacharritos de porcelana. George Santayana decía que Inglaterra era el paraíso del individualismo, la excentricidad, la herejía, las anomalías, los hobbies, el humor... 

A.F.: Todo como muy protocolario.

D.M.R.: Exactamente. Para ellos es muy importante el protocolo, lo que llaman en su himno la circunstancia. Y repito que no hablo de las clases altas. El protocolo es, simplemente, lo que viene antes, lo que permite actuar después. El protocolo es el reflejo de lo que hay por debajo, es la escenificación de la relación. Pero esa escenificación es muy importante cuando hay conflicto. El protocolo permite salvar airosamente situaciones que podrían acabar muy mal. El protocolo es algo muy socorrido. Muchas veces dos personas no llegan a un acuerdo porque ninguna de ellas quiere admitir antes que la otra que se equivocó o no quiere ser la primera en pedir perdón. Eso el protocolo lo resuelve. Lo explicaba muy bien el Ignatius Reilly de La conjura de los necios, con aquello de que ya no hay "gramática ni geometría". Yo traté mucho a quien fuera secretario personal de Tarradellas y él me contó una anécdota muy interesante. La primera vez que Tarradellas viajó de Barcelona a Madrid lo hizo en un talgo y reservó un coche entero para tres o cuatro personas. El secretario le llamó la atención sobre qué diría la prensa del despilfarro. Tarradellas le dijo: "amigo Servià, cuando no se tiene poder de verdad hay que ser inflexible con el protocolo". Era el presidente de una Generalitat sin nada, aún no había habido elecciones, su cargo era herencia de Companys y ratificado por Azaña, Franco aún estaba caliente en su mausoleo... Sólo contaba con el protocolo. Y eso para los ingleses es epidérmico. El momento más solemne de un grupo de ingleses es el brindis, pero no sólo en un club o en Buckingham, sino en el cumpleaños de la pequeña Susan, hija de una maestra y de un guardia municipal. Pero también nos encontramos con el taxista que te llama colega y con la panadera que te llama cielo o querido. Por cierto, Asturias es de los pocos sitios donde la frutera te pregunta "¿qué quieres, cariño?" o la camarera te dice "gracias, vida". 

M.A.: Yo lo tengo muy claro: a un sitio donde me llaman vida vuelvo.

D.M.R.: Pues eso pasa en Candás, en Mieres, en Londres o en Liverpool.

M.A.: Empiezo a entender su anglofilia, profesor Rivas.

D,M,R.: ¡Vaya, acabo de ser descubierto! El caso es que los ingleses, aunque cumplen con el arquetipo, no son tan circunspectos como ellos mismos creen. En el fondo, me parece a mí, Inglaterra es un país enamorado de su pasado, más bien embrujado por un pasado que no es muy real. El siglo inglés, la gran época inglesa, es el siglo XIX, cuando Inglaterra dominó el mundo, llevándose por delante a España, Portugal, Francia y Holanda. Pues en ese siglo sus grandes historiadores y muchos de sus filósofos eran medievalistas, analizaban y recreaban la Inglaterra de la alta edad media. Es paradójico, pero el país de la revolución industrial tenía un gran miedo al cambio. De hecho, su gran literatura de entonces es la novela histórica, la novela criminal y, la más realista, Dickens por ejemplo, refleja siempre la cara más amarga, cruel y depredadora del capitalismo industrial. No hay una literatura inglesa que exalte la industrialización, ni el crecimiento económico ni a la nueva burguesía. Es una literatura histórica, o de misterio, o habla de las clases más desfavorecidas, o se mofa de esa burguesía. Había y sigue habiendo un temor en los ingleses a que la industrialización y el capitalismo acabara con la merry England, la dulce Inglaterra, que no era sino un constructo imaginario. Pero en eso siguen. En parte, la decisión de abandonar la Unión Europea fue muy inglesa. Gales, Escocia, Cornualles e Irlanda del Norte votaron lo contrario. Inglaterra, unos de los países más avanzados del presente y el más avanzado durante siglo y medio tiene mucho miedo al cambio.

M.A.: Y los ingleses, los hijos de la Gran Bretaña, respetan mucho a sus símbolos, y el símbolo por excelencia es la reina.

D.M.R.: Así es. Y tiene mucho interés hacer un análisis desideologizado, atendiendo sólamente a lo cotidiano. En Gran Bretaña hai un venticinco por ciento de republicanos y, como en todas partes, la república es más apreciada por los jóvenes. Pero la pulsión hacia la reina se sobrepone a lo político y, como efecto lógico, la monarquía resulta poco cuestionada. Y allí nunca hubo un blindaje de la familia real por parte de la prensa, ni existe la inviolabilidad, ni siquiera el aforamiento. Los escándalos se airean y las intimidades acaban pronto en el cine, sean ciertas o novelescas. La razón de la adhesión monárquica de los ingleses es una categoría que escapa a los estudiosos de ciencia política: es el afecto, es la estima. Y ese afecto es muy especial en el caso de Isabel II. Y eso sucede en todo el Reino Unido y en la Commonwealth. Seguramente es la reina, incluyendo reyes, más querida de la historia contemporánea, por encima de Victoria, la emperatriz. Y no podemos pasar por alto una cuestión muy llamativa: desde Enrique VIII, el primer modernizador, los tres principales reyes de Inglaterra fueron tres reinas, Isabel I, Victoria I e Isabel II.

M.A.: ¿Cuánto lleva Isabel II en el trono? Más de setenta años...

D.M.R.: Setenta, setenta, los que celebró el pasado 7 de junio. El destino de esta mujer no era reinar, sino haber sido una de esas tantas princesas británicas de las que la historia difícilmente se habría acordado. Pero en ella se vinieron a juntar varias circunstancias que difícilmente se dan. Su historia empieza antes de la guerra mundial. La abdicación de Eduardo VIII por casarse con una divorciada fue un montaje. El pragmatismo propio del modelo político británico habría encontrado una solución y si no, podríamos pensar en soluciones más extremas, que tampoco serían las primeras ni las últimas ni en el Reino Unido ni en otros estados. El problema es que el rey era un fascista y ese sí era un problema de primer orden. ¿Un rey de Inglaterra acusado de traición, por ejemplo?, ¿un proceso?, ¿una condena a qué? Abdicó, le cayó la corona a su hermano y a él Churchill lo envió como gobernador a las Bahamas, lo más lejos posible de Europa. Y Churchill sabía lo que hacía: Eduardo traicionó a su país y a su rey, ayudando cuanto pudo a los nazis en la invasión de Francia a cambio de su vuelta al trono. En aquel momento, antes de la guerra, las clases altas y las altas esferas británicas simpatizaban con Hitler y con Mussolini. Churchill estaba en minoría en su propio gobierno y sólo la clase obrera, el proletariado organizado, era claramente antifascista, dándose una extraña confluencia con el premier conservador. Y Jorge VI apoyó a su primer ministro antes de la guerra y en la guerra. Y la familia real pasó la guerra en Londres, mientras la hija mayor, Isabel, conducía camionetas de sanidad. El rey murió joven y ella subió al trono, en un ambiente social muy favorable. Eso explica muchas cosas, como, por ejemplo, la diferencia con España. Cuando las bombas alemanas caían sobre Londres, el rey y su familia estaban en Londres; cuando las bombas italianas caían sobre Madrid, el rey y su familia estaban en Roma. E Isabel II reina tras derrotar al fascismo, mientras que Juan Carlos I lo hace gracias a la victoria del fascismo. La comparación, no es que sea odiosa, es que es improcedente. Ese idilio con la gente normal y corriente lo renovó cuando Margaret Tatcher destrozó el estado de bienestar, la joya del modelo británico, y humilló a la clase obrera, dado que era sabida la antipatía que la reina tenía hacia la primera ministra. Esa antipatía sería por muchas razones, personales, por celos políticos, por lo que fuera, pero la gente funciona como funciona, en Inglaterra, en Asturias y en California. Y, tras pasar el atragantón de la muerte de Diana y los episodios poco ejemplarizantes de sus hijos, el desmadre de Boris Johnson y el desprestigio al que llevó al Reino Unido en los últimos años volvió a ponerla como símbolo de la dignidad. Las cosas son así y es inútil querer forzar análisis de otro tipo. ¡Claro que la monarquía es un anacronismo!, ¡claro que ser jefe de estado por la cuna es una aberración en estos tiempos!, ¡claro que la república se basa en la racionalidad y en la lógica! No voy a ponerme a defender a la reina de Inglaterra, como no defiendo al papa, pero liquidar el hecho religioso y que cientos de millones de personas de naciones y culturas muy distintas siguen al papa diciendo, simplemente, que es algo absurdo, sí que sería absurdo. 

A.F.: Es decir, que hay una cercanía de la reina con el pueblo, de la monarquía en general pero de Isabel II en particular.

D.M.R.: Sí y no, Fonseca, sí y no. La clave de bóveda del edificio institucional británico está en una hábil equidistancia entre cercanía y lejanía con respecto al pueblo. Vamos a ver: la monarquía es un cuento, en el sentido más estricto de la palabra, una narración fantástica, y puede hundirse en el fango cuando pretende convertirse o la quieren convertir en una novela realista. Juan José Millás hace unos meses, creo que en un artículo en una revista, se preguntaba qué pasaría si a Cenicienta, en vez de aparecérsele el hada madrina, se le apareciera el comisario Villarejo. Y eso, añado yo, que este hombre es capaz de obrar grandes prodigios. No recuerdo como seguía Millás, un escritor que a mí me gusta mucho, más en artículos cortos que en literatura, pero podemos imaginarnos la cosa: Cenicienta sería concejala de Majadahonda o empleada de Noos, pero nunca soberana de un reino idílico en medio de los Alpes. Aquí está el secreto de la corona británica: el de permanecer alejada del pueblo. Lo que la gente espera de los miembros de la realeza es, paradójicamente, que no sean reales. Hay que diferenciar lo real que enlaza con rey y lo real que enlaza con realidad. Aplicando un concepto de realidad, no puede ser real lo de dos señores, Carlos de Gales y su hijo Guillermo, asomados a un balcón con una casaca roja del siglo XVIII, una espada a la cintura y las pecheras cargadas de chapas metálicas de significados militares y exotéricos que nadie conoce ni reconoce. Pero atraen porque son personajes fantásticos, de cuento. Son como el príncipe de Cenicienta y no como el ministro de finanzas de la república portuguesa.

M.A.: Es el cuento, la ficción...

D.M.R.: Un cuento que la monarquía inglesa maneja muy bien y que supo arrastrar desde, si no la edad media, sí que desde la casa de Tudor. Eso no se da en España. Yo estoy seguro de que cientos de miles de españoles siguieron los fastos del jubileo de Isabel II, y los del entierro de su marido, y el último cónclave romano, y la jura de Biden... Nuestra especie es una especie ritualística. Por eso mucha gente sigue casándose por la iglesia. Ya no es que a la abuela Mercedes le dé un síncope si no ve a su nieto Ramonín ante el altar, si no que lo civil no tiene pompa y circunstancia. Por eso se hacen mamarrachadas como los bautizos civiles, para dotar a la llegada de un niño de ritualismo. Sin embargo, a la monarquía española se le exige que sea como una familia un tanto pudiente que vive en un chalé a las afueras de Madrid, que no ciña la corona, que no tenga cambio de guardia, que se vista en Zara... ¡Claro!, ahí volvemos a encontrarnos con la gran diferencia existente entre España e Inglaterra. La monarquía que no gusta es la nuestra. Y motivos para ello no faltan. De esta forma, ni la monarquía se consolida porque no ofrece la fantasía ni tampoco la república sale de los círculos de una izquierda con discutibles valores republicanos, si hablamos con propiedad. Fijémonos en una cosa: aparte de ser de género distinto y de calidad muy diferente, la serie sobre Isabel II se titula La corona y la serie sobre Juan Carlos I se titula Los borbones. Creo que eso lo explica todo. En un caso es la corona la que hereda un rey y en el otro es el rey el que hereda una corona, en un caso la corona significa la permanencia y en el otro ni se sabe. 

A.F.: En Inglaterra la monarquía lleva siglos muy consolidada y los tres últimos muy firme. En España no.

D.M.R.: Eso es verdad pero también lo es que en España, con tanto republicano, anarquista, socialista, comunista, separatista... nunca se condenó a muerte a un rey. En Inglaterra sí. No sólo perdió la cabeza un rey francés. No todo es tan sencillo ni tan lineal. Pero me gustaría recordar un suceso de hace 45 años, de cuando los venticinco del reinado de Isabel II. El 7 de junio de 1977, en un barco llamado precisamente Queen Elizabeth, fondeado en el Támesis frente al parlamento de Westminster, los Sex Pistols estrenaban su single God save the Queen. Todos los que tenemos cierta edad recordamos la carátula: un retrato de la reina con los ojos y la boca tapadas por letras recortadas, como las de los mensajes de los secuestros o las amenazas de muerte. La letra era tremenda. Yo la recuerdo muy bien: "Dios salve a la reina/el régimen fascista te ha vuelto gilipollas/una bomba de hidrógeno en potencia/Dios salve a la reina". Sophie Richmond, secretaria del grupo, escribió al día siguiente que el ambiente era tranquilo en el río, com música reggae, que hacía algo de frío pero que el alcohol lo solucionaba, que la gente estaba relajada y el grupo cantó, y, acaba textualmente con "eso acabó metiendo marcha a la policía". Empezaba la contrarrevolución conservadora. Margaret Tatcher ganó las elecciones un año y medio después. Muchos ingleses entendieron que el fascismo tenía secuestrado al pueblo... pero también a la reina. Eso dice bastante de cómo funcionan las cosas. Uno de los biógrafos de Isabel II, un oficio muy difícil porque es una mujer muy hermética en lo tocante a sus sentimientos, dice que ella dijo, más o menos, que "todos los ingleses están con su reina, aunque su reina no entienda de algunos de sus géneros musicales".

M.A. ¡Qué diplomática!

A.F.: ¿Otra vez el protocolo?

D.M.R,: Seguramente.

M.A. Dicen que la reina tiene mal café.

D.M.R.: No lo sé, evidentemente, pero, de ser cierto, tendrá mal té.

M.A.: Mal té, sí, eso, mal té.

D.M.R.: Esas son las cosas que hacen de esa monarquía algo excepcional. Faruk, el último rey de Egipto, dijo que en el siglo XXI sólo quedarían en el mundo cinco reyes: los cuatro de la baraja y el de Inglaterra. Se equivocó, evidentemente. No contó, incluso, con que iba a haber uno en España. Pero no andaba descaminado. Isabel II consolidó la Commonwealth, seguramente su mayor logro. Es casi inevitable que una buena parte de los quince países que aún la tienen por soberana se conviertan en repúblicas, pero ese muerto le va a caer a Carlos III o a Guillermo V. Nunca lo van a hacer en vida de Isabel, ni siquiera Nueva Zelanda, el país más republicano de todos ellos. Es más, es el día de hoy que Escocia plantea la independencia pero no la república. Cuando llegó la descolonización, aunque no les gustara perder el imperio, muchos ingleses entendieron el principio de autodeterminación, pero la mayoría de ellos no comprendía por qué aquellos pueblos renunciaban a seguir bajo la corona. Lo de Estados Unidos un siglo antes fue un verdadero trauma nacional. En parte, la antipatía general hacia los nacionalistas irlandeses era porque a su deseo de independencia unían un claro republicanismo.  

M.A.: Yo daría algo por ver un encuentro privado entre Isabel II y Boris Johnson. ¿Qué se dirán?, ¿cómo se caerán? Porque, para estrafalario, Johnson.

A.F.: Sí, parecen personas terriblemente diferentes. En lo visible es evidente y posiblemente también en lo que no se ve. 

D.M.R.: Pues no lo sé y que yo sepa no se ha publicado nada al respecto. De hecho, es ahora cuando empezamos a saber de las relaciones de la reina con Blair, y ya llovió desde entonces. Pero los historiadores que tuvieron acceso a tiempos pasados, casi del principio de su reinado, dicen que estaba muy cómoda con Churchill pero poco identificada y, por el contrario, más identificada con Edward Heath pero muy incómoda. Podría ser una nota interesante. Claro que hablamos de hace, como poco, cincuenta años. Además, es sabido que sobre los reyes se especula mucho y se miente mucho, desde la campechanería hasta la antipatía. Siempre se dijo que Felipe VI era más bien antipático, no como su padre, y ahora hay quien dice lo contrario. Pero al final, son reyes, aunque son de palos distintos. Aquí los tuvimos de copas como Carlos IV, de bastos como Fernando VII, de espadas como Alfonso XIII y de oros como Juan Carlos I.

M.A.: Rivas, que se nos acaba el tiempo y prometió contarnos alguna historia sobre sus andanzas por esos mundos y los asturianos que por ellos se encontró.

D.M.R.: Pues, como lo traigo apuntado, me voy a saltar el guión aunque no demasiado para contarles algo sobre Asturias e Inglaterra, o más bien sobre algunos paralelismos que observadores de gran calado encontraron, del tipo de que la frutera te llame vida y el carnicero guapa.

M.A.: A ver, a ver.

D.M.R.: Pérez de Ayala, uno de los grandes anglófilos asturianos, decía que en el alma de un inglés siempre hay una aldea. Por cierto, que estudió en el mismo colegio que yo, en La Inmaculada. Los ingleses son más de pueblo rural, casi pintoresco, que de la ciudad, aunque viva la mayoría en ciudades, algunas industrializadas desde la primera revolución industrial. Y Pérez de Ayala decía que sólo los asturianos somos así: podemos vivir en cualquier ciudad de cualquier parte del mundo, pero nuestro mundo referencial siempre es una casería, la vaca, las tardes de hierba y los cuentos delante del fuego.

M.A.: Pues no le falta razón.

A.F.: No.

D.M.R.: También decía que teníamos otro rasgo común: donde hay un inglés, allí está Inglaterra; donde hay un asturiano, allí está Asturias. Y Salvador de Madariaga, otro liberal anglófilo, y gran europeísta, escribió lo mismo: que el único pueblo de España comparable a Inglaterra era Asturias, y el único que entendió de verdad en el XIX la esencia de la democracia. Yo creo que eso es cierto. Y voy a añadir que en Asturias, entre germanofilia, francofilia y anglofilia, siempre fue abrumadoramente mayoritaria la anglofilia, hasta finales del XIX y principios del XX. En esos años, las familias antiliberales (en España hay que hablar de familias y no de élites, todavía hoy) sacaron aquello de la pérfida Albión, un término atribuido a Napoleón, y una Asturias minorizada y periférica siguió la estela. Por suerte florecieron los francófilos y por desgracia aparecieron los germanófilos, aunque éstos nunca tuvieron mucho predicamento. Luego llegarían también los rusófilos, pera esa es otra historia.

A.F.: Es una historia esta que, como todas las de David Rivas, abren interpretaciones y nuevas discusiones.

D.M.R.: Podemos cerrar el círculo de la charla aprovechando las observaciones de Pérez de Ayala. Por esa arraigada ruralidad, los ingleses tienen tanto apego al hogar, al que identifican con la misma libertad. No olvidemos eso de que "my house is my castle", " mi casa es mi castillo". Eso lo heredaron los estadounidenses pero allí, en vez de con diplomacia y un punto de cinismo, solucionan los problemas a tiros. Heredaron muchos defectos y pocas virtudes de sus antepasados. Puede que Boston sea una excepción, aunque realmente es la ciudad con más familias irlandesas del mundo, más que Dublín. En cambio los canadienses heredaron lo mejor de los ingleses. Ese apego por la libertad está, curiosamente, sometido a códigos, que son rígidos, pero, si los conoces, también encuentras resquicios para vulnerarlos. ¿Y cómo se hace? A través de la extravagancia, de la excentricidad. Oscar Wilde fue maltratado por buena parte de la sociedad de su época pero hoy figura entre los grandes. Para el inglés medio era un dandy, un hombre que manejaba tan bien los códigos que sabía como subvertirlos: sus salidas de tono eran educacionalmente perfectas. Aunque Kipling es el gran autor del inglés medio. Era un inglés nacido en la India, cosmopolita, incorrecto políticamente a veces, pero típicamente inglés, tan típico que elevó a personajes literarios a los masones. La masonería, otro gran invento inglés.

M.A.: Pero, afortunadamente, la cocina asturiana no se parece en nada a la inglesa.

D,M,R,: Eso es verdad. Todo el que pasa una temporada en Inglaterra engorda, hasta yo. Es que acabas atiborrándote de chocolate, biscuits y esos insípidos shortbreads. La cocina inglesa es muy mala, como la de todas las islas británicas. ¡Qué horror esa afición a las vísceras, como el haggis escocés, una masa grasienta de riñones, hígado, pulmones y corazón, acompañado de rábanos y una pasta de avena! Y, ¿qué decir de las costillas de cordero en jalea de menta, aquello que tanto sosprendía a Obélix en su aventura con los britanos? Lo más valorable es el wellington, carne de vaca con un duxelle de setas y trufas envuelto en hojaldre. Si se hace bien, que es difícil, es francamente bueno. Dicen que la gran revolución la hizo, bien avanzado el siglo XX, Heston Brumenthal, pero yo sólo conozco de su genio un helado de huevo revuelto en tocino. En fin... Además, Inglaterra no aprovechó culinariamente su enorme imperio. Las distintas cocinas españolas y portuguesas incorporaron con gran éxito los productos y las recetas de medio mundo, pero los ingleses no. Dicen que los mejores restaurantes indios están en Inglaterra. Puede ser, pero lo que está claro es que los mejores restaurantes de Inglaterra son indios, españoles, franceses o japoneses. Y, quitando el fish n'chips, que a mí me gusta, pero sin vinagre ni ketchup, los restaurantes populares son italianos, griegos y turcos. 

A.F.: Aquí lo dejamos, pensando en seguir recorriendo la historia, analizando la intrahistoria.

D.M.R.: Por cierto, ¿saben cuál es la diferencia entre un pecado venial, un pecado mortal y un sacrilegio?

M.A.: No, pero ilústrenos, profesor.

D.M.R.: Un pecado venial es dormirse en la biblioteca del club; un pecado mortal es dormirse en la biblioteca del club y derramar el brandy sobre la alfombra; un sacrilegio es derramar el brandy sobre la alfombra del club en un momento de ira.

M.A.: ¡Jajajá...! Lo tendré en cuenta la próxima vez que vaya.

A.F.: Como decíamos, aquí quedamos y nos emplazamos para hablar de estas historias de Asturias y de otros pueblos, así como las relaciones que hay entre ellas. Tenemos aún unas semanas por delante para hacerlo.

M.A.: Para hacerlo al estilo Rivas.

A.F.: Un abrazo y buena tarde.

D.M.R.: Al estilo Rivas: parece una forma de poner el bonito. Buenas tardes y hasta cuando quieran.

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