Noche luminosa, soledad sonora


El 14 de diciembre de 1591 moría en Úbeda, Andalucía, Juan de la Cruz, contando 49 años. Juan de Yepes para el siglo, había nacido en Fontiveros, pueblo castellano a medio camino entre Ávila y Arévalo, en el seno de una familia de judíos conversos. Queda muy marcado intelectualmente por los años en que se educa con los jesuitas, que están empleando un método novedoso pedagógica y filosóficamente: la ratio studiorum. Ingresa en la orde carmelita pero su disconformidad con la forma de vivir la contemplación le lleva a los cartujos, aunque pronto regresa para apoyar a Teresa de Jesús en la reforma de la orden femenina carmelitana. Decide estudiar en Salamanca pero abandona pronto la universidad para unirse completamente a la causa de Teresa, siendo el único carmelita que asiste a la fundación del primer convento de "descalzas" en Valladolid. Unos meses después, él mismo funda el primer convento "teresiano" de hombres, conforme a la primitiva regla de san Alberto.

Los conflictos con los carmelitas "calzados" son enormes y Juan de la Cruz acaba siendo encarcelado durante ocho meses, no por la Inquisición, como se suele decir, sino en la prisión conventual de los carmelitas de Toledo. En este punto hay una muy común confusión entre los procesos de Juan de la Cruz y de Luis de León, que fueron por razones distintas, en lugares distintos y en tiempos distintos. Juan de la Cruz, con ayuda de un carcelero, huye de la prisión en medio de una noche de mayo y se refugia en el convento toledano de las carmelitas descalzas. Las monjas, para mayor seguridad, lo trasladan escondido en un carro al Hospital de la Santa Cruz, donde está dos meses y medio planificando la huída definitiva, lo que logra en la noche del 15 al 16 de julio, aprovechando las misas de la virgen del Carmen, patrona de su orden. Marcha hacia el sur, siempre acogiéndose a la solidaridad de las monjas, que corrían con ello cierto peligro pues ya tenían tras sus pasos al Santo Oficio, acabando su periplo en Úbeda, donde moriría poco tiempo después.

La obra de Juan de la Cruz es verdaderamente extraordinaria, particularmente su Cántico espiritual, crisol de una larga tradición literaria que llega al fraile castellano desde la antigüedad. Claramente inspirado en el salomónico Cantar de los cantares, atravesado por Virgilio y por Horacio, realiza una deliciosa mezcla con la lírica popular y con la lírica más cultista de Garcilaso de la Vega. De toda esa herencia se desprende una textualidad con múltiples significados, una obra que, según se analiza más y mejor, sobrepasa a la intención inicial que, seguramente, tenía el autor. A ello contribuye el hecho de que el cántico tiene dos versiones, dos manuscritos, el de Sanlúcar de Barrameda y el de Jaen, que permite una lectura más lineal u otra más hermética. Así, por ejemplo, podemos leer el texto a la luz de la Cábala, al pie de la letra en un sentido estricyo, según la guematria, atendiendo al valor numérico de las letras, las palabras y las relaciones entre términos y conceptos. En este sentido, Juan de la Cruz, tremendamente fiel a los textos veterotestamentarios, pertenecería a la  línea académica de Luis de León, la facción hebraista del claustro salmantino, defensora del estudio de la Biblia en su lengua original, la veritas hebraica, frente a la facción latinista de los dominicos, firmes partidarios de la vulgata.

Escribe Italo Calvino que una obra clásica es aquella que genera sucesivos discursos críticos de los que siempre sale indemne. Si aceptamos este criterio, cosa que yo hago, pocas obras habrá tan clásicas como la de Juan de la Cruz. Todo ello lleva a que sea considerada como la cumbre de la mística experimental cristiana, junto con la de, precisamente, Teresa de Jesús. Algunos autores fueron más allá, considerando que la poesía de Juan de la Cruz es la cumbre de la escrita en castellano. Eso defendieron poetas tan diferentes como  Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Paul Valéry o Thomas S. Eliot. Hay quien dijo incluso que los poemas de Juan de la Cruz "tienen a Dios mismo por autor".

No faltaron episodios de realismo mágico tras la muerte del místico, que sólo pudo reposar tranquilamente durante nueve meses. Pelearon los conventos de Úbeda y de Segovia por tener sus restos y en 1593 resolvieron el asunto los segovianos desenterrando el cuerpo, mutilándolo y troceándolo, llevándolo a su ciudad secretamente y por vías distintas. Allí siguen, aunque, ya en 1927, algunos pedazos volvieron a Úbeda y otros se desperdigaron por edificios eclesiales y particulares. La cosa llegó al extremo de que, tras cortarle los brazos y repartirlos, ha resultado que el gran poeta místico tenía tres.


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