"Con la muerte de Prat y mi abandono, el Ateneo dejó de ser lo que siempre había sido"



(Madrid, 1 y 15 de marzo de 2018. Entrevistas de Víctor Olmos para su tercer volumen de Ágora de libertad. Historia del Ateneo de Madrid)

Víctor Olmos: Me encuentro con David M. Rivas en Lavapiés, en el Café Barbieri. Rivas fue secretario del Ateneo de Madrid hace casi tres décadas, siendo José Prat el presidente. Acaba de cumplir sesenta años y fue secretario de la Docta Casa con treinta. Hablamos mientras toma un gintonic. He publicado recientemente el primer tomo de Ágora de libertad, sobre la historia del Ateneo de Madrid. Va de 1820 a 1923. En imprenta está el que nos lleva hasta la época de Fraga. Ahora pretendo terminar el que nos trae hasta el presente. Una pregunta para empezar: ¿cómo llegó usted al gobierno del Ateneo de Madrid?

David M. Rivas: Fue Elías Fuentes, un manchego chalado, quien propuso presentar una candidatura. Nos pusimos de acuerdo rápidamente y formamos la Candidatura Ateneísta Manuel Azaña. Aunque las elecciones son con listas abiertas fuimos los primeros en presentar una candidatura conjunta con programa y con precisas líneas de gestión económica. Íbamos Elías Fuentes, Eduardo Casado, Isabelo Herreros, Pedro García Bilbao y yo. Pero, al final, tuvimos que improvisar porque no encontramos candidato a presidente. Quisimos llevar a Paulino García Partida, ateneísta de siempre, catedrático, republicano, pero él no quiso. Me parece que le tuvo miedo a Prat. Y nos presentamos sin presidente. Prat llevaba a lo peor de la casa. Era una candidatura horrible, se lo digo de verdad. Lo único digno era él, el propio José Prat. Mi idea, entonces, no compartida por todos los integrantes de nuestra candidatura, era la de ganar por goleada, que Prat fuera presidente y trabajar para un acuerdo con él. Y al final, de todos nosotros, el único que llegó a pactar con Prat fui yo.

V.O.: ¿Usted fue el único de su candidatura que salió elegido?

D.M.R.: No, no, ¡qué va!, salimos todos. Bueno, perdimos al bibliotecario, Pedro García Bilbao, porque no estaba al corriente de pago. Por eso salió Pío Moa, el único electo de la candidatura de Prat.

V.O.: Moa no era bibliotecario con Prat en su primera elección sino en la segunda.

D.M.R.: En la segunda, sí, en la segunda. El caso es que ese año de la candidatura de Prat sólo salieron él y Moa, y los dos sin contrincantes, lo que dice mucho.

V.O.: ¿Usted estaba en algún partido político entonces?

D.M.R.: No.

V.O.: Prat era socialista.

D.M.R.: Era senador del PSOE, creo recordar que por Albacete. Aunque venía de una familia burguesa catalana había nacido en Albacete y había sido diputado en las cortes republicanas por ese distrito. Era hijo predilecto de la ciudad y presidente honorífico del Ateneo de Albacete. Un día, tras un par de meses de tensión, le digo: “mire, don José, vamos a ponernos de acuerdo y trabajar juntos por esta casa, que se nos está cayendo”.

V.O.: Estamos en 1987, cuando Prat se presenta por vez primera. Supongo que él se presenta tras renunciar César Navarro a otro mandato.

D.M.R.: No sé si hubo conversaciones o acuerdos entre Navarro y Prat, pero me parece que todo proviene de una operación fallida por parte del PSOE. Dos mandatos antes del que iba a ser el primero de Prat, el PSOE tenía pensado copar la Junta de Gobierno en 1982 o 1983, no estoy muy seguro. Para esa operación contaban con Javier Solana, Maravall y Boyer. Pero el PSOE ganó las elecciones de octubre con mayoría absoluta y, entonces, todos aquellos candidatos a dirigir el Ateneo se convierten en ministros y la operación se paraliza. Es entonces cuando, ya en 1987, el partido piensa en el senador Prat para presidente, que partía con la ventaja de que, ante la decisión de Navarro de no presentarse, podría aglutinar el voto de las izquierdas. Pero Prat no tiene equipo y se presenta en solitario. De hecho, en otra candidatura se presenta Fernando Mansilla, que resultó secretario y que era también un hombre importante del PSOE. Prat también se benefició de que a la presidencia se presentaron diez candidatos. Los sectores de la izquierda, especialmente los votantes de Navarro, se volcaron hacia Prat, mientras que la derecha dividió su voto en cuatro o cinco candidatos. Fueron las últimas elecciones de este tipo. En 1989 nosotros presentamos una candidatura completa, aunque las listas son abiertas, y, desde entonces los usos electorales cambiaron. El PSOE se recompone un tanto en el Ateneo a raíz de la elección de Prat y contando también con Mansilla en la secretaría.

V.O.: Detrás estaba la mano de Felipe González y de Alfonso Guerra.

D.M.R.: No lo creo. Los miembros de esta generación andaluza de González y Guerra no sabían nada del Ateneo. Tampoco les interesaba. El Ateneo significaba algo para un Solana, un Maravall, un Boyer, un Tierno, un Morodo, un Peces Barba, un Puerta…, lo que sería la minoría culta del PSOE. González y Guerra serían grandes políticos pero, desde luego, no pertenecían a la minoría culta de este país. El caso es que colocan a Prat, ignoro por decisión de quien o de quienes, y, casi desde el principio, comienzan los problemas. Prat no era un monigote precisamente. Tratar con él no era fácil y manejarlo casi imposible. No fue fácil para mí pero tampoco para el partido. Era disciplinado con su partido pero con un criterio muy firme en casi todo. Prat no era el vejete apacible que muchos creían, aunque él cultivaba esa imagen. Por ejemplo, yo lo recuerdo enfrentado al ministro Semprún en una reunión en la que tuve que mediar lo mejor que pude porque Prat hizo incluso el ademán de levantar el bastón.

V.O.: ¿Usted lo llamaba don José?

D.M.R.: Sí, don José. En público siempre lo trataba de usted. Él a mí me trataba como joven secretario o como profesor, pero en privado me llamaba por mi nombre, David. Nos tuteábamos y yo le llamaba Pepe. A mí me enseñaron a no tutear a nadie mayor hasta que te sea permitido y entonces yo tenía treinta años. Y Prat me lo permitió muy pronto. A mí el tuteo inmediato me suena a falangismo. Aunque hay personas que merecen tener ese don y Prat era una de esas personas. Lo que más me llenaba era que Prat tenía gran admiración por mí. No podía comer algunas cosas por prescripción médica y un par de veces al mes se buscaba un pretexto para ir a La Bola a comer un cocido. Le encantaba el cocido. El pretexto era cualquier problema del Ateneo que tenía que resolver con un severo secretario. Me invitaba al cocido y hablábamos largo y tendido. Desde entonces tengo la costumbre de ir a La Bola. Ahí, en esas comidas, fue donde de verdad lo conocí. Y ahí, en esas comidas, me dí cuenta de que me quería y de que me admiraba. Y eso, la verdad, no tiene pago, viniendo de un hombre como él. Un día me dijo: “David, nunca tendrás un duro porque tienes una ética muy estricta, más que la que yo tengo, y, teniéndola más floja, tampoco tengo un duro”. Fue en un descanso de la zarzuela El huésped del sevillano. A mí nunca me había interesado la zarzuela y hasta me parecía una pachangada españolista. Pero a Prat le encantaba y no quería ir solo. Con su pase del Senado yo le acompañaba. Y descubrí la zarzuela, que no es lo que yo pensaba con mis prejuicios.

V.O.: ¿Cómo describiría a Prat físicamente?

D.M.R.: Yo a Prat ya lo conocí cuando era viejo. Lo había visto en carteles electorales, aquellos de “vota a Prat, Paez y Carvajal”. Tampoco sabía nada de su historia. Era un hombre menudo, delgado, con una cabeza pequeña. Lo que sí me llamaba la atención era la viveza de sus ojos. Con los años que tenía cuando yo trabajo con él es normal que los ojos sean acuosos y un tanto perdidos. Los de él eran muy vivos. Era un hombre pausado, muy ceremonioso en su forma de hablar, un tanto decimonónico, con una retórica muy de la república, muy de los veinte y de los treinta.

V.O.: ¿Cómo vestía?

D.M.R.: Vestía siempre de terno, de terno gris oscuro. En primavera andaba con un traje un poco más claro, de rayas. Siempre llevaba camisa blanca y corbata oscura, normalmente gris o negra y a veces azul. En invierno llevaba boina, boina corta, más castellana que del norte. A veces, cuando colgábamos la ropa en las reuniones, mi boina era casi el doble que la de Prat. Él era muy manchego en eso y yo muy cantábrico. Llevaba un abrigo clásico, cruzado, de tipo inglés, azul oscuro, y bastón. El bastón era su arma. Llegaba a golpear la mesa con el bastón en las juntas de socios. Recuerde que hizo ese ademán frente a un ministro. Siendo como era un hombre tolerante con el que se podía discutir de todo tenía un punto de autoritarismo, cosa muy propia de los políticos de su época. Y hay una cosa con la que me quedé desde entonces. Yo suelo usar pajarita, tarabica para los asturianos. Prat decía corbatín y me contaba que era la corbata de los optimistas. Aquello me gustó y lo cuento muchas veces.

V.O.: ¿Y en la retórica?

D.M.R.: Era un hombre que hablaba bien pero no era un gran orador. Comparándolo con sus coetáneos, no era un Azaña ni un Gil Robles. No era muy brillante pero sí era convincente. Escribía bien aunque tiene poca obra escrita. Y cuando se enfadaba empleaba la mejor retórica. Daba bastonazos mientras citaba a los clásicos grecolatinos. A veces se marchaba de las reuniones muy enfadado o no iba a ellas.

V.O.: ¿Cómo que no iba?

D.M.R.: Cuando sabía de antemano que tenía perdida una votación solía poner alguna excusa para no asistir. Le puedo hablar de un caso del que tengo un recuerdo muy claro: el de la fundación de la Agrupación Clara Campoamor.

V.O.: ¿En qué año fue?

D.M.R.: Debió ser en 1991, al final de mi primer mandato. Era invierno, enero o febrero. Quien impulsa la agrupación fue Agustina de Andrés, que ya era una mujer mayor, muy elegante y guapa, muy activa, con una energía impresionante. Era una persona muy interesante. Supongo que habrá muerto ya. Agustina habla conmigo para pedirme ayuda para crear una agrupación feminista que se dedique, en general, a la mujer y que llevara el nombre de Clara Campoamor. Se dirige a mí, no sólo porque soy el secretario, cosa evidente, sino porque había encontrado una cierta ligazón ideológica o, si se quiere, sentimental. Ella era hija de un dirigente de la CNT aragonesa y sabía que mi abuelo, que aún vivía, lo había sido en Asturias. De esas cosas habíamos hablado muchas veces. Le dije que me parecía una idea estupenda y que debía hacer un escrito a la Junta de Gobierno con el número de firmas que requería el reglamento. Ella sacó una hoja con más firmas de las exigidas. Era una lista compuesta por mujeres, completamente, unas cuarenta mujeres. Entonces le digo: “Agustina, le voy a pedir un favor, quiero firmar con ustedes esa petición”. Ella sonrió y me dijo: “no me atrevía a pedírselo pero a todas nos encantaría porque sabemos que también es usted el único hombre en el consejo del Instituto de Estudios de la Mujer de la Universidad Autónoma”. Y así lo hicimos. En la nómina de proponentes de la agrupación Agustina de Andrés es la primera y el segundo soy yo. Es algo de lo que siempre me sentí orgulloso.

V.O.: Para formar una agrupación había que hacer un escrito y presentárselo a la Junta de Gobierno y, supongo que, una vez aprobada, pasaba la cosa a la Junta General.

D.M.R.: Efectivamente. Normalmente, la Junta General siempre aceptaba la creación de agrupaciones porque, aunque tenían autonomía, no dependían del presupuesto general del Ateneo sino que buscaban fondos para sus actividades por otras vías. Donde podía haber problemas era en la Junta de Gobierno, donde los conflictos de intereses o las disputas ideológicas eran más importantes, aunque tuvieran poca repercusión pública. También, por la autonomía de las agrupaciones, había cierta prevención, no fuera que se colara de rondón un partido político, una secta, un lobby económico… La petición llega a la junta, se explica, se discute y se acuerda dar el visto bueno. Pero Prat introduce una transacional para proponer que aprobemos la agrupación pero con el nombre de Victoria Kent y no con el de Clara Campoamor. Yo no opiné y me limité a proponer la aprobación de la agrupación con su reglamento, puesto que no contravenía en nada al del Ateneo, y que, si les parecía bien, habláramos con Agustina de Andrés para discutir el nombre. Lo que yo quería era que la junta se comprometiera con el proyecto, que diéramos un paso irereversible. Se dio el visto bueno y se nos dio a Prat y a mí libertad para acordar el nombre con Agustina de Andrés. El objetivo estaba cumplido porque bien sabía yo que la altoaragonesa no iba a aceptar el cambio.

V.O.: Ella no estaba en la junta, ¿verdad?

D.M.R.: No. El único firmante de la petición que pertenecía a la Junta de Gobierno era yo. El caso es que, al acabar la reunión, fui al despacho de Prat y le hablé como pocas veces lo hice. Le dije, más o menos: “Agustina de Andrés y el resto de sus compañeras no van a aceptar el nombre de Victoria Kent, la que votó en el parlamento contra el derecho al voto de las mujeres, por mucho que a tí Clarita (él la llamaba despectivamente Clarita) no te guste porque no era de tu partido”. Se me quedó mirando, con el abrigo en la mano, y me dijo: “esto no me lo consultaste”. Me enfadé: “no te lo consulté porque no tengo por qué hacerlo, soy el secretario y presento a la junta las propuestas de los socios que me llegan y son conformes al reglamento, lo que está por encima de ti y de mí”. Pero siguió: “nunca me consultas nada”. Le dije: “parece mentira que seas tan falso porque sabes que ningún paso importante lo doy sin discutirlo contigo previamente”. Fue una de las pocas veces que me pidió perdón por su intemperancia. Pero siguió enfadado: “haz lo que te dé la gana, cosa que siempre haces, y vas a ganar en la Junta General porque los socios te quieren y no sé por qué, pero yo no iré; que presida Fernando del Arco, que es de derechas”. Con eso el muy cabrón me quería herir y poner a Clara Campoamor en el lerrouxismo. Le ayudé a ponerse el abrigo y le dije: “presidente, ¿tomamos un café con un espirituoso?”. Acabamos en el Café del Prado. Pero no fue a la Junta General aduciendo que tenía catarro. La Clara Campoamor salió adelante por unanimidad de la Junta General pero sin Prat. Era así el tipo.

V.O.: Usted lo trataba de tú pero, ¿todo el mundo lo llamaba don José?

D.M.R.: Sí. Yo, a partir de un momento, lo llamaba Pepe en privado, pero siempre don José en público y de usted. También lo llamaba presidente. Le voy a contar una anécdota. Una tarde fueron mi mujer y mi hija a buscarme al Ateneo porque nos íbamos para Asturias en coche. Mi hija tendría cinco o seis años. Le presenté a Prat, del que ella oía hablar mucho en casa. Prat le preguntó que cómo se llamaba. Cuando le dijo que se llamaba Aida, don José le dijo: “¿a que adivino por qué te llamas Aida?”. La niña se quedó callada y él siguió: “para llevar el nombre de la heroína del 34 de Asturias”. Seguramente lo sabía, seguramente se lo había contado yo mismo. Continuó Prat preguntando: “¿dónde naciste?”. Ella le dijo: “yo soy asturiana”. Y el viejo zorro apostilló: “no te pregunté de dónde eres sino dónde naciste, que es cosa diferente”. Y ella: “¡ah!, nacer nací en Madrid”. Y entonces él le pregunta: “¿sabes quién soy yo?”. Aida, muy seria, dijo: “sí, usted es el presidente Prat”.

V.O.: Es curioso ese lenguaje en una niña tan pequeña.

D.M.R.: Posiblemente. En mi casa, desde que yo recuerdo, siempre tuvimos una terminología muy republicana: Azaña, Negrín, Alcalá Zamora eran, así lo aprendí yo, el presidente Azaña, el presidente Negrín, el presidente Alcalá Zamora. Es más, en la casa de mis abuelos maternos Kropotkin era el príncipe Kropotkin.

V.O.: Bueno, en usted se juntan líneas aristocráticas y líneas republicanas.

D.M.R.: Eso no es lo importante. Lo importante es la educación y el respeto. Yo soy un profesor muy cercano a mis alumnos y muy tolerante con ellos, porque los entiendo bastante bien. Pero no dejo de ser su profesor. Eso lo sé muy bien y, si es menester, se lo recuerdo. Es cuestión de educación.

V.O.: ¿Sus alumnos le tratan de usted o de ?

D.M.R.: Casi siempre de usted, lo mismo que yo a ellos. Pero con unos cuantos, los más activos, los que charran conmigo en el bar y cosas así el tuteo acaba imponiéndose como algo natural.

V.O.: Usted ya era profesor en la universidad. ¿Qué impartía?

D.M.R.: Yo había alcanzado el grado de doctor un par de años antes y ya estaba en la Autónoma, después de un tiempo en la Complutense. Impartía estructura económica mundial. Impartí muchas asignaturas pero esta, la mundial, la imparto desde 1980, año tras año. Empecé con ella cuando tenía 22, nada más acabar la carrera, y hasta ahora, que acabo de cumplir 60. Estoy a punto de jubilarme y sigo con mi estructura. Me gusta dar clase a la gente que empieza. No creo en eso de la excelencia, en esos presumidos que sólo pueden dar clase en doctorado o en un master. Mire, Samuelson siempre dio clase de introducción a la economía en primero. Eso es un profesor. Profesor es el que profesa, se trata casi de asumir un voto religioso.

V.O.: Volvamos a su acuerdo con Prat para regir el Ateneo.

D.M.R.: Me senté con él en su despacho con una botella de vino de Toro. Yo de aquella estaba en un programa de municipios europeos sostenibles y asesoraba a uno de ellos, al de Toro, en Zamora. Lo recuerdo perfectamente. Llovía sobre Madrid como pocas veces. Le dije, permítame la expresión porque creo que es la que utilicé: “mire, don José, usted es un cabrón con pintas, lo sé perfectamente, pero yo también lo soy; pactemos pues”.

V.O.: Jajajá…. Él ya tenía más de setenta años.

D.M.R.: Sí, pero no sé la edad concretamente. Estaba más cerca de los ochenta. Lo que yo veía es que tenía que llegar a un acuerdo con Prat. Sus directivos no valían ni para prender un volador de feria y los míos creían que ganar las elecciones era como asaltar el Palacio de Invierno. Yo cuando entro en la dirección de una institución lo hago creyendo en que esa institución es útil. Seguramente es por mis orígenes ideológicos ácratas: o paso de todo o, si me implico, creo en lo que estoy haciendo. Soy un firme defensor de la institución cuando la institución es libremente aceptada. El presidente del Ateneo es el presidente, te caiga bien o te caiga mal, y el secretario, en ese momento yo, es el secretario, le caiga bien a la gente o le caiga mal. Punto.

V.O.: Muy anglosajón, muy inglés, muy norteamericano.

D.M.R.: Es posible. Es que yo soy asturiano. Comparto mucho, por educación y por tradición familiar, esas visiones. En esto soy muy rarito, seguramente. No conozco a muchos que hayan bebido de esa tradición liberal. Y fuera de Asturias a muy pocos.

V.O.: El caso es que se sientan, tomando un vino, en el despacho presidencial del Ateneo.

D.M.R.: Le planteo a Prat que el Ateneo está gobernado por el personal, por los altos empleados de administración y de biblioteca, y que yo pienso acabar con eso. Me pregunta qué cómo lo voy a hacer, con lo que estaba reconociendo el problema. Y pegué el puñetazo: “presidente, quien se me oponga se irá a casa sin empleo y sueldo; aquí se acabó el franquismo”. A él le molestó aquello. Había sido presidente durante dos años sin tocar nada de lo montado desde los tiempos del ministro Fraga. Pero yo venía para otra cosa. Yo sabía que él quería hacer esos cambios pero que nunca había contado con un colaborador un poco kamikaze que lo hiciera. Yo lo hice. Mandé a casa a dos o tres altos directivos y subí el sueldo a la gente de conserjería, biblioteca y limpieza. Aquel profesor de pajarita que venía del norte lo tenía claro. Nunca más hubo problemas. Si de algo me enorgullezco es del aprecio que, aún hoy, me tienen los trabajadores de la casa.

V.O.: Usted no tuvo sueldo porque la Junta General se lo había quitado al anterior secretario.

D.M.R.: Sueldo no tuve, pero no se lo quitaron al anterior sino al anterior del anterior. Mi antecesor, Fernando Mansilla, otro socialista, un hombre honrado y cabal, además de buen poeta, no tuvo sueldo. Quien se puso sueldo fue el secretario con César Navarro, el secretario Eduardo González Peribáñez. Este buen hombre también montó una especie de agencia de viajes con la que ganaba su dinero. El Ateneo, por su liberalidad, es chuleado fácilmente, como cuando Moa pedía subvenciones con el NIF del Ateneo y las cobraba con el suyo. Había mucha picaresca y también acabamos con ella. En el primer mandato, en dos años, limpiamos a fondo las sentinas.

V.O.: Me va a permitir un salto. El Ateneo siempre estuvo muy vinculado a la masonería, eso dicen, y también se dice que su estructura arquitectónica responde a tipologías masónicas. ¿Es usted masón?

D.M.R.: Sí, pero cuando me eligen secretario aún no lo era. Ingresé en la orden uno o dos años después.

V.O.: Que conste que yo no soy de esos franquistas que decían que los masones tenían rabo, ¿eh?

D.M.R.: No me preocupa nada su ideología y me remito a su profesionalidad, de la que no me cabe duda alguna. Yo suelo responder a las preguntas por derecho y sin subterfugios. Puedo equivocarme pero no miento. Me repugna la mentira. Usted me cae bien, eso sí.

V.O.: ¿Tiene usted muchos grados en la masonería?

D.M.R.: Sí, unos cuantos.

V.O.: El presidente actual, César Navarro, también es masón. ¿Qué grado tiene?

D.M.R.: No lo sé. Él se formó en el rito inglés y yo en el rito escocés antiguo y aceptado. Con la edad que tiene supongo que tendrá uno de los grados más altos, pero no lo sé. Los ritos (inglés o emulación, escocés antiguo y aceptado, escocés rectificado, francés, memphis…) tienen distinto número de altos grados aunque hay una equivalencia entre unas escalas y otras.

V.O.: Y en el rito escocés, ¿cuántos grados hay?

D.M.R.: Siempre se habla de 33 pero en realidad son 30. Los tres últimos son administrativos. El 30 es el kadosch, el caballero de la venganza, un grado heredado de los templarios.

V.O.: Prat también era masón.

D.M.R.: Prat llegó a maestro. Simbólicamente es el grado más alto de la masonería especulativa. No siguió la escala escocesa, a la que pertenecía, ni la inglesa.

V.O.: ¿No hay más?

D.M.R.: Hay poco más. La masonería tiene un gran misterio: que no hay ningún gran misterio. Sí hay un grado, para mí muy apreciado, que es el de maestro de marca. Es el heredero directo de los constructores medievales. Yo soy hombre de la marca. En España no seremos más de cincuenta o sesenta. Los de la marca no dependemos de las grandes logias españolas sino de la Gran Logia Unida de Inglaterra y el actual gran maestre es el duque de Kent.

V.O.: En mi primer libro sobre la historia del Ateneo hablo de la masonería, aunque no mucho. Es verdad que muchos de los fundadores eran masones. En el segundo, que está en imprenta, ya trato menos del asunto, salvo en los años de la república. Y me encuentro otra vez con los masones en este tiempo más reciente.

D.M.R.: El Ateneo, creo yo, es un templo masónico. Eso no quiere decir que todo el mundo lo sea ni que la masonería gobierne en la sombra. Eso nunca sucedió. El Ateneo se parece mucho al modelo creado con la fundación de los Estados Unidos. Si mira usted el primer reglamento del Ateneo y la constitución de Franklin y Jefferson olerá el mismo perfume e incluso verá líneas iguales.

V.O.: Usted fue el que volvió a poner las estrellas de cinco puntas en la escalera. Lo dicen los viejos socios y los empleados.

D.M.R.: Es verdad. Los falangistas y los curas que entraron a saco en la casa en 1939 lo destrozaron todo. Pero alguien guardó las estrellas en un habitáculo que en mi tiempo llamaban Casa de Fidel. Yo ordené volver a poner las estrellas en el pasamanos. El día que las volvimos a colocar hicimos una pequeña fiesta. Era como recuperar parte de nuestra propia esencia. También traté de levantar las telas que tapaban los símbolos mistéricos del salón de juntas pero hubiera sido una chapuza y tuvimos que esperar a la rehabilitación, que se hizo años después de que yo dejara la secretaría.

V.O.: ¿Cuántos masones había en la Junta de Prat y Rivas?

D.M.R.: Dos: Prat y yo. Le puedo decir que había cinco en total pero no le puedo decir quiénes. Yo puedo decir que soy masón, lo puedo decir también de quien lo hizo público, lo puedo decir de un muerto. No lo puedo decir de otros. Busque si le apetece porque no creo que sea una labor muy complicada. Pero sí le puedo decir que en la Junta de Gobierno cuando yo era secretario había cinco masones, tal vez más que cuando la república.

V.O.: ¿Cuántos quedan vivos de esa Junta?

D.M.R.: Fernando del Arco, al que quiero muchísimo aunque discrepábamos en casi todo, sigue vivo, muy mayor. Queda África Malo de Molina, la guapa eterna… No sé… Han muerto casi todos. Murieron Manolo Huguet, Isabel del Castillo, Lauro Olmo, Felipe Clemente de Diego… Yo era el más joven  y acabo de cumplir sesenta años. Siguen vivos, por suerte, Isabelo Herreros y Elías Fuentes. Realmente, Fuentes es algo más joven que yo y Herreros algo mayor.  

V.O.: Usted promovió la recuperación de la simbología masónica del Ateneo. ¿Cómo se hizo con la información?

D.M.R.: Las estrellas de la escalera se veían en fotografías anteriores a la guerra civil, pero yo no sabía que las habían guardado. De los símbolos del salón me informaron viejos consocios como Burell o Pascual Meneu. También me ayudaron mucho algunos empleados, como Pedro Pérez, Felipe Jiménez, Javier de Olivera e Isabel González, que llevaban muchos años en la casa. Y, por supuesto, mi secretaria personal, Loli Rodríguez, a la que nunca podré agradecerle todo lo que hizo por mí. Fue la única que se puso al orden desde el primer día. Todos los jefes, que hicieron una campaña brutal contra nuestra candidatura y que tenían patrimonializado el Ateneo, se me opusieron. Recuerdo perfectamente mi llegada al despacho. Doña Loli me tendió la mano y me dijo: “señor secretario, enhorabuena, cuente con mi lealtad”. Y fue leal hasta en los peores momentos. Era discreta pero no crea que poco dura. Muchas veces me puso contra las cuerdas. La llegué a apreciar mucho. Y le debí mucho. En los momentos más convulsos fue un parachoques, una especie de rompeolas delante de mi despacho.

V.O.: Algunos no consideran que el salón del Ateneo sea un templo masónico. De hecho, quien lo decora es un católico reconocido y lo hace cuando el presidente del gobierno es Cánovas del Castillo, un tipo de la derecha más recalcitrante.

D.M.R.: Los católicos son panteístas. Tienen santos y vírgenes. Yo vengo de una familia católica. Pero es republicana y antifascista. Vengo de una mezcla de aristocracia, liberalismo y anarquismo. Y unas gotas de carlismo. Yo, haciendo un chiste, siempre digo que cuántas más sectas conozco mejor me caen los católicos. No soy creyente pero tengo una impronta católica evidente. Somos frutos de un tiempo y de una educación. Lo mismo me pasa con la raigambre familiar. Tenemos un título nobiliario que a mi padre nunca le gustó mostrar. Yo sí lo pienso airear. Soy más petulante que él. La verdad, en el fondo, soy un campesino, un aldeano un tanto ilustrado. En febrero acabo mi labor docente y me pongo en casa, con mi mujer, a cultivar fabes y verdines. Y las vendemos. Luego hay muchas otras producciones para casa. Vivimos en una aldea, Argañosu, un lugar maravilloso, en el concejo de Villaviciosa, de donde es mi familia paterna. Tengo tierra en abundancia. Y ya estoy pensando en criar pita pinta, la gallina autóctona. Puede que cuando me jubile haga algo más.  Pero, a lo que íbamos: el catolicismo no es iconoclasta y por ello recurre a símbolos y personajes, y los símbolos masónicos no dejan de ser símbolos antiguos y universales. Por ejemplo, el significado de la escuadra, la rectitud, y el compás, la omnicomprensión, lo conocen cualquier cristiano o judío un poco ilustrados. De hecho, escuadra significa orden en el griego clásico. 

V.O.: Salgamos del asunto de la masonería.

D.M.R.: Salgamos, sí, porque siendo algo muy importante, en el Ateneo tiene un peso mucho menor del que la gente supone.

V.O.: ¿Cuáles fueron los principales logros de la etapa de Prat en el Ateneo?

D.M.R.: No voy a juzgar los años de su gobierno anteriores a mi llegada a la secretaría, aunque creo que tienen más sombras que luces. Estaba rodeado de gente poco ilustrada y muy incompetente. Como le decía antes, sólo Fernando Mansilla tenía talla. Y Lauro Olmo, desde luego, pero para gestionar no valía. Conmigo de secretario fuimos muy escrupulosos con los usos democráticos, cosa que no habían hecho ni Chueca ni Navarro. El socialista Prieto, muy poco admirado por Prat, que era más de Negrín, estaría satisfecho: éramos socialistas a fuer de liberales. Bueno, yo siempre caí más del lado del liberalismo, del clásico, no del neoliberalismo económico, que me parece una aberración. Llegamos a tener asambleas que terminaban a las dos de la mañana, con un presidente octogenario aguantando como un campeón. Nunca vulneramos la participación y la democracia interna. A Prat aquello le costaba mucho. Don José era bastante autoritario. Yo lo era menos, aunque a veces… Pero nunca vulneramos los principios republicanos del Ateneo. Nos putearon, nos humillaron incluso, pero nuestra Junta de Gobierno se mantuvo firme en el respeto a las normas y a los usos y costumbres de la casa. El otro gran logro del mandato de Prat fue la rehabilitación de la casa. Hoy el Ateneo está en pie por la decisión de rehabilitar el edificio. La verdad es que no sabíamos muy bien cómo abordarlo. Yo estaba asustado, de verdad. Pero es que el edificio se nos caía.

V.O.: La casa se caía.

D.M.R.: La pared del norte, la de la biblioteca que mira al Congreso de los Diputados,  estaba cuarteada. Era de cañizo. Nos metimos en una obra de trescientos millones de pesetas. Solicitamos cien al ayuntamiento, cien al ministerio y cien a la comunidad. En ese momento las tres instituciones estaban en manos del PSOE. Siendo Prat el presidente parecería que todo iba a ser fácil. Pues no lo fue. El PSOE nunca fue muy justo con José Prat. A los felipistas siempre les interesó mucho romper con la historia, con el PSOE del exilio, con la república en definitiva. Eran unos adanistas. A mí siempre me parecieron unos falangistas. Sólo hubo dos personas que respaldaron al viejo Prat y a su Ateneo: Joaquín Leguina y Javier Solana. Por eso conseguimos las subvenciones. Leguina presidía la Comunidad de Madrid y Solana era ministro de Cultura. El alcalde Juan Barranco no tuvo otra que hacer lo mismo.

V.O.: Usted fue también en esos años técnico del ayuntamiento de Madrid.

D.M.R.: Sí, estuve tres años. Me asignaron a grupos políticos y trabajé como asesor personal de Ramón Tamames. En esos años me empapé de Madrid: las mañanas en el ayuntamiento y las tardes en el Ateneo. Y conocí muy bien al alcalde Barranco, que me caía muy mal. Era muy poco educado y con usos digamos que poco refinados. Había medrado a la sombra de Tierno Galván, un elitista que lo llamaba Juanito Precipicio. Seguí trabajando en el ayuntamiento con Rodríguez Sahagún, que era del CDS. Yo lo conocía de antes. Había comido una fabada en mi casa, en la aldea, cuando era ministro de industria con Suárez, con la UCD,  cuando mi padre lideraba la mayor empresa privada del sector metalmecánico de Asturias, en plena crisis de finales de los setenta. Mi padre es de la estirpe de aquellos capitanes de industria que tuvo Asturias hasta la guerra civil. Rodríguez Sahagún era un azañista. En su despacho, en una mesita de té, tenía un retrato del presidente Azaña. Me caía bien. Pudo ser un gran alcalde pero murió muy pronto.

V.O.: ¿Su padre vive?, ¿qué años tiene?, ¿está bien?

D.M.R.: Mi padre tiene 86 años y, con sus achaques y sus lagunas mentales, está bien. El muy bribón toma vino, sidra y chupitos, a escondidas de mi madre. Ella tiene 83 y está muy bien. ¡Debería verla pelear en las redes sociales! Tengo una gran suerte de tenerlos, pero sé que el tiempo va acabando.

V.O.: Rodríguez  Sahagún apoyó al Ateneo.

D.M.R.: Sí. Pero llegó el meapilas de Álvarez del Manzano y bloqueó la subvención. Y nos quedamos en pelota. La obra era de 300 millones y sólo teníamos 200 porque el ayuntamiento incumplió el compromiso suscrito.

V.O.: Si les faltaba la tercera parte de lo presupuestado, ¿cómo se arreglaron para llevar a cabo la obra?

D.M.R.: Negociando y renegociando con la empresa constructora. Es verdad que, al final, el ayuntamiento nos dio dinero pero no todo lo que habíamos pactado. No recuerdo cuánto recibimos pero, desde luego, no fueron los cien millones acordados con Barranco. Le voy a contar una cosa que nunca he contado públicamente. El Ateneo es una entidad privada y no está obligada a licitar nada conforme a los usos públicos. Pero yo le sugerí a Prat que, puesto que el dinero era de origen público, convocáramos un concurso con arreglo a las normas públicas. Así lo hicimos. Concurrieron cuatro empresas. A una la rechazamos por baja temeraria y, de entre las otras tres, optamos por la más cara. En la Junta General se armó una muy gorda. Se lo puede imaginar: que si llevábamos comisiones, que si a Prat le habían regalado un chalé en Alicante, que si a mí me rehabilitaban la casa de Asturias… El problema es que no podíamos decir la verdad. Aquello fue un buen ejercicio de realismo político y de relativización de la transparencia en política. Sabíamos que la subvención del ayuntamiento estaba en el aire porque las elecciones las iba a ganar el Partido Popular y nos podíamos encontrar sin dinero suficiente. La constructora más cara pertenecía al entramado de la ONCE y por eso la elegimos. Si no pagábamos, cualquier empresa tendría una opción: el embargo. Cualquier empresa cubría la deuda con la pinacoteca, con los fondos antiguos de la biblioteca o con la hemeroteca del XIX. Pero que la ONCE embargara al Ateneo de Madrid hubiera sido un problema político de gran envergadura. Por eso lo hicimos. Pero no podíamos explicarlo públicamente. Si llegamos a decir que tal vez no podríamos pagar, ninguna empresa haría la obra. Y la casa se estaba cayendo. Es más: descubrieron que el Ateneo no tenía cimientos, que descansaba sobre un bancal de arena, con lo que la obra llegó a casi quinientos millones. La cosa resultó bien: renegociamos con la ONCE una y otra vez. El acuerdo final lo firmó ya el presidente García Partida en el año que yo seguí como secretario tras la muerte de Prat. El balance de la gestión de García Partida no es muy positivo pero en el asunto de la deuda de las obras actuó con gran inteligencia. Una vez fallecido podría apuntarme yo el tanto pero, aunque puse mi experiencia en ello, fue una buena operación de don Paulino.

V.O.: ¿Cuánto duraron las obras?

D.M.R.: Pues se prolongó la cosa durante un año y medio, casi dos. Fue una operación colosal porque no queríamos cerrar el Ateneo. Si lo hubiéramos cerrado, como aconsejaban los técnicos municipales, se habría hecho en siete u ocho meses. No cerramos ni la biblioteca, aunque sí tuvimos alguna de las salas inhabilitada temporalmente. Cerrar podía haber supuesto una desbandada de socios y regir la casa como un directorio, sin juntas generales, a lo que yo, personalmente, me oponía. Algunos directivos veían las cosas al revés. Veían la posibilidad de limpiar el Ateneo con el pretexto de las obras. Para que aquilate usted lo que comentábamos antes: tres directivos francmasones se opusieron a mi propuesta de mantener abierto el Ateneo. Como ve, no hay conjura. Prat dudaba pero lo convencí. Recuerde que la democratización era uno de los objetivos programáticos que yo llevaba desde el primer año. De aquella candidatura primitiva ya sólo quedaba yo pero seguía fiel a lo prometido entonces. Tal vez no sea muy buena persona, jejejé.., pero soy muy testarudo. Conté con el apoyo de Manolo Huguet, un viejo republicano valenciano, uno de esos demócratas de los que hay pocos, y convencimos a don José.

V.O.: Hablando de obras, le quiero preguntar una cosa. Como sabe, César Navarro compra el edificio de Prado 19 a la Cruz Roja y a un propietario particular por unos treinta millones de pesetas. Pero ese edificio había que acondicionarlo. Hubo un proyecto de Peridis que ascendía a 33 millones. Tengo que hablar con Peridis porque no sé lo que pasó. Ya estamos en la etapa de Prat. ¿Quién acondicionó el edificio de Prado 19? ¿Se retiró Peridis? Se lo preguntaré a él, claro. ¿Cuánto costó rehabilitar Prado 19 e incorporarlo al edificio histórico de Prado 21?

D.M.R.: De esto no le puedo decir mucho. Navarro compró el edificio, creo que en una buena operación, y al año siguiente llega Prat a la presidencia. El proyecto de Peridis se realiza en ese primer mandato de Prat y yo sólo supe de él como cualquier otro socio, cuando exponen los planos en la galería de retratos. Pero yo de técnicas arquitectónicas no sé nada. Es más, ni siquiera sabía que el coste hubiera sido de 33 millones. Me entero ahora por usted. Sobre eso le podrán informar el secretario de entonces, Fernando Mansilla, y, sobre todo, Rafael Tortosa, que era el depositario y el hombre fuerte de esa primer junta de Prat. Tortosa era quien realmente gobernaba el Ateneo entonces. Prat nunca se ocupó de las cosas internas, lo que me parece lógico, pero, en su primer mandato, en vez de descansar sobre el secretario, que debería ser lo natural, lo hizo sobre el depositario. Mansilla era un hombre dubitativo, era un poeta, y la secretaría lo sobrepasaba. Tortosa, en cambio, era firme y maquiavélico, un conspirador, y contaba con los ejecutivos del departamento de administración. Como detalle le diré que en las primeras elecciones mías Mansilla pidió públicamente el voto para mí como secretario y Tortosa organizó la campaña en contra. Hable con Tortosa. Él es quien más sabe de la primera etapa de Prat. Además era depositario, el que manejaba los presupuestos directamente.

V.O.: ¿Fue buena esa compra?

D.M.R.: Creo que sí, aunque no la pudimos aprovechar hasta bastantes años después. Navarro fue luego presidente de Cruz Roja y muchos en la casa hablan de ello como usted puede suponer: componendas, dinero del Ateneo para satisfacer un progreso personal… Yo sobre eso no opino pero creo que fue una buena operación. De este asunto empiezo a ocuparme cuando tenemos que afrontar la rehabilitación del edificio histórico. Si ya 300 millones eran una salvajada, ¡imagínese añadir la rehabilitación de otro edificio! Decidimos no tocar Prado 19 y centrarnos en Prado 21 y Santa Catalina. Es que estamos hablando de tres edificios distintos y uno de ellos con dos sótanos. El arquitecto que realiza las obras fue Santiago González. Era un amigo de Prat y a mí nunca me gustó mucho la jugada. Pero el nombramiento lo realizaron en la última reunión de la junta directiva  antes de ser yo elegido secretario. De hecho, mi primer encontronazo con Prat fue cuando, a la semana de las elecciones, se me presenta un arquitecto, Julio Magán, reclamándome el pago de un proyecto encargado por la junta anterior. Ese asunto me persiguió durante los seis años que fui secretario. Además Magán era de Gijón y nuestras familias tenían relación desde siempre. Fue muy desagradable y nunca llegué a saber lo que había detrás.

V.O.: ¿La obra se acabó siendo Prat presidente y usted secretario o quedaron cosas por hacer?

D.M.R.: Quedaron cosas por hacer pero lo principal lo hicimos nosotros. La obra de rehabilitación de Prado 21 y la consolidación y cimentación de la casa se realizaron con Prat, en el primer año de su cuarto mandato y del tercero mío. Y cuando hablo de Prat y de mí soy consciente de lo que digo. Esto téngalo muy claro. No tuvimos apoyo de prácticamente nadie, ni en la Junta General, aunque votó favorablemente a las obras pero por poco margen, ni en la Junta de Gobierno, salvo el depositario López-Cañadilla y el vocal Huguet. Estuvimos en una soledad tremenda y, encima, sabiendo que tal vez no tendríamos dinero suficiente. Más tarde se rehabilitó Prado 19, con el presidente Abellán, y posteriormente se reformó el salón de actos, con el presidente París.

V.O.: Contarían con el apoyo de los socios.

D.M.R.: De la mayoría sí, aunque es complicado cuantificar porque, de cinco mil socios, a las asambleas iban doscientos. Pero de los socios de peso pocos tuvimos. Que lo de las obras saliera mal era una ocasión para liquidarnos a Prat y a mí, sobre todo si extendían los bulos de intereses económicos. Prat llevaba ganadas cuatro elecciones seguidas y yo tres también seguidas, y manteníamos los apoyos de cara a la quinta y cuarta respectivamente. Las obras o la ruina financiera eran la ocasión propicia para quebrar la tendencia. Le voy a contar una cosa: cuando tuvimos que cerrar temporalmente dos salas de la biblioteca los opositores y estudiantes, que nunca iban a la asamblea, bajaron en masa y votaron en contra. Eso era paralizar las obras. A ellos no les importaba que la casa se cayera. A ellos lo que les importaba eran sus carreras y sus oposiciones. Yo lo entiendo y lo entendía, pero no podía admitirlo. Es más: el ayuntamiento pensaba ordenar el cierre por causa de ruina. También votaron convertir el salón de actos en sala de estudio, lo que nos dejaría sin actividad, nos hundía como sociedad. Evidentemente, ganaron la votación. Yo tomé la palabra en tal vez mi gesto más autoritario en seis años y dije que no iba a ejecutar la decisión y que al día siguiente prepararía con expertos la impugnación judicial de la decisión. También añadí algunas feas consideraciones sobre aquellos energúmenos egoístas. Al final no fue necesario hacer nada y las cosas siguieron su curso normal. Las obras se acabaron y no fuimos a la ruina pero la muerte entró en escena y se llevó a Prat. En ese momento se produjo algo curioso. Ya sabe que en este país enterramos muy bien. Un Prat muerto era algo muy interesante y pugnaron con el Ateneo por tener su capilla ardiente el PSOE, la UGT y la Gran Logia de España. Al final, en un ni para ti ni para mí, don José fue velado en el Senado.

V.O.: Aquello debió ser tremendo pero también apasionante.

D.M.R.: Sí, es verdad, fue apasionante. Tal vez aquellos seis años fueron, si no los mejores, de los mejores de mi vida. Además tuve el privilegio de conocer a gente extraordinaria. Por el Ateneo pasaba todo lo que quedaba de la edad de plata de la cultura española, los del 27 y la república. Hoy ya no está aquí nadie de aquellas generaciones. Pero, al menos en parte, se llevaron por delante mi matrimonio. Mi mujer era madrileña. Abandoné mucho mi casa. Entre la Universidad y el Ateneo cuidé muy poco mi vida privada. No me arrepiento porque para mí el arrepentimiento es algo absurdo, pero sí me duele. A veces hablo con mis hijas de esto.

V.O.: Pero usted está casado otra vez, en Asturias.

D.M.R.: Sí. Mi mujer es de Cangas de Onís, de familia originaria del concejo de Amieva. Vivimos en un valle, como le decía. Mi casa, de unos doscientos años, está rodeada de robles y castaños. Es una aldea de veinte habitantes, a 250 metros de altura y a cinco kilómetros del mar. En el valle seremos doscientos como mucho.

V.O.: ¿En qué año nació usted?

D.M.R.: Nací en diciembre de 1957, con la cesárea más complicada que hubo en Asturias.

V.O.: Jejejé… Decía que uno de los logros de su gestión fue la consolidación de la democracia y otro la rehabilitación del edificio. ¿Qué otras cosas podría destacar?

D.M.R.: Fue muy importante que no nos intervinieran o compraran. En aquel momento el Ateneo era muy apetecible para los bancos, para el Opus Dei, para los partidos políticos… hasta hubo un intento de la secta Moon y de los de Dianética.

V.O.: Pero, ¿cómo es eso de que “no los intervinieran”?

D.M.R.: Es muy sencillo. Una organización o una empresa podría afiliar a unos cientos de empleados o de afiliados y todo resuelto. Por ejemplo, el coronel San Martín, jefe del espionaje de Carrero Blanco, cuenta en sus memorias que afilió al Ateneo a más de cien agentes. ¡Claro!, en las postrimerías del franquismo controlar el Ateneo era muy importante. Si un grupo tiene doscientos votos en unas elecciones se hace con el Ateneo.

V.O.: ¿Tanto interés había en el Ateneo?

D.M.R.: Entonces sí, hoy ya no.

V.O.: Volvemos al supuesto masónico.

D.M.R.: Podemos volver. Siempre hubo muchos masones pero también muchos católicos, muchos falangistas, muchos socialistas… Pero nunca tuvieron un programa de control de la institución. Sin ir más lejos, un viejo falangista que había sido policía, Germán del Mazo, era uno de mis mejores apoyos y convencía a sus correligionarios para que me votaran en las elecciones y me respaldaran en las asambleas. Cuando murió, su familia pidió que el Ateneo estuviera representado por mí. Y allí estuve, rodeado de algunos viejos a los que no hubiera deseado ver en 1939. Me dijeron que don Germán me quería mucho. ¡Pero si nos llevábamos fatal cada vez que discutíamos!, les contesté. Ya, ya, pero te quería mucho… Me contaron que para él yo representaba el espíritu del viejo Ateneo. ¡Claro!, algunos falangistas eran hijos del regeneracionismo, aunque tomaron un camino que yo creo erróneo y lamentable. Es que el Ateneo funciona así, o funcionaba, más bien. Pero si el asalto se daba desde fuera el control era posible.

V.O.: ¿Y algún logro más?

D.M.R.: Hay otro hecho importante de esos años: la recuperación de los libros que nos habían robado un tiempo atrás. Este éxito no me lo puedo apuntar aunque sucedió siendo yo secretario. Siendo presidente Navarro, creo que en 1984, se hizo una exposición con los libros del Ateneo que son de la época de la construcción del Escorial, una selección de lo mejor que poseemos. Sí, fue en 1984 porque se celebraba el centenario de la inauguración de la sede de Prado 21. Un año más tarde se descubre que falta parte de esos libros. Eran más de cuatrocientos. La seguridad siempre fue un déficit del Ateneo y enseñar aquellos libros era llamar a los ladrones. La policía se pone a trabajar pero también se forman verdaderas brigadas de socios que van por las librerías de lance de Madrid buscando sus libros. También se alerta a otros ateneos y ateneístas de media España recorren las librerías de viejo y las ferias de libros antiguos. Siendo aún Navarro presidente se recuperan algunos. La labor de María José Albo, la facultativa de la biblioteca, fue impresionante, dedicando sábados y domingos a buscar los libros. Esta mujer, menudina y con unos ojos azules enormes, frágil como ella sola, fue un tesoro para el Ateneo. Era funcionaria y nunca quiso marcharse de la casa, pese a que cobraba menos que en otros destinos y, encima, tenía que aguantar al socio bibliotecario de la Junta de Gobierno, frecuentemente un ignorante en comparación con ella. Pío Moa, el bibliotecario de la junta, me indispuso con Albo. Pero la llamé un día y todo quedó arreglado. A partir de esa conversación, con un café en mi despacho, todo fue bien. A María José Albo el Ateneo le debe mucho y yo bastante. No estaría de más un retrato de la facultativa Albo en la Cacharrería. Era una mujer extraordinaria. Tendría entonces cuarenta y tantos años.

V.O.: Pero hablamos de la etapa de Navarro.

D.M.R.: Sí, por eso yo no sé mucho, pero es que el pleito acaba con Prat en la presidencia y yo en la secretaría.

V.O.: ¿Qué quiere decir que el pleito acaba cuando Prat?

D.M.R.: Hubo un libero de viejo, Romo, del Rastro, que llegó a estar en la cárcel porque tenía bastantes libros de los robados en el Ateneo. Cuando salió de prisión denunció al Ateneo y ese pleito acabó cuando yo era secretario. Es decir, aunque no conozco mucho del origen de las cosas, sí que tuve que resolver el final, porque yo tenía los poderes para pleitos, que Prat me había cedido porque él estaba muy mayor para andar horas y horas por los pasillos de los juzgados. Es que había socios que nos denunciaban por lo penal todas las semanas. ¡Cómo la vía penal es gratuita…! Romo argumentaba que los libros eran suyos, de su colección particular. Ahí María José Albo volvió a actuar, reconstruyendo los sellos medio borrados, los cuños del Ateneo, en una labor digna de una novela de Dan Brown. El caso es que los libros vuelven al Ateneo. Estamos en el primer mandato de Prat, en cuya junta yo no estoy. Pero, siendo yo secretario, Romo pleitea de nuevo, argumentando que un libro de Gómez de la Serna que le incautaron no era del Ateneo. Puede que, en el asunto de ese libro concreto, tuviera razón. El juez me pide, a mí concretamente como secretario, que presente las facturas de compra de los libros recuperados. Vamos al juzgado María José Albo y yo y le decimos lo evidente: ¿cómo vamos a tener factura de un libro del XVI que el Ateneo compra o recibe como donación en el XIX? Pero el juez, cuyo nombre olvidé gracias a Dios, ordena que los libros sean depositados en los juzgados de la plaza de Castilla, a la espera de sentencia. La Junta de Gobierno decide desobedecer la orden. Argumentamos, no sólo que los libros son nuestros, sino que están en una cámara acondicionada en temperatura y humedad, instalaciones que los juzgados no tienen. Pedimos la ayuda de Javier Solana, el ministro, apelando a la ley de patrimonio nacional, que ampara a bibliotecas privadas singulares, como es la del Ateneo. Pese a todo, porque Solana, que apreciaba a Prat y que hubiera sido secretario del Ateneo en 1983 si el PSOE no hubiera ganado por mayoría absoluta en 1982, hizo lo que pudo, el juez ordenó la entrega de los libros. Cuando llegaron los agentes judiciales, acompañados por la policía, se encontraron en la entrada de la casa y en las escaleras a cientos de socios impidiendo el paso. Y en medio la Junta de Gobierno con el senador Prat a la cabeza. Los libros quedaron en el Ateneo. Ignoro cómo resolvió la cosa el juez pero el asunto murió ahí. Nos podían haber enjuiciado por desobediencia y hasta por rebelión.

V.O.: Se recupera la revista Ateneo y en 1992 el Ateneo es declarado Bien de Interés Cultural. Hay homenajes a Azaña, a Negrín, a Cajal… Y está el discurso de Prat Reflexiones de un ateneísta.

D.M.R.: En la revista yo no intervengo más que para poner mi firma como secretario. Creo recordar que la impulsaron Miguel Losada, Daniel Pacheco y Alejandro Díaz Torre, pero no estoy muy seguro. En la declaración como Bien de Interés Cultural sí tuve una participación central, como parece evidente por ser el secretario de la casa.

V.O.: Parece ser que en junio de 1988, siendo usted ya secretario, hay una conferencia sobre la guerra civil que acaba con incidentes de cierta violencia.

D.M.R.: No lo recuerdo, pero si fue en junio de 1988 yo no era secretario. Fui elegido en mayo de 1989.

V.O.: En 1991 se cancela una conferencia de Isabelo Herreros, entonces portavoz de Izquierda Unida, sin dar ninguna explicación.

D.M.R.: Tampoco lo recuerdo pero sí le puedo afirmar que, si eso ocurrió, yo no tomé la decisión. Tal vez ni supe de ello. Con Herreros formé la candidatura con la que llegamos a la junta en 1989 y él estuvo en la directiva hasta ese 1991. También habíamos sido los dos fundadores de Izquierda Unida, aunque yo me marché muy pronto. Desde su salida de la junta tuvimos bastantes diferencias, sobre todo desde que una empleada de la Fundación Manuel Azaña que él presidía me llevó de testigo a un juicio laboral. En mis seis años de secretario sólo veté una charla de un miembro de la secta Moon. Es más, me arrepentí de hacerlo y de ceder a la presión de otros compañeros de la directiva. Cuando esa conferencia de Herreros eran los tiempos de Anguita y su teoría de las dos orillas, aquella especie de pinza de IU y PP frente al PSOE. En la junta, además de Prat, había dos destacados socialistas. Puede que se pusieran nerviosos. Estaban en el principio del fin: la corrupción, el GAL, la OTAN, el paro… Pero no puedo darle más explicaciones.

V.O.: También en esos años se celebran los Encuentros de Ateneos Iberoamericanos.

D.M.R.: Los inauguraron el rey y la reina, con el esperado conflicto de himnos en el salón de actos. Mientras sonaba la marcha real decenas de ateneístas cantaban el himno de Riego acompasando con los pies.  Fue entre 1992 y 1993 y fue una estupenda experiencia. Al calor del quinto centenario había mucho dinero y nuestro proyecto era una gota en aquel océano. No recuerdo qué presupuesto tuvimos pero fue muy reducido. Fue una idea de Prat. Él había estado exiliado en Colombia y siempre había sido muy americanista. Por otros motivos yo también lo era. Una de mis líneas de trabajo principales en la universidad era y sigue siendo el desarrollo en América Latina. Fue, como le digo, una experiencia interesante pero efímera. No tuvo continuidad. A mí siempre me pareció que a la mayoría lo que le interesaba era viajar y salir en el periódico de su pueblo. Formamos una Federación de Ateneos en el que la secretaría correspondería siempre al secretario del Ateneo de Madrid, con lo que yo fui el primer secretario. El presidente fue Mancebo, del Ateneo de Albacete. Celebramos el primer congreso en Madrid, con visita incluida a la Zarzuela, y un segundo en Mahón, en Menorca. Y se acabó. También instituimos el Premio José Prat a la Tolerancia, que se lo dimos a López Aranguren. El Ateneo Jovellanos de Gijón propuso a Sabino Fernández Campo. Yo tenía capacidad de veto y lo ejercí. No tenía nada contra don Sabino, incluso me caía bien y lo conocía de nuestras comidas en el Centro Asturiano, pero no me parecía de recibo que el primer premio con el nombre de Prat lo recibiera un militar del bando rebelde de 1936. Argumenté que en dos o tres años yo no me opondría pero que en el primero no, bajo ningún concepto.

V.O.: Hay un viaje de Carlos Semprún a la India que trae muchos problemas, un viaje que hace a través de una agencia y que carga al Ateneo. ¿Sabe algo de eso?

D.M.R.: No, no sé nada. Conociendo como conozco a Carlos Semprún (hoy Carlos Mendoza) no me soreprendería de nada, pero no sé de qué me habla. Además él estuvo en la junta primera de Prat. Conmigo no coincidió.

V.O.: Me gustaría que me hablara de Pío Moa. Usted llega a denunciarlo en alguna ocasión.

D.M.R.: No, es al revés. Pío Moa presentó varias denuncias penales por falsedad en las actas y por otras cosas. Como le decía antes, la denuncia penal es gratis y, además, con un poco de suerte, sale la cosa en la prensa. El acta, lógicamente, la firmaba yo y la refrendaba el presidente, Prat. Por eso don José me cedió los poderes de representación ante los juzgados, que sólo los tiene el presidente, porque estábamos en la plaza de Castilla un mes sí y otro también. Eso es significativo: a falta del presidente hay dos vicepresidentes pero Prat delegó en el secretario. Siempre se archivaron las diligencias, nunca se llegó a vista, pero pasabas la mañana en un pasillo, cosa muy incómoda para un anciano. La única querella contra Moa no la puse yo, sino el depositario, por desviación de dinero de una subvención. Por cierto, también se archivó. Yo creo que los jueces, nada más ver que era cosa del Ateneo, archivaban sin leer. Es que yo debí ir al juzgado treinta veces en seis años. Y unos socios contra otros casi semanalmente.

V.O.: Él fue bibliotecario antes de que usted entrara en la junta.

D.M.R.: No, entramos a la vez. Él fue bibliotecario porque nuestro candidato fue invalidado por no estar al corriente de pago. Sin contrincante, salió.

V.O.: ¡Ah!, es cierto. Ya me lo había dicho.

D.M.R.: Sobre Moa tengo una opinión muy formada y yá desde antes de toparme con él en el Ateneo. Es uno de los fundadores del GRAPO y uno de sus principales dirigentes durante la etapa más cruel de la banda. A mí el GRAPO siempre me olió mal, eso de mano. Pero es que de aquella generación todos acabaron muertos o presos. Todos menos Moa, que no fue ni siquiera procesado. No invento nada. Lo cuenta él en un libro autobiográfico. Después de su aventura entra en el Ateneo y da clases de lectura rápida, un negociete de los típicos que montaban algunos en la casa. A la vez escribe gacetillas en el ABC, que no es precisamente un diario ultraizquierdista. Y desde hace un tiempo es uno de los grandes revisionistas de la historia contemporánea desde la óptica franquista. Me parece que me explico bastante bien, ¿verdad? Si vuela como un pato, canta como un  pato y nada como un pato, lo más probable es que sea un pato.

V.O.: Evidentemente, sus escritos lo confirman.

D.M.R.: Ahora ya ganará dinero con sus libros, supongo.

V.O.: No creo que mucho.

D.M.R.: No lo sé. Pero entonces estaba en la lampancia y el Ateneo le permitía una oficina y una máquina de escribir. Montó un par de revistas. Una se la financiaba la ONCE, en la idea de estar financiando al Ateneo, pero de la que nunca presentó una cuenta.

V.O.: ¿No eran revistas del Ateneo?

D.M.R.: Oficialmente sí. Cuando la junta le presionó clamó ante los socios que nosotros estábamos queriendo acabar con una revista con un montón de cientos de ejemplares vendidos. Si eran tantos cientos, ¿dónde estaba el dinero? No vendía nada y se quedaba la subvención. Por eso el depositario presentó la querella de la que antes le hablaba. Todo esto lo puede usted comprobar. De otras cosas me puedo olvidar y en algunas equivocarme, pero en esto, que tantos problemas nos causó, ni me olvido ni me equivoco.

V.O.: ¿Qué revistas eran?

D.M.R.: Creo recordar que se llamaban Tanteos y Ayeres.

V.O.: Él sólo estuvo dos años en la junta.

D.M.R.: Sí, dos años. Que conste que yo no tuve mala relación con él hasta lo de los chanchullos. Incluso durante un breve período hicimos causa común frente a los problemas serios que teníamos, porque era muy duro de pelar e intransigente, cosa que yo no soy. Teníamos una relación cordial aunque era de ese tipo de gente en la que yo no acabo de confiar. No sé si tendrá algo que ver con lo de la conferencia de Isabelo Herreros por la que me preguntaba antes, pero Herreros se llevó con él a Moa. Con los medios de Izquierda Unida Pío Moa cargaba contra nosotros de manera inmisericorde y Herreros llegó a escribir que yo había sido asesor municipal del PP. Le envié, como secretario del Ateneo, una carta a Julio Anguita. El profeta de la Bética nunca contestó. Tal vez en los cuarteles de la posguerra no educaban muy bien a los niños y don Julio no sabe que es de urbanidad contestar a las cartas. Si el PCE abandonó sus prácticas de antaño la carta estará en algún archivo. O igual me equivoco injustamente y la carta no llegó nunca porque Moa o Herreros la interceptaron.

V.O.: Miguel Losada me dice que le pregunte a usted por la última vez que Prat se presentó, que se presentaron en una misma candidatura. Tiene idea de que un ministro socialista de exteriores pretendía retirar a Prat y presentarse él. Losada dice que si alguien conoce esta maniobra, ese alguien es usted. ¿Qué hay de eso?

D.M.R: Losada confunde tiempos. Habla de Fernando Morán. El PSOE nunca intervino directamente en el Ateneo y al felipismo de la época, si le podía molestar Prat, no menos le molestaba Morán. Yo hablé con Morán tras la muerte de Prat.

V.O.: Después de morir Prat, ya. Bueno, a lo mejor es eso lo que me dijo Losada y yo lo entendí mal.

D.M.R.: Tal vez. Losada es una fuente fiable. Se podrá equivocar porque ha pasado mucho tiempo, pero es un hombre honrado y que no hace daño innecesariamente. De los directivos con los que compartí tarea es de los que mejor recuerdo tengo. Además es persona culta y sensible que, a estas alturas de la vida, es de lo poco que podemos pedir. Tras la muerte de Prat no había presidente a la vista. Sonaban César Navarro, que siempre suena, Federico Mayor Zaragoza, que también sonaba siempre, y algunos más. Yo tenía decidido abandonar al año siguiente, cuando cumplía mi mandato pero, con las obras sin pagar y un montón de brechas abiertas, además de la presión de muchos socios, me sentía responsable. Pero sólo continuaría con un presidente en el que confiara plenamente. Tanteé a dos personas, a Ramón Tamames y a Gonzalo Puente Ojea. De Tamames soy compañero y amigo desde hace casi cuarenta años. A Puente Ojea lo conocía menos pero teníamos una buena relación y siempre lo consideré un gran intelectual, tal vez un poco engreído. Ninguno de los dos quiso entrar en el juego. Entonces giré la vista hacia Fernando Morán. El hecho de ser del PSOE pero un tanto heterodoxo le hacía buen sucesor de Prat. Nos recibió en su casa, a mí y a Luis López-Cañadilla, que también era del PSOE. A Morán yo lo conocía desde hacía años, lo mismo que a su mujer, Mariluz. Era asturiano, como yo, y del PSP, ámbito en el que se movieron mis padres al inicio de la transición. De ahí me conocía, de cuando yo era un adolescente. Eso de ser asturiano fuera de casa pesa mucho. Además los asturianos discutimos con un montón de sobreentendidos e hipérboles, cosa que despistaba a López-Cañadilla, que era de Consuegra, de Toledo. Le dije que me parecía un hombre idóneo para presidir el Ateneo. Andaba por los setenta y era hombre cultivado, europeísta, progresista… la generación heredera de la de Prat. Le digo, más o menos: “mira Fernando, tienes el perfil de presidente del Ateneo, nunca voté al PSOE pero a ti siempre te ví de otra forma, fuiste correligionario de mis padres, eres asturiano, nos llevaste a la Unión Europea, hasta defendiste la oficialidad de la lengua asturiana…. Si sucedes a Prat yo me trago mis palabras y sigo de secretario al menos dos años más, que serán tres porque aún me queda uno de mandato”. Y lo hubiera hecho. Estaba segurísimo. Además, si Morán era presidente, tendría que volver a presentarse al año siguiente, conmigo. Con Morán aquello iba a ser un paseo militar. Pero no quiso presentarse.

V.O.: ¿Dio alguna razón?

D.M.R.: Ninguna concreta. Me parece, sencillamente, que no le apetecía. Puede que estuviera pensando en la alcaldía de Avilés, que de ello se estaba hablando, pero no comentó nada. Dio excusas vagas y yo tampoco le pedí explicación ninguna. López-Cañadilla sí fue insistente pero me parece que fue contraproducente porque le incidió mucho en la afiliación partidista, cosa que a Morán no le debió gustar mucho.

V.O.: Y entonces aparece García Partida.

D.M.R.: Así fue. Paulino García Partida habría sido mi candidato en 1989 pero no se atrevió. Ahora lo iba a ser pero ni era el mismo tiempo ni el mismo hombre. Lo apoyé en todo lo que pude pero ya no tenía tanta confianza en él. Su postura en los últimos seis años había sido de una equidistancia insana, seguramente originada por sus broncas con Herreros en Izquierda Republicana. García Partida buscaba más el apoyo de la parte más reaccionaria de la casa. Aún así, lo respaldé. Lo mismo hice con su candidato a secretario, Juan Iglesias, al año siguiente. Salió elegido y recuerdo mis palabras a los trabajadores para pedirles que lo respaldaran como lo habían hecho conmigo. Me equivoqué. Con Iglesias empezó el secretario-negociante a lo grande, sobrepasando con mucho el sueldecillo de González Peribáñez. Yo tengo la sensación de que con la muerte de Prat y mi abandono el Ateneo dejó de ser lo que siempre había sido, incluso bajo el franquismo, para pasar a ser un negociete de cuatro desaprensivos. Lo que es ahora.

V.O.: García Partida, antes de ser elegido, ¿ejerció la presidencia de forma interina?

D.M.R.: No, eso no es posible. No hubo grandes problemas porque estábamos acabando el curso. La presidencia la ejerció Fernando del Arco, aunque casi todo recayó en mí porque la inercia del trabajo de Prat quien la seguía era yo. Pero fue don Fernando quien presidió las juntas y quien convocó las elecciones extraordinarias a presidente.

V.O.: Me han pasado sus archivos personales Fernando del Arco, López Manrique y Rafael Flores.

D.M.R.: ¡Hombre, Rafael Flores, el Alfaqueque! ¡Qué personaje! Pero, ¿qué años tiene el Alfaqueque?

V.O.: Pues noventa.

D.M.R.: Con el Alfaqueque y con otros seis o siete, cuando salíamos de las juntas de socios, íbamos a un bar de la plaza de Santa Ana a tomar copas, comer rosquillas de anís y cantar gregoriano. Luego tuvimos en otro restaurante de la plaza la Tertulia Larramoniana, por aquello de Larra y Ramón Gómez de la Serna.

V.O.: ¿Por qué no se reunían en el Ateneo?

D.M.R.: Porque molestábamos a los de la biblioteca, aunque estuvieran tres pisos por encima. ¿Sabe como gritaba el Alfaqueque citando a Jardiel Poncela? ¿Y doce locos cantando el pange lingua o el stabat mater?

V.O.: Es verdad. Rafael Flores tiene una biografía de Jardiel Poncela.

D.M.R.: Sí, Mio Jardiel, sensacional.

V.O.: Yo también escribí sobre Jardiel.

D.M.R.: ¡Claro!, por eso me sonaba su nombre, porque me habló de usted el Alfaqueque.

V.O.: Según Rafael mi biografía de Jardiel es la definitiva.

D.M.R.: Aunque me gusta mucho Jardiel no conozco tanto de él ni de su obra. Pero si lo dice Flores… Por cierto, ¿cómo es que la censura franquista autorizó La tourné de Dios? Cuando la leí, tendría yo quince años, me pareció sorprendente, rompedora.

V.O.: Pues porque eran bastante burros. Pero, volviendo a lo que íbamos, tal vez usted tenga algunos documentos interesantes.

D.M.R.: Tengo muy pocas cosas y nada original. Todas mis cosas se quedaron en la casa. Es que soy muy escrupuloso con estos asuntos. Siendo yo secretario le dieron la Medalla de Oro de Asturias a José María Patac, un jesuita que había sido mi preceptor desde niño hasta que acabé el bachillerato. Tontamente, porque fue una estupidez, lo felicité con un saluda como secretario del Ateneo. Él, dándome una lección, me contestó con dos folios de puño y letra. Esa carta no la tengo. Está en el Ateneo. Si le escribí como secretario la respuesta ha de estar en el archivo de la casa. Por eso tengo pocas cosas. Podía haber fotocopiado las actas o algunos documentos interesantes. No lo hice. Salí de la junta como entré: con las manos en los bolsillos. Sí tengo fotografías, eso sí.

V.O.: ¿Tampoco tiene actas de las juntas de socios o de gobierno?

D.M.R.: No, no tengo nada. Pero las actas de junta general son públicas, cualquier socio las puede pedir. También los investigadores. Las de junta directiva están más resguardadas y, además, no siempre se levantaron. Las mías de las asambleas son muy detalladas por lo general. Otra cosa que yo recuperé es la memoria anual del secretario que, según el reglamento, debe leerse en la junta de septiembre de cada año. Nadie lo hacía desde los años sesenta y nadie lo volvió a hacer después de mí. Están en el archivo de secretaría y ahí puede usted consultar esas cosas que yo no recuerdo o que confundo por el paso del tiempo.

V.O.: Me voy a poner a escribir el tercer volumen de la historia del Ateneo, que empieza en 1987, cuando es elegido Prat. Es posible que, según vaya avanzando, necesite que nos veamos otro par de veces.

D.M.R.: No hay ningún problema. A mí me encanta hablar, y hablar del Ateneo mucho más. Mire, don Víctor, conmigo puede estar seguro de una cosa: puedo equivocarme u olvidar cosas y puedo interpretar mal otras muchas, pero no miento. Y si me pregunta dónde me equivoqué, donde metí la pata, si soy consciente de ello también se lo cuento.

V.O.: Pues ponga un ejemplo.

D.M.R.: ¡Vaya, si lo sé no le digo eso! Pues, por ejemplo, nos equivocamos mucho cuando las obras. Teníamos tanto miedo a lo que podía pasar, no tener fondos, que nos obligaran a cerrar, que se encontraran más problemas estructurales… que no fuimos muy claros ante los socios. Con ello introdujimos desconfianza incluso en quienes más nos apoyaban. Parecía que algo ocultábamos. El miedo te lleva al error con gran frecuencia. Hoy yo lo gestionaría de otra forma, pero es que tengo treinta años más.  Y, se lo decía antes, me equivoqué no autorizando la conferencia de la secta Moon. Debería haberla autorizado. Me pudo la ideología.

V.O.: También seguramente su formación académica.

D.M.R.: Es posible, muchas gracias por ello. Pero es que el error huye de la luz y lo mejor es permitir que la sombra se manifieste. Prohibir o vetar es un mal método.

V.O.: ¿Tuvo repercusiones?

D.M.R.: No, no, tan sólo cuatro líneas de Moa en un periódico, creo que en El Sol. El problema es que aparecí como un censor y como censor de algo absurdo. No soy así pero lo aparenté por mis palabras rechazando el acto. Y, como decía el ateneísta Azaña, las palabras pronunciadas o escritas desde el gobierno son actos de gobierno.

V.O.: Bueno, una cacicadilla de ese tipo en seis largos años no es mucho.

D.M.R.: No, creo que no, sobre todo si lo comparamos con lo que vino después. Con García Partida e Iglesias se saltó a la torera el reglamento un montón de veces y hubo encierros de socios, asaltos a los despachos… Era como volver a los tiempos de Chueca. Yo me mantuve al margen pero lo seguía con gran preocupación. Con Abellán las cosas se calmaron y con París volvió el autoritarismo de los convergentes. Le voy a poner un ejemplo. Vino a Madrid el profesor Latouche, el gran teórico del decrecimiento, que hasta sonaba para el Nobel. La única sección que no controlaban los convergentes era la de fotografía y, aunque parezca raro, fue esa sección la que solicitó una conferencia de Latouche. No la autorizaron, aunque el reglamento los obligaba. Al final cedieron la sala pequeña, mientras en el salón había un acto con doce personas. El profesor francés habló desde el rellano de la escalera, con más de doscientas personas en el suelo y en los peldaños, y nosotros haciendo de traductores. La Junta de Gobierno ordenó al personal que disolviera la reunión o que llamara a la policía. Los empleados no lo hicieron. La verdad es que habría tenido guasa: Latouche, veinte profesores de economía y otros tantos estudiantes detenidos en el Ateneo de Madrid. Al día siguiente la directiva disolvió la sección de fotografía y suspendió de derechos a los organizadores del acto. Y en esas estamos, así seguimos.

V.O.: No me queda claro una cosa. Las obras de rehabilitación, ¿acabaron de pagarse en la etapa de García Partida?

D.M.R.: Creo que sí, pero tal vez se arrastró la deuda hasta Abellán. No se lo puedo asegurar. Lo que sí es cierto es que García Partida cerró la negociación en el despacho del presidente de la ONCE, Durán, con el director de la constructora y yo presentes. García Partida negoció muy bien. A don Paulino yo siempre le tuve cariño aunque al final acabé peleándome con él de una forma bien visible en las juntas generales porque introdujo dosis de autoritarismo intolerables. Su presidencia me parece la peor de todas desde la época de Chueca, sólo comparable al desbarajuste totalitario y manirroto de París y sus convergentes, pero en su haber tiene la negociación con la ONCE.

V.O.: Hay una historia de la presidencia de García Partida muy curiosa. El Ateneo fletó un autobús para ir a Estrasburgo, al Parlamento Europeo, y, al volver, pararon en el sur de Francia para visitar la tumba de Azaña. Se armó la del demonio en el Ateneo porque muchos consideraron aquello algo propagandístico.

D.M.R.: Conozco el asunto pero no le dí mucha importancia. García Partida era un tanto histrión y bastante mitómano y megalómano, pero no creo que hiciera nada reprochable en ese viaje. Era un hombre de renta alta. Si quería ir a la tumba de Azaña no necesitaba que el Ateneo le pagara un autobús. Yo no practico el necroturismo pero visité algunos sepulcros. Pero no me gustan las payasadas. A la tumba de alguien se va en solitario o en familia, a reflexionar o a elevar una oración quien sea creyente. Por ejemplo, yo estuve ante la tumba del príncipe Kropotkin y lo hice en solitario. Le dí unos rublos al guarda para que impidiera la entrada a otros turistas durante unos minutos. Me senté ante Piotr Alexevich y recordé un texto suyo de La conquista del pan y otro del grado de maestro de la masonería escocista. Era mi particular oración a un gran pensador pero, sobre todo, a un gran compañero y a un gran hermano. En el fondo, como ya le dije, soy un campesino ilustrado.

V.O.: Sus padres, ¿viven también en el pueblo de Villaviciosa?

D.M.R.: No. Ellos viven en Gijón, en El Parchís, por si conoce la ciudad. De hecho yo nací en Gijón. Allí viven también dos de mis tres hermanos, un hermano y una hermana. La otra hermana está aquí, en Madrid. Lo que pasa es que yo salí muy silvestre y siempre preferí estar con la familia de la aldea.

V.O.: ¿Quién lo iba a decir del secretario del Ateneo de Madrid? Sí que conozco Gijón y sé dónde está El Parchís. Yo estoy casado con una medioasturiana y mi madre era de La Felguera. García Argüelles se apellidaba.

D.M.R.: Pues lo acompaño en el sentimiento. Ser hijo de una asturiana y estar casado con otra, aunque sea a medias, tiene mérito. ¡Dígamelo a mí, con una madre de Gijón y una mujer de Cangas de Onís!

V.O.: ¡Qué va! Ya cumplí las bodas de oro y estoy contento.

D.M.R.: Las mujeres asturianas son duras como los picos y limpias como la lluvia. No me extraña que esté contento. Yo también lo estoy. ¿Y están bien de salud?

V.O.: Hasta hace un año muy bien pero ella pegó un bajonazo en estos últimos meses. Tiene dos años menos que yo.

D.M.R.: A usted los años que tiene, 83 según veo en el primer volumen de la historia del Ateneo, no se los echa nadie. No sólo por la pinta sino por la actividad.

V.O.: Cuando me jubilé me puse a escribir y a escribir, a investigar, a indagar. Y ahora estoy con esta historia del Ateneo. Creo que tiene interés.

D.M.R.: Alguien tenía que hacer esto. Y debe ser alguien que entienda lo que es el Ateneo de Madrid pero que lo vea con cierta distancia, un poco al modo brechtiano. Yo no podría hacerlo porque sería juez y parte. Usted, aunque yo le llegara a caer fenomenalmente, me debe ver en mi papel, el del secretario entre 1989 y 1995. Y atender a mis explicaciones pero también a otras, que algunas no me dejarán en buen papel. Lo mismo que usted habrá visto por internet mi vida y mis milagros, yo he visto los suyos. La verdad, creo que puede hacer un buen trabajo. Sólo el hecho de estar más de una hora conmigo, como habrá hecho con otros, es digno de consideración.

V.O.: Usted conoce a Díaz Torre, ¿verdad?

D.M.R.: Sí, claro, Alejandro Díaz Torre. En el Ateneo siempre lo conocimos como Alejandro el Maño. Es profesor de historia. Creo que de la Universidad de Alcalá de Henares.

V.O.: Alejandro Díaz Torre es uno de los grandes enemigos de mi primer libro sobre el Ateneo. Yo creía que era el que más sabía de la etapa de Prat en el Ateneo. Es más, creí que había sido secretario del Ateneo. La verdad, se lo reconozco, cuando supe que el secretario había sido usted me llevé una alegría.

D.M.R.: Díaz Torre es un hombre muy tozudo. Yo nunca tuve problemas con él pero el entendimiento era imposible. Él presidía la sección de Historia cuando yo era secretario y tenía que utilizar a su mujer, creo que se llamaba Ángeles, para poder entendernos. Creo que es una buena persona pero de muy mal trato. Sobre sus opiniones sobre su libro no puedo decir nada.

V.O.: Bueno, él se considera historiador. De hecho, es historiador, académicamente hablando.

D.M.R.: Mire, don Víctor. Este libro suyo, que leeré hoy mismo, sólo por existir me parece importante. Déjeme a mí opinar después. Hay veces que algunos individuos se sienten contrariados porque alguien escribió el libro que ellos querían escribir. Pues, ¿qué se va a hacer? Tal vez tú harás un libro mejor pero el primero ya existe. Frente a esto, seguir trabajando, superando si es posible la investigación anterior, construyendo la historia. Así es como se avanza.

V.O.: Pienso lo mismo, pero, la verdad, me molesta un poco.

D.M.R.: Yo de Díaz Torre sólo leí un estudio sobre las colectividades anarquistas en Aragón. Me pareció bastante malo desde el punto de vista metodológico. Pero tampoco quiero hacer un juicio. Seguramente yo también publiqué cosas malas.

V.O.: Pero él fue secretario, segundo o tercero, de la junta de Prat.

D.M.R.: No. Si hubiera sido secretario segundo o tercero hubiera coincidido por lo menos un año conmigo y eso no pasó. Y hasta la muerte de Prat sé muy bien quiénes eran los miembros de la junta.

V.O.: Díaz Torre es muy amigo de Pacheco.

D.M.R.: Daniel Pacheco es un populista y seguramente la persona que más ha sacado beneficio del Ateneo. No robando, no. No hablo de eso. Pacheco consiguió que las famacéuticas tomaran el Ateneo por asalto. Vinos, merendolas, pimpún… También a estos les estorbábamos Prat, López-Cañadilla, Huguet, Isabel del Castillo, yo… Son los privatizadores y su sueño llegó con los camaradas París y Pastrana, un peronismo al castizo modo. Yo a Pacheco lo admiro. Pase lo que pase sigue en la Junta de Gobierno. Y Díaz Torre es de su equipo, aunque me parece de mejor encarnadura.

V.O.: Yo busco información y me encuentro con estas barreras.

D.M.R.: Hay una persona de la que casi nadie le hablará pero que sabe mucho, sobre todo de la parte económica. Es Javier Roger. Fue contador en mis dos últimos años de secretario.

V.O.: ¿Pero vive?

D.M.R.: Supongo que sí. Es más joven que yo. Era del CDS y se presentó con Carlos Mendoza a las elecciones. Mendoza no salió y él sí. Es un tipo raro, peculiar, pero si le pregunta será sincero. Yo nunca me entendí muy bien con él pero siempre lo consideré honrado y sensato, tal vez un poco psicópata del trabajo. Roger sabe de las cosas. Era muy puntilloso.

V.O.: Pero nunca le disputó la secretaria.

D.M.R.: No. Yo con Roger tuve una relación complicada. Lo apreciaba pero me sacaba de quicio. Cumplía muy bien pero era tan rígido que podía bloquearnos la compra de bolígrafos. Tuvimos malos momentos pero nunca lo consideré un adversario. Pasados unos años me lo encontré un día en un café, en Chamberí, y me alegré de charlar con él aquella media hora.

V.O.: Mendoza llegó a bibliotecario.

D.M.R.: Sí, cuando la degradación total. Ya había estado en la junta cuando el degradado primer mandato de Prat. No prescribo, sólo describo. Yo no le compraría un burro ni por cinco euros.

V.O.: Vamos a ir terminando. El Ateneo está ahogado económicamente. Los poderes públicos son reacios a apoyar a la casa.

D.M.R.: Es verdad. La presidencia de Carlos París y sus convergentes fue mortífera. El abate fray Gerundio de Pastrana y sus panfletos ayudaron poco. Los negocietes y chanchullos menos aún. Dudo que César Navarro, ya mayor y encantado de conocerse, haga algo. Está en manos de los botarates del gran discurso, ese que es tan vacío como patético.

V.O.: Su paisano Carlos García sigue en la junta como secretario segundo o tercero.

D.M.R.: No lo sé. Andará a sus negocios. Yo fui secretario, primer secretario, ¿usted cree que me presentaría a tercer secretario o a vocal? A bibliotecario tal vez… O hay intereses o en poco valor te tienes a ti mismo. Seguramente es un cruce de razones.

V.O.: Estos de la última junta fueron demandados.

D.M.R.: El Ateneo fue saqueado. Lo tengo claro. Lo que no sé es quién resultó más beneficiado. Pero, cuando menos por falta in vigilantia acuso al presidente y al secretario, a París y a García. Como hubiera entendido que nos acusaran a Prat y a mí hace treinta años si hubiéramos hecho la décima parte de lo que hicieron los convergentes.

V.O.: ¿Le gustaría ser presidente del Ateneo de Madrid? Tiene usted el perfil y ya la edad. Le voy a decir una cosa: de todas las personas que entrevisté hasta ahora es usted el que mejor responde al ateneísta clásico.

D.M.R.: Siempre seré un ateneísta y me gustaría ser presidente. Mi vanidad quedaría colmada con un retrato en la casa, con Palacio Valdés, Unamuno, Azaña, Prat… Pero no me lo planteo. Mi vida ya ha dado un giro irreversible. En mi horizonte más inmediato está poner un lagar de sidra.

V.O.: Muchas gracias por todo, profesor, y que le vaya bien en ese giro vital.

D.M.R.: Encantado de haberlo conocido, don Víctor. Que tenga suerte con su historia del Ateneo.

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