Amparo


El pasado día 13, de madrugada, murió Amparo Hernández. Esta mujer no entrará en la gran historia pero sí en la mía. Era la abuela materna de mis hijas, Aida y Olaya. Había nacido en Madrid en agosto de 1929, hija de un ferroviario madrileño, Manolo, y de una campesina de Torrelaguna, Paca, que fue bautizada en la misma pila que el cardenal Cisneros, su ilustre vecino. Aunque dejó de ser mi suegra legalmente hace casi treinta años, siempre le guardé un enorme cariño, y ella a mí. Además, como tenía la casa al lado de donde yo vivía los meses que estaba en Madrid, tomaba con ella el café o la caña algunos días. Eso fue hasta que me jubilé y llegó posteriormente la pandemia.

La semana pasada volví a Madrid, después de tres años, y fui a verla. Y nos hicimos fotos. La encontré bien para sus años y todo lo que ya arrastraba. Habrá quien piense en causalidades y no en casualidades: tal parece que esperó a volver a verme para marcharse tres días después. Podría contar muchas cosas de Amparo, cotidianas, de andar por casa, pero creo que a ella le gustaría que me refiriera a dos o tres muy significativas, cosas de las que aún hablamos el viernes pasado.

Hace bastantes años fuimos a ver la obra de teatro Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán Gómez, que después se llevó al cine. Hubo un momento en el que Amparo, que fue con nosotros, conmigo y con María, su hija, me apretó la mano. Cuando tenía cinco años, en 1936, vivía en el paseo de las Delicias, y veía pasar las columnas de hombres que iban a defender la Ciudad Universitaria de los ataques de Franco. De repente, en el teatro, una canción le trajo a la cabeza aquellos tiempos. Sonaba A las barricadas, la vieja Varsoviana, el himno de la CNT que iban cantando los soldados de Durruti camino del frente. Nunca la había vuelto a oir desde que era tan niña, pero el recuerdo la estremeció. 

Después me contó que su padre, Manolo, se negaba incluso a salir a coger el pan que tiraban los aviones sobre aquel Madrid hambriento y desangrado. No quería, decía, "comer el pan del fascismo". Por eso, simplemente por eso, fue denunciado por una vecina al llegar la victoria, que no la paz, como escribiera Fermán Gómez. Se libró de puro milagro de cualquier cosa. Los ferroviarios fueron de los más represaliados tras la guerra porque constituyeron uno de los sectores más firmemente leales a la república. También me habló de la bofetada que le dió, cuando tenía siete años, un falangista por no "manifestarle respeto".

La última vez que estuve con ella antes de dejar yo definitivamente Madrid, tomando un café, me dijo algo que nunca olvidaré: "¡ay, hijo!, siempre pensé que vería otra república y me temo que voy a volver a ver el fascismo". Y no era Amparo una radical, ni una extremista, sino una mujer de su casa, inteligente y fina, que vivió bien con su marido, Enrique. Pero nació en el peor momento del siglo XX español, cuando las niñas y jóvenes pasaron de la esperanza republicana al enclaustramiento del franquismo. En fín, Amparín, no viste tu república pero, al menos, tampoco el regreso del fascismo.

Sit tibi terra levis, madre.


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