Recuerdo de Balbín y memoria de "La clave"


Ha muerto José Luis Balbín, un periodista de larga trayectoria pero que siempre fue recordado y lo seguirá siendo por el programa de televisión La clave. Televisión Española, la única que existía durante el franquismo, dio un paso muy importante, del que no tengo muy claro que fueran conscientes los responsables, en 1976, con un programa como aquél. Aún estaba caliente el cuerpo del invicto cuando se empezó a discutir sobre el comunismo, la democracia, el aborto, la homosexualidad, los nacionalismos... en una televisión que era lo que era, un medio de propaganda del régimen ya decadente de aquel militar rastrero, cruel y traidor. Es verdad que se habían abierto ventanas por las que entraba un aire nuevo, como Estudio 1 o como Historias para no dormir. El asfalto, por ejemplo, fue considerado por muchos como un relato visual del fin del régimen, como sucedería con el mediometraje La cabina. A un tiempo, aún debemos ser bastantes los que recordamos a Bódalo en La velada de Benicarló, la obra dramática de Azaña, la bestia negra por excelencia de su escremencia.

Pero volvamos a Balbín y a La clave. No fue lo suyo un camino de rosas, precisamente, pero muy pronto gozó del respaldo de la audiencia, tal vez inicialmente bastante minoritaria, pero que, poco a poco, se convirtió en un fenómeno social. En mi casa se veía La clave, como seguramente en casi todas las que había algún miembro interesado por el mundo y por los cambios que se precipitaban. Cuando no era el abuelo republicano, era la madre católica que escuchaba al cura progre de la parroquia, o el hijo que estaba en la universidad, o el padre que bregaba en la fábrica y que sufría con aquel modelo, aunque no fuera precisamente un militante antifranquista. Y, como sólo había una televisión y en pocas casas había dos televisores, La clave del viernes era como el partido de Primera del sábado, una liturgia familiar.

Es fácil imaginar mi impresión cuando, en abril de 1985, me invitan a participar en La clave. Yo era un muy joven profesor, 27 años, uno de los últimos de aquellos no numerarios, los penenes. Acababa de aterrizar en mi segundo destino, en la Autónoma de Madrid. que fue ya mi universidad hasta la jubilación. Ir a La clave era algo extraordinario, era asistir a una tribuna con la que habías crecido, aquel programa con el que tanto habías disfrutado y aprendido desde que eras poco más que adolescente. 

El tema a tratar eran las subvenciones y las inversiones en las empresas públicas. Yo habia presentado una comunicación a un congreso celebrado en la Universidad de Barcelona sobre la crisis de la minería asturiana y sus impactos en la estructura social y política, en un país con un régimen autonómico recientemente estrenado. Alguien del equipo de Balbín le debió informar y éste, como asturiano, le pareció acertado llevarme. Y allí me vi sentado frente a Fernando Abril Martorell y Carlos Bustelo, ministros de la UCD hasta 1983, Pérez Royo, conocido profesor de derecho constitucional con alta posición en el PCE, el catalanista y catedrático de hacienda Magín Pont, y el secretario de la asociación de futbolistas, muy simpático y con el que más coincidí, pero del que no recuerdo el nombre.

Dio la casualidad de que el programa fue el inmediatamente posterior al que trató de la OTAN, en el momento del paso de "OTAN, de entrada no" a "OTAN, sí". De hecho, ese programa hubo de ser emitido desde otros estudios por el boicot del mismo gobierno de Felipe González. Y ahí firmó Balbín su sentencia: el PSOE y, concretamente Guerra, se ocupó muy concienzudamente de acabar con el espacio. Aquel programa sobre la OTAN tuvo una incidencia social mayúscula, con un Tamames contrario a la alianza militar verdaderamente brillante. Por cierto, que Tamames, me lo ha contado él mismo, fue la persona que más veces visitó La clave, 23 veces. Esas circunstancias provocaron que el programa en el que yo participé fue de los más vistos de esa temporada.

Tal vez no sean muchos los que conozcan la interioridad del programa, si se pactaban las preguntas, si había temas que no se podían tocar, si el director basculaba más o menos hacia un lado u otro... El formato era muy simple. El sábado anterior al día de la emisión, que era el viernes, se quedaba para cenar en Nicolasa, un restaurante vascofrancés excelente que estaba, cerró hace poco, seguramente en la vorágine de la pandemia, en Chamartín. Allí era donde se conocían los que iban a ser contertulios y se hablaba de todo. Era una buena estrategia: humanizaba a posibles enemigos. No fue ese el caso cuando yo participé porque no estaban allí Federica Montseny y Serrano Súñer o el primado católico y el gran maestro de la masonería. Para mí, que era, como decimos en Asturias, el más pinín de aquel grupo, la cena me fue muy útil. Aún así, fui muy nervioso al programa, llevando incluso cigarrillos, yo, que nunca fumé salvo algo en pipa y algún que otro puro. Pero me ayudaba a gesticular con cierto aplomo. ¡Eran todos unos monstruos y en aquel programa!

El día de la emisión, en riguroso directo, constaba de una presentación, una película mientras se tenía una cena informal, un pincheo, y luego el debate. ¡Tres horas! La película que el equipo de Balbín seleccionó aquel día fue Los apuros de un pequeño tren, británica, dirigida por Charles Crichton en 1953. Yo no la conocía y me pareció extraordinaria. Más tarde volví a verla. Trata de un pueblo inglés que va a perder su estación de tren porque no resulta rentable y, a cambio, el gobierno apoya a la empresa local de autobuses para que se quede con el negocio. Los vecinos deciden unirse y gestionar ellos mismos la estación para, así, salvar su tren.

Nada estaba pactado. De hecho, yo temía la primer pregunta de José Luis Balbín, la de la presentación. En un debate, si no sabes algo o no controlas la situación, puedes salir por peteneras o no entrar en el asunto; pero cuando te preguntan personalmente y para entrar en materia no puedes escaquearte. En general, salí bastante airoso, para ser un auténtico bautismo de fuego. Pero Tamames me puso el video unos días después y me explicó qué es lo que había hecho mal y, sobre todo, qué es lo que nunca se debe hacer en televisión. Me quedé con la lección y nunca más cometí algunos errores de bulto, como, por ejemplo, que jamás un profesor debe permitir que le calle un político cuando se habla sobre bases científicas. 

La clave tenía una enorme incidencia social. Días después del programa, ya en Asturias, había gente que me paraba por la calle y en los bares me preguntaban cosas, algunas completamente ajenas al asunto. Tengo un recuerdo particularmente entrañable de aquellos días, semanas incluso. Estaba con mi mujer en Mieres y dos hombre nos invitaron a sidra: "es que usted nos defendió muy bien en la tele". Yo no trataba de defender nada en concreto, sino ser racional, basarme en datos, cumplir con mi deber como profesor, lo que seguramente alegraría a mi maestro Tamames.

Ahora, tras tantos años, me pregunto si José Luis Balbín y La clave reflejaban la sociedad española o, por el contrario, educaban a la sociedad española. Seguramente ni lo uno ni lo otro, sino, más bien, respondían a lo que la ciudadanía quería: debates serios, personas documentadas argumentando, pluralismo y posiciones claras pero no de paquete dogmático. Es que en La clave no sólo había buenas formas y se dejaba hablar al de enfrente, sino que los contertulios hablaban de lo que sabían. A mí me llevaron a hablar de empresas públicas y, después, ya en Antena 3, de financiación autonómica. Entonces ya era yo un lobo con colmillo más afilado. Pero nunca Balbín me hubiera llevado a hablar de epidemiología o de la historia medieval de Rusia y Ucrania.


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