"Un buen profesor siempre tiene que formar heterodoxos"

Alfonso Rosales: Tenemos con nosotros otra vez al profesor David Rivas. Hace tiempo que no charlábamos con él, no yo, que soy nuevo en estas lides, pero las personas que llevaron esta radio universitaria durante años sí que contaron con él en bastantes ocasiones. Y todos me hablaron bien de él. Rivas se jubiló anticipadamente, tal vez previendo la pandemia, en 2019. Fue profesor de estructura económica durante cuarenta años, cinco en la Complutense y treinta y cinco en la Autónoma. Vive en una aldea de Asturias y está hoy en Madrid porque vino a la ceremonia de homenaje o despedida de su facultad, un acto que no se pudo celebrar los últimos años. Buenas noches, profesor.

David M. Rivas: Buenas noches y encantado de conocerlo. Pero, antes de empezar: ¿vamos a tener una conversación sobre cuestiones vivenciales, de lo cotidiano, de lo personal, o muy académica y científica?

A.R.: Trataré de abordar lo más posible, pero me interesa más la parte humana del profesor que se jubila, las opiniones sobre muchas cosas de la persona, más su vida que sus teorías.

D.M.R.: Vale. Me pongo en situación. Yendo al momento en que me jubilé anticipadamente, perdiendo bastante ingreso, también es verdad, es evidente que no preví la pandemia, claro que no, pero acerté como en el tiro de una feria, al tuntún. Pensaba quedarme otro curso porque me sentía responsable de algunas cosas inconclusas pero, por razones personales, la enfermedad de mi padre entre ellas, decidí jubilarme. Murió un mes y pico después.

A.R.: ¿No hubo también alguna razón relacionada con la situación de la universidad?

D.M.R.: En cierto modo sí. La universidad, en parte por sus nuevos sistemas, se burocratizó muchísimo. Los cambios que introdujo el que conocimos como Plan Bolonia, que era un esquema coherente y bastante sensato, no se podían llevar a cabo en nuestra universidad. No puedes hacer un seguimiento personalizado cuando tienes cuatro grupos de cuarenta estudiantes. ¿Cómo vas a hacer una evaluación continuada correctamente a 160 personas y, a veces, a más? Si querías cumplir medianamente te pasabas el día haciendo fichas y contestando correos electrónicos. Esto último es particularmente negativo. La tecnología, y tengo entendido que la pandemia reforzó la cosa, contribuyó a un descenso en la asistencia a clase. Además, muchos alumnos prefieren la distancia del teclado a la pregunta en vivo, por muchas razones. Eso lleva a una situación absurda. Normalmente, las dudas de los estudiantes son las mismas o muy parecidas, con lo que cuando respondes a uno estás solucionando el problema a 20, mientras que por correo tienes que responder a 21. Por otra parte, la relación personal profesor-alumno se rompe. Una cierta distancia puede ser buena porque el profesor no es un amiguete, pero la absoluta falta de conexión no tiene sentido. Además, por esa aparente asepsia del teclado, te llegan comentarios que nunca un estudiante normal te haría en persona. También en este ámbito entró la mala educación que impera en algunas redes. Tenía, por otra parte, motivos de orden conceptual. Yo entiendo la universidad como un ágora de conocimiento, no como un centro de instrucción. La mayor parte de mis alumnos lo tendrían más fácil en FP y, además, encontrarían empleo y cobrarían más. Más de la mitad de los graduados afirma que de poco le sirvieron sus estudios en el mercado laboral. ¡Claro! Si yo necesito un contable lo busco en FP, no en la universidad. Y si necesito un auxiliar de farmacia hago lo mismo. Pero España, tan mediocre cono clasista, funciona así, y más vale pasar hambre con sombrero que tener una buena ganadería con boina. No obstante, para dejar mi trabajo también había razones personales. Me encontraba ya un poco cansado, especialmente de tanto viajar entre Asturias y Madrid. Pero lo sentí mucho y lo sigo sintiendo porque a mí me gusta dar clase, siempre fui un profesor vocacional, algo no muy corriente entre economistas.

A.R.: Usted siempre vivió a caballo entre Asturias y Madrid.

D.M.R.: Sí, es cierto. Nunca agradeceré lo suficiente a mi departamento que me permitiera concentrar las clases en un cuatrimestre. Y me lo permitieron cuatro directores y dos directoras. Fueron muchos años y siempre fueron sensibles a que yo tenía allí la casa familiar, una parte importante de mi vida cotidiana y esas cosas.

A.R.: ¿Siempre en el mismo pueblo?

D.M.R.: No, no, Son cosas de familia. Mi familia paterna es del concejo de Villaviciosa y yo siempre me consideré de allí. Teníamos caserías en varias parroquias, en varios pueblos. Antes de estar en Argañosu, la aldea en la que vivo, en Villaviciosa, pasé siete años en Cuideiru, en Cudillero, que es como ustedes lo conocen.

A.R.: Estuve allí hace un año. Es un lugar precioso.

D.M.R.: Sí, de lo más hermoso que conozco. Pero se está convirtiendo en un escenario, en un plató de cine. Ya casi no tiene vida. Es un pueblo difícil para vivir. Todo son cuestas y escaleras. Es complicado ir a la compra, que te lleven carbón o la bombona de butano, tremendo si tienes un percance de salud o un accidente, el coche lo tienes que aparcar a un kilómetro de casa... Conservar pueblos como Cuideiru es muy difícil. Está completamente envejecido y poco a poco se ha ido despoblando, últimamente con más rapidez. Eso sí, queda la escenografía y los restaurantes del puerto, un puerto con cada vez menos barcos. 

A.R.: ¿Dónde vivía cuando estaba en Madrid?

D.M.R.: Viví en varios sitios, en Carabanchel, en Arganzuela, en Salamanca, pero la mayor parte de los años en una buhardilla en la calle Argumosa, en Lavapiés. La vendí cuando me jubilé y no hay día que no piense si no debí quedarme con ella para venir temporadas. Como buen asturiano despotrico de Madrid pero me gusta y tengo un gran cariño por esta ciudad.

A.R.: Sus dos hijas nacieron aquí.

D.M.R.: Sí. Su madre, María, es madrileña. Ellas siempre se consideraron asturianas. Un pequeño triunfo mío y de mi familia, que es muy troncal, muy de tradición en el sentido estricto. También es verdad que su madre quiso que tuvieran esa identificación conmigo y con mi país, algo por lo que siempre me sentí en deuda con ella. Y ahora resulta que una vive en Barcelona y otra en Tenerife.

A.R.: Con la segunda, que es profesora de la Complutense, no tuvo hijos.

D.M.R.: Vivimos juntos bastante tiempo pero no tuvimos hijos. Con ella todo empezó en la facultad. Chabela es canaria y vino a la Autónoma a hacer el doctorado. La conocí cuando leyó su tesina porque yo formaba parte del tribunal.

A.R.: Ahora está usted casado de nuevo.

D.M.R.: Sí, con Charo, desde hace años. Es una relación muy distinta. Es evidente que ninguna relación es igual a otra, que el amor y el sentimiento va cambiando con la edad, con las circunstancias materiales, con los cambios sociales. Pero mi generación, al menos por lo que toca a los hombres, tuvo muy mala educación sentimental. Supongo que alguien lo habrá estudiado con atención. No sé si porque somos la última generación de posguerra y, por tanto, la primera que se asomó al desarrollo, a la política, a la escala social más por méritos que por cuna, el caso es que no nos educaron en el cariño, en los afectos. Y eso es terrible. Por eso entre nosotros las relaciones de pareja, especialmente las primeras, que siempre son con personas de una edad similar, fueron complicadas. En cambio las siguientes son diferentes porque nos dimos cuenta de los errores y, a veces, como es mi caso, tu pareja es bastante más joven que tú. Eso no quiere decir que no haya conflicto, pero es muy diferente. Y eso que ella, que es de Cangues d'Onís, es una vadiniense de cuidado.

A.R.: ¿Vadiniense?

D.M.R.: Es una retórica de andar por casa. Los vadinienses eran la tribu que ocupaba el alto Seya y los Picos d'Europa. Son los ancestros directos de los asturianos de Cuadonga, de Covadonga, donde se forjó un reino y surgió una nación nueva, Asturies.

A.R.: Entiendo. ¿Cómo era el Madrid de cuando usted llegó?

D.M.R.: Yo Madrid lo conocía bien porque había estado aquí muchas veces desde niño. En octubre de 1975 era, para mí, una ciudad muy triste, muy gris. Tengo la idea de un Madrid más luminoso de cuando era crío. También es verdad que la infancia siempre es luminosa, salvo que tengas muy malas condiciones. Mis recuerdos de Madrid cuando yo era niño son estupendos. Son el olor de una panadería de la calle de Toledo, donde la Fuentecilla, una panadería que regentaba la señá Paula. Paula y su marido, Manolo, al que yo no conocí, fueron como unos padres adoptivos para mi padre cuando, de niño, hijo de un militar republicano fusilado, vino a Madrid a un internado. No lo conocían de nada, se encontraron con él en la estación del Norte. Pero en aquella posguerra la solidaridad funcionaba y Manolo y Paula lo iban a buscar todos los fines de semana y lo llevaban a casa, a convivir con sus hijos, Manolo, Luis, Alfonso y Elena. Manolo, Manuel Bardo, había sido de Izquierda Republicana. Pero, volviendo a su pregunta, cuando vine a estudiar a Madrid, residiendo en el Colegio Mayor Chaminade, uno de los centros antifranquistas de la universidad, echaba de menos la lluvia pero, cuando llovía, en vez de verme más limpio, todo me parecía más sucio. Era una sensación muy extraña. Hasta que vi llover desde la buhardilla de Lavapiés, la lluvia en Madrid siempre me pareció sucia. Pero cuando la vi sobre los tejados de aquel barrio cambié de percepción. 

A.R.:  Volvamos a la Autónoma. ¿Cómo fue el acto de homenaje o despedida de su facultad?

D.M.R.: Muy familiar. Éramos pocos. A mí me gustó porque era como una reunión de viejos amigos, con un copetín después. Incluso estreché la mano, sinceramente, a un cabrón que me puteó en su día. Son cosas de la edad. Pero también pensé que cuando los docentes actuales no acuden a la fiesta de sus mayores, de los que, muchos de ellos, fueron sus profesores, es que algo hemos perdido en el camino. Yo recuerdo cuando hicimos una comida para despedir a José Luis Sampedro o una cena para hacerlo con Ramón Tamames. Estábamos todos los que habíamos sido discípulos suyos, los que empezamos nuestras vidas académicas bajo su magisterio. Pero, en fín, las cosas son como son, la vida cambia y padecemos del mal de que últimamente los estudiantes y los profesores creen que el mundo empezó cuando ellos nacieron. Yo aún recuerdo con gratitud a mis maestros de cuando era niño. Los había mejores y peores, rojos y azules, o amarillos, pero sé bien lo que les debo. Esa cadena se ha roto y, no creo que sea por simple nostalgia, me parece que no es buena cosa. Volviendo al acto, fue muy interesante la charla de José Antonio Sebastián sobre el patrimonio artístico de la Universidad Autónoma. La verdad es que yo, de mano, pensaba que iba a ser un coñazo, pero me gustó mucho. En nombre de los jubiletas habló José María Mella, de la primer promoción de la Autónoma. Yo no soy licenciado de la Autónoma, aunque sí doctor. Mella, de mi departamento, es un hombre con muy buena cabeza y fue uno de los dirigentes estudiantiles en los años finales del franquismo, justamente la generación anterior a la mía. Revindicó en su intervención una universidad abierta y libre, comprometida con su tiempo, rigurosa y antidogmática. Luego el vicerrector Javier Oubiña hizo una glosa de los que nos marchábamos muy en onda, cariñosa y respetuosa. Casi todos habíamos sido profesores suyos, porque es profesor de mi facultad.

A.R.: ¿Y qué dijo de usted?

D.M.R.: A mí sólo me conocía de vista. No le dí clase, pero había leído cosas mías. Me trató muy bien. Dijo que era uno de los profesores más singulares de la facultad, tildándome de "el gran heterodoxo". Recorrió, en un minuto, mi trayectoria, incidiendo en mi trabajo en América Latina, mis estudios sobre desarrollo sostenible y, cosa que me llamó la atención, mis libros sobre la cultura asturiana y, concretamente, sobre la sidra. Mis compañeros se rieron mucho.

A.R.: Todos los que lo han tratado, algunos antiguos alumnos suyos, dicen que sí era usted el profesor más singular de la facultad.

D.M.R.: Es posible. Quiero pensar que singular no es aquí un sinónimo de chalado. Creo que fui un buen profesor pero mis alumnos se dividían por la mitad: unos me adoraban y otros me odiaban. Tenía una buena valoración en las encuestas pero con gran desviación típica. Soy un profesor muy riguroso y puntilloso, pero desordenado. No seguía el programa, no llevaba apuntes, nunca utilicé el power point ni me comunicaba con los estudiantes por medios electrónicos. Si llego a seguir en activo cuando la pandemia, no sé cómo me hubiera arreglado. Se lo decía antes. Creo que la universidad, si es presencial, debe recurrir fundamentalmente a lo más importante que tiene la humanidad: la palabra, el registro lingüístico. Si queremos otra cosa tenemos la UNED, las universidades online, lo que sea. Pero si vamos todas las mañanas al aula, la palabra es fundamental.

A.R.: ¿Recuerda qué contó en su última clase?

D.M.R.: Sí. En los cuatro grupos a los que daba clase, entre economía, políticas y derecho, dije lo mismo: que era mi última lección y que, por eso, iba a hablarles de cómo entendía yo la ciencia, la economía y la política. Y conté lo que me dio la gana. Les hablé de mi infancia, de mi adolescencia, de mis padres y mis abuelos, de mis paisajes, de la pesca del pulpo y de la lubina, de cómo se ordeña una vaca o se monta un caballo, de los mastines, de cómo llegué a donde llegué, de cuáles fueron mis principales maestros, de cómo fui viviendo los cambios en la estructura económica y, en general, en el mundo, de mis viajes, incluso de mis estancias en los calabozos de la Puerta del Sol. También les dije que creía que mi vida profesional no había sido vana, que era un privilegio haber sido profesor y un orgullo haberlo sido en la Autónoma de Madrid. Y tuve una enorme satisfacción cuando los alumnos de empresariales, los menos dados a estas cosas ideológicas y filosóficas, me pidieron que les contara cómo fue mi evolución ideológica y qué pensaba del mundo cuando, como ellos, estaba en segundo de carrera. Y les hablé con el corazón en la mano. Les acabé diciendo que, por mucho que les hablaran de racionalidad o de eficacia, lo que debían intentar era ser felices, sacar lo más alegre de la vida y enfrentar las adversidades con decisión. Les dije lo mismo que me dijeron a mí en mi colegio cuando acabé COU: que eran una minoría mimada y selecta y que, por eso, además de vivir lo mejor posible, estaban obligados a trabajar por la gente, por la sociedad que tanto les dio y que los financió. Y les recordé, algo que recibieron con risotadas, que nunca olvidaran los dos conceptos más importantes de la economía clásica: la utilidad marginal y el coste de oportunidad. Seguramente ese día, delante de los de empresariales, me dí cuenta de que mi vida y mi profesión quedaban justificadas. Me dije: "Davicín, no lo hiciste del todo mal".

A.R.: ¿Recuerda también su primer clase?

D.M.R.: Sí. Fue en la Complutense, en octubre de 1980. Yo tenía 22 años e iba como un flan. Sólo tres meses antes estaba sentado al otro lado del aula. Y sabía algo que todos los profesores saben: no hay peor crítico que tu alumno. Sales a la tarima sin red. Después de décadas, aún el primer día de clase tienes miedo escénico. Aquel día de 1980, eran tres horas con una pausa de media, expliqué las primeras fuentes teóricas de la disciplina de la estructura económica, la anatómica, la mercantilista, la fisiócrata y la liberal. En aquel momento yo era particularmente conocedor de la escuela fisiócrata, la de Versalles, que habían traído a España hombres como mi compatriota Jovellanos. Me acuerdo como si fuera hoy. Por cierto, llovía en Somosaguas.

A.R.: Para un asturiano tal vez era una buena señal.

D.M.R.: Seguramente. Somos un país de agua y niebla. Ahora, por desgracia, menos.

A.R.: Los viejos profesores, los de su generación u otras anteriores, echan pestes sobre esta universidad de hoy.

D.M.R.: Eso es normal, es una constante histórica. Yá Sócrates se quejaba de que los jóvenes eran incultos e indolentes, y que no escuchaban a sus padres y maestros. Todo hay que matizarlo. Cuando yo era estudiante había profesores excelentes, puede que de una talla muy superior a la de la actualidad, pero eran pocos. La mayoría era lamentable. ¿Por qué? Porque no cobraban nada y tenían que trabajar en otros sitios. Echaban buena voluntad, eso seguro, pero ni podían preparar bien las clases ni podían atender a los estudiantes. Algunos daban clase por militancia, porque creían que era un deber. Hoy no es así. Hay mucha precariedad y mucho becario que lo sigue siendo con cuarenta años, pero las cosas son mucho mejores que entonces. Y, en términos generales, como es lo lógico, saben más de lo que sabíamos nosotros. Lo que ha cambiado es el modelo de universidad y en ese cambio se ganó algo pero se perdió mucho. Los profesores están frenéticamente dedicados a publicar paper, porque eso es lo que les puede consolidar, mientras que la docencia la descuidan. También es verdad que publicar mucho, aunque sea un estudio sobre la correlación entre el cultivo de las lechugas y la dotación de policía municipal en condiciones de mercado regulado, ayuda a obtener financiación y a ser alguien dentro del sistema. Pero la ciencia se nos está ahogando. Además, eso lleva a los universitarios a no saber nada fuera de su especialidad. En una comida de mi departamento, hace unos meses, un departamento de estructura económica, una profesora joven preguntó que quiénes eran Sampedro, Velarde, Martínez Cortiña... ¡Ni siquiera sabía quién era Tamames, el fundador del propio departamento! Es de verdaderos necios creer que la realidad acaba de empezar ahora, que no existe la historia. Dicho sea de paso, en las facultades de economía están desapareciendo asignaturas como historia o como pensamiento económico. Además, las universidades se presentan cada vez más como fábricas de especialistas que van a triunfar en el mercado, lo que lleva, paradójicamente, al fracaso individual y colectivo. La universidad se ha convertido en una especie de centro comercial del conocimiento. Eso es una barbaridad. Por el otro lado, la universidad, con esa obsesión por los ranking, se ha covertido en una empresa y acaba tratando a los estudiantes como clientes, lo que, por otra parte, los convierte en individuos que se ofenden si son tratados como lo que son, aprendices. No es raro que un estudiante, especialmente en ciencias sociales, le diga a un profesor que "esa es su opinión, pero la mía es otra". A mí sólo me pasó una vez y corté el asunto de raiz: "usted tendrá los mismos derechos civiles que yo, que ya es bastante, pero su opinión sobre ciencia económica no está a la altura de la mia". Si la universidad pierde su esencia, lo que se llamaba clásicamente alma mater, si no es un vehículo de transformación social, por muchos artículos que los profesores, que ya no son profesores realmente, publiquen en revistas de impacto, nunca llegará a la excelencia, una palabra con la que se llenan la boca ministros, rectores y decanos. Las universidades ya sólo se preocupan por los ranking, por entrar en determinados parámetros, pero no por cumplir con su razón de ser, que es el conocimiento. Nos hemos olvidado que el estudio no tiene como fin ganar dinero, sino el de ser personas más dignas y más capaces de transformar el mundo. 

A.R.: ¿Tanto han cambiado los estudiantes con respecto a su época de alumno?

D.M.R.: Bueno, cuando yo era estudiante también éramos prepotentes y chulos. Muy listillos, sobre todo los progres. Puede que incluso fuéramos peores. Ahora los estudiantes admiten con mayor facilidad su ignorancia. Lo malo es que también es normal que un gran número de ellos no se preocupe por superarla. Pero nunca hubiera yo interpelado a un profesor de esa manera que le decía antes. Los estudiantes actuales son muy distintos y seguramente más que los profesores. El alumno de estos últimos años tiene poca capacidad de sacrificio, no cree en que es el esfuerzo lo que le permite conocer y saber, vive en un mundo de inmediateces sucesivas. Cuando yo estaba en lo que era el bachillerato elemental, no sé, con 11 o 12 años, se me atragantaban las matemáticas. Le dije a mi profesor, José Luis Rodríguez Meana, que, desgraciadamente, murió muy joven, que no podía con aquello. Charló conmigo una hora y me dijo algo que nunca olvidé: "si las matemáticas te parecen difíciles es porque las estás entendiendo". Más tarde lo comprendí: yo era muy torpe en cálculo pero fui de los más brillantes en topología, la rama más abstracta de la matemática que entonces estudiábamos. Pero acabé dominando las diferenciales y las integrales a base de esfuerzo. Y yo creo, como siempre creí, que el genio, la intuición, la imaginación, empiezan el camino, pero sólo el esfuerzo y el trabajo lo concluyen. Además, los que hacen cosas, los que se interesan por cambiar el modelo, los más interesantes, son muy adanistas. Yo siempre hablé mucho con los viejos, lo mismo en mi aldea que en la universidad. Eso también se ha roto, esa ligazón, seguramente porque los modelos familiares son diferentes y porque los chavales viven ya en ciudades grandes, cuando no en urbanizaciones, que es el último estertor de la civilización.

A.R.: ¿No es ecesivo eso que dice?

D.M.R.: Bueno, admito que subí un tanto el tono. Pero le explico la cosa y lo haré con un caso concreto. Hace años tuve un alumno que hizo la carrera de economía después de la de filosofía. Era profesor en un instituto de una de esas localidades de crecimiento rápido y reciente. Se daba la circunstancia de que era el municipio que votaba más a la izquierda de toda la Comunidad de Madrid. Pues los chavales eran muy insolidarios, tremendamente egoístas, a veces violentos... Él lo atribuía a que vivían en familias acomodadas, aisladas en sus chalés, todas formadas por matrimonios jóvenes y profesionales, sin tratar con viejos, sin conocer a ningún pobre, sin inmigrantes, sin contrastes culturales ni sociales...

A.R.: Y eso se traslada a la universidad. 

D.M.R.: Sí, eso y no conocer la historia. Cuando yo estaba en la Junta de Facultad, le hablo de los noventa, representando al profesorado, mi hija Aida estaba también, representando al alumnado, con una asociación que era la izquierda de la izquierda. Salió a la familia, un tanto anarco. Pues resulta que presentaron una propuesta de plan de estudios que era casi igual al de Villar Palasí, el ministro de Franco que hizo el plan de 1973, el que regía cuando yo estudiaba. Y tenían razón mi hija y sus compañeros: el plan del 73 era mucho más racional. La universidad actual es, indudablemente, técnicamente mejor que aquella en la que yo estudié. Se lo digo de verdad. Pero también pienso que ha perdido su principal sentido, que es el saber. Seguramente esto está muy ligado a que  estamos gobernados por personajes que han prosperado en la ignorancia y que, para mantenerse en el poder, decidieron que todo el mundo haga lo mismo. Una ministra alemana dimitió por un plagio de hace cincuenta años, mientras que aquí ya vemos: tesis plagiadas, máster sin asistir, licenciaturas en seis meses... Pero eso no es extraño. España siempre funcionó así, dió más santos que científicos. No obstante, también quiero decir algo en favor de nuestros profesores. Yo trabajé durante muchos años en programas internacionales y con universidades punteras de Alemania, Reino Unido, Estados Unidos, y también con otras menos reconocidas. Cuando mis compañeros de esos países veían nuestro trabajo quedaban sorprendidos porque les parecía imposible que hiciéramos tantas cosas y lográramos tan buenos resultados con la miserable financiación que teníamos. Y cuando les decíamos cuál era nuestro salario quedaban, literalmente, atónitos.

A.R.: ¿Qué le parece la ley que están preparando para la universidad?

D.M.R.: No la conozco muy bien y sé de ella por lo que leo en la prensa. Hay algunas cosas que me preocupan. Una es el ataque a la memorización, que ya lo han puesto en marcha en la educación secundaria. Evidentemente, no voy a defender que los chavales sepan la lista de los reyes godos, pero la memorización es necesaria. No es posible aprender a pensar si no hay un aprendizaje previo de contenidos, lo que requiere memorizar. Nada es innecesario en el pensamiento clásico. Decían los antiguos, los judíos y los cristianos, que el alma tenía tres potencialidades: la memoria, la inteligencia y la voluntad. Y era por ese orden. Hay que recordar para entender y, después, para actuar. Tampoco me gusta ese tufo antielitista de la ley que quieren aprobar. La universidad debe formar élites intelectuales. Eso, frente a lo que plantea alguna izquierda estúpida, no es clasismo. El clasismo llega a la universidad cuando no hay becas o ayudas a chavales inteligentes y creativos que no pueden seguir porque son de familias pobres. Eso es el clasismo. Pero, si a ese individuo se le dan los medios, ¿por qué no va a pertenecer a una élite? Yo pertenezco a una élite, lo tengo muy claro, aunque tengo una renta muy inferior a los ricos, que pueden ser analfabetos funcionales. Yo pertenezco a una élite y ellos a una casta. Ellos tienen más dinero, pero yo más conocimiento. Nada hay más clasista que renunciar al rigor y a la disciplina científica con esa cantinela de que los proletarios requieren igualdad. No. Demos posibilidades a todos y exijamos rigor y conocimiento. Le voy a poner un ejemplo muy concreto. Mi madre, Aurina, hija de un anarquista, una familia vencida en la guerra civil, estudió contra viento y marea. Eran los primeros cincuenta, en una universidad muy masculina. Obtuvo matrícula de honor en todas las asignaturas de la carrera salvo en una, concretamente en microeconomía. Ella no necesitaba que rebajaran los niveles, pero le hubiera venido muy bien una política de becas que, entonces, no existía o sólo disfrutaban los del régimen. Todos los estudios señalan que la mayor garantía para tener éxito o para ser rico es que vengas de unos padres con éxito o ricos. Por eso hay que matizar lo de la meritocracia. Pero, precisamente, esa ley social de que sólo triunfas si tus padres triunfaron previamente, nada más puede romperse si dotas a todos, pero a todos, de una formación rigurosa y exigente. Si rebajas el listón para que todos lleguen al mismo nivel de titulación, sólo consigues que la desigualdad se retrase y, además, que la frustración de los hijos de clase trabajadora sea mayor. Si yo tengo una empresa y tengo que elegir entre un graduado excelente y otro que es un mediocre, escogeré al primero, y, a lo mejor, procede de la clase obrera. Pero si tengo que elegir entre dos graduados con una titulación devaluada a la que llegaron estudiando muy poco, lo más seguro es que prefiera al hijo del que toma copas conmigo en el club de regatas.

A.R.: Es usted de tradición, de familia economista.

D.M.R.: Sí. Mi padre, David, también lo era. De aquella no había facultades de economía. Estudiaban comercio y algunos, como mis padres, hicieron una especie de doble grado con derecho. Era todo lo que se podía en Asturias. Y tengo una hija, a la que me referí antes, que es economista, aunque se dedica al teatro, muy buena actriz, y trabaja en cuestiones de política de género en la Universidad de Barcelona.

A.R.: Tiene dos hijas.

D.M.R.: La pequeña, Olaya, estudió filosofía, pero no acabó la carrera y se dedica a cine, audiovisuales, cosas que yo no controlo mucho. Le costó mucho la cosa pero parece que lo va encarrilando. Está ahora trabajando en la próxima entrega de El señor de los anillos. Es la que vive en Tenerife.

A.R.: ¿Se identifica con sus hijas y ellas con usted?

D.M.R. ¡Vaya pregunta!

A.R.: Hablamos desde el principio que esta charla era personal.

D.M.R.: Vale. Yo me identifico con ellas totalmente y las admiro, a cada una por lo que hizo. Pero, sobre todo, las amo. Si quiere saber lo que ellas piensan de mí, pregúnteles. Creo que sí se indentifican bastante conmigo, pero todo debe matizarse. Lo que sí tenemos es una relación muy buena. Cuando vuelven a casa, a la aldea, es fiesta todos los días. Pero también tenemos lo nuestro, discutimos muncho y ni ellas ni yo somos fáciles de dominar.

A.R.: Esperaba una respuesta como esta.

D.M.R.: Pero le aseguro que es sincera.

A.R.: Hablando de la exigencia y del rigor, los ranking de las universidades, que son varios, ¿son realmente útiles o significativos?

D.M.R.: Ese es un asunto peliagudo. Hay unos cuantos ranking que son los más seguidos y dependen del peso de los criterios, por una parte si son objetivos o parcialmente objetivos y si la objetividad es de carácter bibliométrico o no bibliométrico. La mayor parte de los clasificaciones siguen criterios objetivos, como The Times, Taiwan o Shángai. En los últimos años se ha ido imponiendo la clasificación ofrecida por esta última. Las tres son muy objetivas porque realizan un buen análisis bibliométrico: artículos publicados en revistas arbitradas, citas de sus científicos en otras investigaciones, publicaciones en revistas de impacto, premios internacionales de sus profesores o de sus graduados, presencia en internet... También valoran otros cuestiones diferentes: número de alumnos, académicos con doctorado, tipo y número de cursos impartidos... Últimamente ha obtenido gran prestigio QS World Ranking, que es parcialmente subjetiva y que se elabora sobre las opiniones de prestigiosos académicos de todo el mundo. Es muy interesante porque matiza las clasificaciones teóricamente más objetivas. Todos los criterios son discutibles pero, evidentemente, cuando todas ellas colocan a las mismas universidades entre las diez primeras del mundo y a las mismas entre las cien primeras, es bastante indudable cuál es la situación.

A.R.: Pero también hay dudas sobre la transparencia y honradez en algunos casos.

D.M.R.: En el caso de esas cien universidades yo creo que no. Aunque haya alguna trampa, que la habrá seguramente, la ley de los grandes números elimina las distorsiones. No es verdad el chiste ese de que la estadística es la ciencia que dice que si tú comes dos pollos y yo ninguno el resultado es que comemos un pollo cada uno. Donde esas trampas inciden es en niveles más bajos. Muchos profesores publican en determinadas revistas previo pago. A mí me exigieron quinientos dólares para publicar un artículo. Como ya no necesitaba hacer currículum los envié, perdóneme la expresión, a tomar por el culo. Esas prácticas tienen dos efectos: el profesor en cuestión alimenta su curriculum y alcanza mayores grados, lo que beneficia a su universidad porque, por ejemplo, se doctora antes; y, directamente, su universidad presenta mejores indicadores bibliométricos. También sospechamos de que hay algunas universidades, sobre todo en países ricos pero sin tradición científica, que están pagando a profesores de fuera para que se hagan pasar como adscritos a esas universidades, cobrando por ello. Pero estas cosas afectan a si la primera de España es la de Barcelona, la Autónoma de Madrid o la Pompéu Fabra; o a situarse en el ranking a universidades árabes o chinas; pero no altera que la cúspide la ocupe el MIT, Harvard, Stanford u Oxford.

A.R.: ¿Son esas las primeras del mundo?

D.M.R.: Por lo general, año tras año, sí, aunque según que clasificación, el orden se altera o alguna baja al séptimo lugar. Lo que sí es importante señalar es que, en el caso español, estas clasificaciones son engañosas. El MIT, por ejemplo, es una universidad tecnológica, cosa que en España sólo lo son las politécnicas. Las demás, por lo general, tienen escuelas técnicas y facultades biomédicas, sociales y humanísticas, y los criterios internacionales potencian a las biomédicas y técnicas. Ello por una razón: un artículo sobre la poesía de Garcilaso, el desarrollo sostenible en áreas de montaña o la constitucionalidad de la ley mordaza no tienen mucha cabida en revistas de impacto internacional, salvo que sea una aportación casi de Nobel. Le voy a poner otro ejemplo. El libro Estructura económica de España lleva 35 ediciones, se publica desde hace casi 60 años y ha sido libro de texto de decenas de miles de estudiantes. Es conocido como el Tamames, cosa que en economía no recibió ningún otro libro, aunque sí el Samuelson o el Lipsey. Pues no recibiría ni un punto en una comisión evaluadora, cosa que sí recibe mi libro Paz y tierra. Modelos de desarrollo agrario en Guatemala, porque se considera investigación y no divulgación, aunque sólo tuvo una edición y de muchísimos menos ejemplares. Mientras tanto, mi libro La sidra asturiana: bebida, ritual y símbolo, de divulgación, nunca sería calificado pero se hicieron varias ediciones y veinte veces el número de ejemplares del de Guatemala. Me parece absurdo que la divulgación, que frecuentemente no es otra cosa que la cortesía de los más grandes científicos para con la gente normal, no tenga ninguna valoración. La divulgación, cuando la realiza una persona rigurosa que consigue traducir el razonamiento científico es algo importantísimo, porque ayuda a hacer un mundo mejor. Un economista fundamental en todo el siglo XX como Galbraith nunca fue tenido en cuenta para el Nobel porque los amos del conocimiento le consideraban un divulgador. Lo mismo sucede con los artículos de prensa: ¿cómo no va a ser valorada por la universidad y como trabajo docente algo tan importante como crear opinión?

A.R.: ¿También se debería valorar el trabajo de los profesores fuera de la universidad?

D.M.R.: Hablando en términos generales, de la universidad en su conjunto, no sé qué decir, pero sí creo que debería valorarse en áreas como la economía o el derecho. Que un catedrático de derecho sea miembro del Tribunal Constitucional o uno de economía sea gobernador del Banco de España, me parece una razón suficiente como para no valorar su actividad universitaria con cero puntos mientras dura su mandato. Yo, en más pequeño, además de trabajar en una empresa privada ferroviaria, fui técnico del ayuntamiento de Madrid en los años que se hizo la gran planificación ambiental, como fui presidente de Amigos de la Tierra, la principal organización ecologista del mundo. También fui secretario del Ateneo de Madrid, con un patrimonio impresionante, seis mil socios, setenta trabajadores y un presupuesto de quinientos millones de euros actuales, cifras superiores a muchos ayuntamientos españoles. Y eso hay que gestionarlo. Con esto no digo que se premie como investigación, pero sí que se tenga en cuenta de algún modo como mérito.

A.R.: Llama la atención que en tantos años en la universidad nunca tuvo usted cargos, ni siquiera de simple secretario de departamento.

D.M.R.: Sí, sí. Esa es tal vez la única victoria de mi vida académica: después de cuarenta años nunca pinté nada en la administración. No me gustó nunca el cabildeo ni la política de pasillo, por desgracia muy normal en la universidad. Fui alguna vez miembro del claustro y de la junta de facultad, pero no me entusiasmaba. Incluso fui cuatro años delegado sindical del profesorado, pero por un compromiso personal. Me lo pidió un gran amigo al que no pude decir que no. Y salí de rebote, porque mi puesto en la lista era para no salir elegido. Me tuvieron que buscar un cometido absurdo, el de relaciones internacionales, porque no quise saber nada de alumnos, profesorado, disciplina, presupuestos... Pero, cuando venían mal dadas, apechugué y cumplí con mis compromisos.

A.R.: ¿Y con qué sindicato?

D.M.R.: Con Comisiones Obreras.   

A.R.: ¿Usted, tan leal a la CNT?

D.M.R.: Ya ve. La vida es muy compleja, el camino largo y serpenteante.

A.R.: Supongo que usted no siempre tuvo, en cuarenta años de profesor, las mismas ideas sobre la economía y sobre la docencia de la economía, como también cambiaría su visión de las cosas alguna vez.

D.M.R.: Cambié de opinión muchas veces. A mí me parece propio de estúpidos mantener la misma opinión durante cincuenta años y pasara lo que pasara. También me parece lo mismo cuando alguien cambia de opinión cada dos por tres, aunque en este caso, además, sospecho de su integridad moral. Yendo a lo académico, yo me especialicé muy pronto en estructura económica y, concretamente en los aspectos internacionales. Pero como hay que vivir de algo y yo era un simple estudiante, me dediqué más técnicamente a la economía agraria y la economía regional. Mis primeros años de profesor fui docente de economía mundial y trabajé en proyectos de economía agraria. Eso, poco a poco, en buena lógica, me llevó al medio ambiente y a la economía ambiental. Más tarde, la suma de economía mundial, ecología, medio ambiente, agricultura, me llevó al desarrollo sostenible y a trabajar con todo ese bagaje en América Latina, en los países más pobres, casi siempre con indígenas. Pero también me llevó a trabajar en programas europeos, con profesores de enorme reconocimiento, incluso en un instituto que dirigía un Max Planck como Weizsäcker. Eso sí, mi asignatura siempre fue la de estructura económica mundial. La empecé a impartir en octubre de 1980 y dí mi última clase en enero de 2019. Nunca dejé de impartirla. Y me gustaba porque, aparte de que siempre preferí la economía internacional que la española, me permitía ser el profesor que iniciaba en la metodología y la epistemología a los estudiantes jóvenes. La mundial es mi asignatura, casi mi pasión. La enseñé durante cuarenta años.

A.R.: Cambió mucho de opinión, ¿y de ideología?

D.M.R.: No me gusta el concepto de ideología. Es muy falso y muy poco preciso. Prefiero el de cosmovisión. Pero, para entendernos, yo siempre fui de izquiedas, desde muy joven. Nunca fui comunista, algo muy llamativo. Casi todos mis amigos y compañeros que tenían militancia, los de mi edad, eran del PCE. Yo siempre estuve más del lado del anarquismo. De hecho, hoy, con ya bastantes años, sigo siendo un anarquista un tanto light. De todos los teóricos clásicos que estudié, y creo ser un buen conocedor de casi todos, siempre me identifiqué con Kropotkin. Conozco muy bien su obra y su vida. Cuando estuve ante su sepulcro sentí una emoción similar a la que tienes cuando estás ante uno de los tuyos. Es difícil de explicar.

A.R.: Volvamos a la universidad de hoy. Hay una enorme polémica sobre si en la universidad se debe discutir cosas como la independencia, la monarquía, la guerra de Ucrania... Algunos partidos plantean que se debe introducir en los estatutos universitarios que se pueda y deba debatir temáticas de especial transcendencia.

D.M.R.: No sé muy bien qué es eso de especial transcedencia, pero lo supongo. Sé de qué me habla: de la propuesta de Bildu y Esquerra Republicana. Soy contrario. Un claustro universitario no es una tertulia de bar y en las aulas no se reproducen debates de parlamentos o de ayuntamientos. Si los tecnócratas de los ranking y las revistas de impacto atentan contra el saber, también lo hacen los doctrinarios. Vamos a ver, hagamos una mínima reflexión. Cuando no hay libertades es lógico que la universidad se convierta en centro de resistencia, como pasó en el franquismo. Ese no es el caso hoy. Pero entonces había varias razones. Se trataba de una minoría formada, una minoría pequeñísima, que veía lo que otros no veían. Pero también, tampoco hay que olvidarlo, era una minoría de buena clase, con capacidad adquisitiva, con buenas relaciones sociales, con menores riesgos que los que corrían los obreros por hacer lo mismo, sin cargas familiares y sin miedo a perder el trabajo. Lo mismo pasaba con algunos miembros de la iglesia. Además, los estudiantes y los curas tenían gran capacidad para hacerse oir en el mundo, sin que los tildaran fácilmente de agentes del comunismo, como hacían con los obreros. Como mucho, los tildaban de miembros de la conspiración judeomasónica, cosa que producía carcajadas en Europa y Estados Unidos.

A.R.: Pero las cosas han cambiado mucho.

D.M.R.: Por supuesto, pero quedan herencias que, aunque parezca absurdo, aún pesan. Algunos siguen viendo a la universidad como centros de subversión, donde todos son rojos. No hay nada más que ver la campaña permanente contra la facultad de políticas de la Complutense, por el mero hecho de que de ella salieron los primeros dirigentes de Podemos. Yo cursé en esa facultad el doctorado de antropología y no me parece de lo mejor pero tampoco es un nido de leninistas. Y, del otro lado, otros creen que la función de la universidad es crear movimientos políticos y ser focos de movilización. Todo eso hunde a la universidad, no mejora la política y hace preguntarse a los contribuyentes por el gasto en esa universidad. Le voy a contar una historia que tal vez conozca. En 1950 la Universidad de California despidió a Ernst Kantorowicz por negarse a realizar el juramento anticomunista que habían establecido. En su defensa, el prestigioso historiador argumentó que la universidad era un cuerpo místico, algo que llegara a América con la definición católica de la Universidad de Salamanca. Por eso, argumentaba, la universidad no es una organización que representa la opinión de sus miembros, sino una identidad incorpórea, permanente e immortal. ¿Se imagina que esta argumentación llegara al parlamento español y a nuestros ignorantes representantes, sean de derechas o de izquierdas?

A.R.: Estamos acabando, profesor, y me quedan tres preguntas. La primera: ¿es usted rico, un hombre de posibles?

D.M.R.: ¿Rico? ¡Por favor! Pude ganar mucho dinero. Por formación y por relaciones me hubiera sido fácil llegar a ser muy pudiente. Pero nunca me interesó. De hecho, hice muy poca consultoría y prácticamente nunca para entidades privadas. Viví siempre de lo que cobraba en la universidad y obtenía por investigaciones. Eso sí, siempre viví bien. No soy un cartujo aunque tampoco un despilfarrador. Hasta soy algo caprichoso en según qué asuntos. Si va usted a mi casa, a Argañosu, se va a encontrar una casona muy guapa, por sus formas, por su antigüedad, pero muy sencilla. Soy un hombre muy rural, de gustos simples en mi vida cotidiana. Pero, ahí está el pero, encontrará una biblioteca de ocho mil ejemplares, mil muy interesantes, en una de las antiguas cuadras. la de los caballos. También verá una discreta colección de arte, pintura, escultura, piezas antiguas... Tengo una costumbre muy curiosa: cuando me invitan a algún sitio y me pagan, que pocas veces me pagan, dedico ese pago a adquirir alguna pieza artística del lugar. Eso me permite tener cosas muy interesantes, no de gran relumbrón, claro, pero interesantes. ¡Claro que soy rico! Soy rico porque puedo gastar en cosas que no necesito. Dinero, lo que es dinero, tengo lo suficiente, que es más bien poco. Lo más aparente que tengo es un Saab descapotable de los ochenta. 

A.R.:  La segunda preguta será más fácil: ¿tiene usted discípulos?

D.M.R.: No lo sé, aunque tengo mi percepción. Ser discípulo es algo  que debe reconocer el que fue alumno, no una definición del profesor. Pero, en fin, creo que, al menos en parte, sí. No serán muchos pero, de serlo, hay más mujeres que hombres, Desde luego, por cada hombre bueno que tuve como alumno, tuve, como poco, a tres mujeres.

A.R.: La tercera pregunta nos lleva a algo manido, pero pertinente. ¿Abandona su vida laboral con satisfacción?

D.M.R.: Sí, y lo digo con total rotundidad. Trabajé en lo que más me gustaba, no encuentro mejor trabajo que el de ser profesor. Creo que lo hice razonablemente bien. Siempre nos preguntamos qué hariamos si volviéramos a nacer. Es una pregunta absurda porque conocemos la vida, con sus delicias y sus sinsabores. Pero, puestos a responder, yo volvería a ser profesor. Y, si me preguntaran por la disciplina que seguí, ya me lo pensaría más. Me hubiera gustado ser físico, pero también paleontólogo. Pero creo que no me importaría volver a ser economista. Es una ciencia, no exacta, evidentemente, pero con paradigmas fuertes, más de los que se piensan, y que ayuda a interpretar las luchas y los conflictos como ninguna otra.

A.R: Después de casi medio siglo en la universidad le pregunto: ¿qué es un buen profesor?

D.M.R.: Me pone en un aprieto. No lo sé, la verdad. Pero creo que es una persona que maneja bien su especialidad, su técnica, pero que, a la vez, sabe que forma parte de una gran corriente de pensamiento, que sabe que lo más actual es el clasicismo, que lo que muchos consideran inútil es imprescindible, que leer a los clásicos, sean Aristóteles, Hume, Smith o Kropotkin es lo que ayuda a vivir y a sobrevivir. Un buen profesor siempre tiene que formar heterodoxos, mujeres y hombres críticos, que sepan enfrentarse a los dilemas, y no tropa alienada ni cabezas de ganado de una macrogranja. 

A.R.: ¡Buf! Es que aquí nos despedimos por este día. Buenas noches, profesor.

D.M.R.: Buenas noches.



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