"Estados Unidos está en crisis pero seguirá siendo la primer potencia"


 

YOLANDA DOMÍNGUEZ: Seguimos analizando estos veinte años que pasaron desde el ataque a las Torres Gemelas del 11 de septiembre y que viene a coincidir con la salida de las tropas norteamericanas de Afganistán, la derrota occidental y el abandono a su suerte de la población afgana. Tenemos con nosotros a David Rivas, hoy jubilado, que fue profesor titular de estructura económica en la Universidad Autónoma de Madrid y que ya ha visitado esta emisora en alguna otra ocasión. Buenas noches, profesor Rivas.

David M. Rivas: Buenas noches. Es un placer volver a hablar con usted.

Y.D.: Lo primero, como hemos hecho con otros invitados, una pregunta obligada: ¿dónde estaba usted el 11 de septiembre de 2001? Hay fechas, hay momentos que quedan en la memoria muy grabados, a veces recordando hasta detalles nimios, la camiseta de quien estaba contigo, si había por allí un perro, qué canción estaba sonando... Son los hechos que marcan socialmente, trágicos o alegres, muy cercanos o no, el atentado de Atocha, la caída del muro de Berlín, el gol de Iniesta en Sudáfrica, la marea negra del Prestige... Para usted y los de su generación el 23F, la muerte de Franco, las primeras elecciones...

D.M.R.: Yo le podría contar dónde estaba y con quién cuando los americanos llegaron a la Luna, el atentado a Carrero Blanco, los fusilamientos del 75, hasta cuando la muerte de Juan XXIII, siendo yo muy niño. Y, ya en plan festivo, le puedo hablar de la jarra y el vaso de agua de Tip y Coll, de Massiel en Eurovisión, del robo del Real Madrid al Sporting... La memoria es un artefacto que funciona de forma muy rara y más rara aún cuando se refiere a algo colectivo, a algo que es histórico o que resulta serlo pasado un tiempo. Pero es posible que la fecha del 11 de septiembre de 2001 sí que sea muy especial porque, para unos de una manera y para otros de otra, fue el día en el que de verdad empezaba el siglo XXI, con nueve meses de retraso, después del corto siglo XX y de dos décadas de parálisis histórica.

Y.D.: ¿Cómo es eso de los siglos cortos y largos? ¿Los siglos no son todos de cien años? ¿Y qué quiere decir con esa figura tan extraña de la parálisis histórica?

D.M.R.: Los siglos son de cien años, es evidente, pero no deja de ser una convención para poder medir el tiempo. Cuando hablamos en términos históricos las cosas son muy diferentes. El XIX, por ejemplo, es muy largo porque no se reduce a cien años después de 1800, sino que empieza antes y acaba después: es el siglo de las revoluciones, que empiezan en Estados Unidos y Francia en el XVIII, de la era napoleónica en su mitad y de la era victoriana que abarca hasta la primera guerra mundial, ya en el XX. Ese XX es tan corto como sangriento, comenzando al acabar esa gran guerra y nacer la Unión Soviética y el imperio estadounidense, y acabando con la caída del muro de Berlín y el fin del orden bipolar. Entonces muchos se apuntaron a la tesis del fin de la historia, el fin de las contradicciones, un optimismo iluso elevado a categoría por Francis Fukuyama. Muchos, ante el pasmo de los liberales de vieja escuela y el desconcierto de los marxistas, creyeron en un mundo en paz regido por el libre mercado y organizado democráticamente, sin rivales ideológicos ni modelo socioeconómico alternativo. Así, en esta situación vivimos un tiempo casi ahistórico, caracterizado sólamente por la desregulación económica más atroz y despiada. Ni siquiera los gobiernos y las clases opulentas se preocupaban de algo tan evidente como la catástrofe ambiental. En el 2001 entró el siglo XXI, porque los siglos empiezan en el año 1. No hubo un año 0 en la historia, sino que, en nuestro cómputo, se pasó del 1 antes de Cristo al 1 después de Cristo, y las personas entramos en nuestro año 1 cuando llevamos vivas doce meses, no cuando nacemos. El caso es que el siglo XXI entró, en el sentido que yo empleo, en septiembre del primer año en vez de en enero.

Y.D.: Muy interesante el planteamiento y, conforme a eso, ¿dónde estaba David Rivas el martes de septiembre en el que nace el siglo XXI?

D.M.R.: Pues estaba en Villablino, en el norte de León. Era uno de los ponentes de las jornadas organizadas con la Fundación Sierra Pambley por el Comité Iberoamericano de Reservas de la Biosfera de la UNESCO, que habían empezado el día anterior. Tenía una conferencia el día 12 por la mañana sobre valoraciones económicas del paisaje y de los espacios protegidos y participaba en una mesa redonda esa tarde del 11 sobre la situación del Protocolo de Kioto, que se había firmado en 1997 pero que no entraría en vigor hasta 2005. Llegué por carretera desde Madrid en la idea de comer con los colegas pero llegué demasiado tarde y entré en un bar a tomar un pincho y una cerveza. Era un bar que estaba en una esquina que hacía curva y acababa de empezar el telediario de las tres. Con la boca abierta, las diez o doce personas que estábamos allí vimos el choque del primer avión con pocos minutos de diferencia y en directo el choque del segundo.

Y.D.: ¿Y cuáles fueron las reacciones?, ¿de intranquilidad, de vulnerabilidad?, ¿pensaron en que aquello era un cambio radical en el mundo?, ¿había miedo?

D.M.R.: No, nadie manifestaba esas sensaciones. Lo que más se apreciaba en todo el mundo era la sensación de que aquello no era verdad. Al principio parecía todo una película de esas de catástrofes. Tal vez, en principio, sin adivinar la envergadura de aquello en cuanto a muertos y heridos, no impresionaba demasiado a una sociedad habituada al terrorismo. Más tarde las cosas fueron cambiando. Incluso no faltaban comentarios sobre que ya era hora de que les tocara a los Estados Unidos probar su propia medicina, de que pagaran en casa por los sufrimientos que provocaban en todo el mundo. Hoy tal vez nadie quiera reconocer esto pero yo le aseguro que en aquel bar más de uno hablaba en esos términos. Y era gente corriente, trabajadores normales, castigados, eso sí, por las reconversiones industrial y minera, muy hastiados del modelo. No era ese pensamiento absurdo que tienen algunos occidentales, izquierdistas por lo general, de que si nos matan es porque algo habremos hecho. Era, sencillamente, buscar una explicación de justicia primitiva poco reflexiva, de visceralidad. Supongo que unas horas después nadie seguiría pensando así. Por lo que respecta a la actividad académica pues es fácil de imaginar. Aquella tarde no se cumplió el programa y la cena fue una discusión monográfica. Al día siguiente sí que tratamos de cumplir con lo previsto pero con el oido puesto en las noticias y con contínuas entradas y salidas de los asistentes. Tenga en cuenta que era un encuentro internacional con gran presencia de latinoamericanos, que saben muy bien del impacto que para ellos tiene cualquier situación excepcional en su poderoso vecino del norte.

Y.D.: Al margen de las sensaciones de cada uno, ya fuera en Villablino, donde usted se encontraba, o en Madrid, o en Buenos Aires, o en Tokio o, no digamos ya, en Nueva York, centro del mundo pero por un motivo distinto a los muchos que la hacían la gran capital de ese mundo desde años atrás..., ¿cuáles fueron las reacciones de la gente?

D.M.R.: Fue un golpe tremendo, una situación que nadie esperaba, lo que produjo, lógicamente, un enorme desasosiego, una sensación de estupefacción, de vacío. Lo más firme estaba en cuestión. Lo más firme no era sino el poder de los Estados Unidos, la superpotencia, la única que quedaba en pie, un país que nunca había sido atacado, resguardado como estaba por dos océanos. Y, de repente, sufría un ataque colosal en su mismo corazón financiero, político y militar. Unos terroristas, entre comillas, habían atacado al centro de negocios principal del mundo, a la sede principal de su estructura de defensa, tal vez a la misma Casa Blanca o al Capitolio.

Y.D.: ¿Por qué entre comillas?

D.M.R.: Lo entrecomillo porque aquello se veía, desde el principio, que no era una acción de las habituales, de las que conocíamos por todo el mundo. No era un asesinato de dos o tres policías, ni un envenenamiento en un andén del metro, ni tan siquiera una masacre como la de Hipercor. Nada tenía que ver con las acciones de ETA, o de los fascistas italianos, o de los mismos islamistas hasta entonces, ni siquiera con las más organizadas militarmente, como podían ser las palestinas o las irlandesas. Parecía evidente que detrás había una organización estatal o paraestatal, lo que daba aún más miedo porque podrían producirse ataques en otras partes del mundo, mucho más vulnerables que Nueva York, en Europa, por ejemplo. Al final, eso no sucedió porque el ataque estaba dirigido contra Estados Unidos y no tanto contra un Occidente en general. La estupefacción era tal que no tardaron en aparecer teorías conspirativas de todo tipo. A la gente le era muy difícil reconocer su vulnerabilidad y la debilidad de los aparentemente más fuertes.

Y.D.: Las versiones conspiranoicas fueron, como era de esperar, bastantes, pero, ¿ninguna tenía una base sobre la que sostenerse?

D.M.R.: Eso no lo sé. Las teorías conspirativas, que son tan viejas como la historia y que tienen como constante el hecho de que todo sucede por la acción de fuerzas ocultas, a veces están relacionadas o emparentadas con conspiraciones reales. Las conspiraciones existen, pero eso no implica que todo el devenir histórico sea fruto de una gran conspiración. Hay que tener en cuenta que la palabra conspiración, tal y como la empleamos en estas ocasiones, es de origen inglés y significa "unirse en secreto con el fin de efectuar un acto ilícito" y no el significado español de "unirse contra un superior o contra el soberano".​ Todos los conspiracionistas están cortados por el mismo patrón y fundamentan sus ideas en que las apariencias engañan, que las conspiraciones conducen la historia y que nada es fruto del azar, como explicara hace ya tiempo Frank P. Mintz. Frecuentemente hay detrás una visión pesimista del mundo, basada en que el enemigo siempre gana. Es sensacional la novela de Umberto Eco El péndulo de Foucault, una sátira sobre el conspiracionismo que abarca media historia de la humanidad, con los templarios, los cátaros, los illuminati, los masones, los rosacruces, los jesuitas... Mezcla magistralmente órdenes que existen o existieron, con sus ritos, con otras que inventa y que celebran ceremonias estrafalarias y enloquecidas. Esa mezcla es lo que da apariencia de verosimlitud a las teorías conspirativas. A veces es la propia racionalidad la que contribuye a la confusión, como explicó Graham Allison, precisamente con su teorema de la racionalidad. Lo que viene a decirnos Allison es que muchas teorías, incluyendo las conspirativas, se basan en el supuesto de expectativas racionales, en la premisa de que los individuos y los grupos responden a los acontecimientos con decisiones racionales, pero lo cierto es que no siempre actúan de manera racional. Es un teorema muy utilizado en el análisis microeconómico de la decisión. La corta historia de los Estados Unidos está salpicada de estas teorías, siendo seguramente la más importante y resistente la del asesinato de Kennedy. Pero hay conspiraciones igual de alocadas que fueron verificadas, como la urdida por la policía secreta zarista sobre los protocolos de Sión, un texto que alimentó el antisemitismo de casi toda Europa.

Y.D.: En otro programa de estos dedicados a los veinte años desde el ataque a las Torres Gemelas tuvimos un debate sobre las conspiraciones y una de las cuestiones más recurrentes era la de la caída física de las torres. Son bastantes, algunos ingenieros nada conspiranoicos, los que hablan de una voladura controlada.

D.M.R.: Sí, lo sé. Yo no tengo la necesaria formación técnica para defender o rebatir esa posibilidad, pero tengo una opinión general sobre las cosas. Podría ser cierto que se ordenara una demolición para evitar un derrumbe con peores consecuencias y no se quiso contar. Pero es que podría ser una decisión tomada como resultado de un sumatorio de chapuzas y fallos que no se querían admitir. Pero eso no implica necesariamente que todo el suceso fuera una conspiración gubernamental o de algún grupo de poder. Esto ya sucedió, por ejemplo, cuando se culpó al gobierno de Roosevelt del ataque japonés a Pearl Harbor. Hoy parece más que probado que los mecanismos de control del ejército norteamericano eran muy poco eficaces. Un corolario de la famosa navaja de Ockham nos dice que nunca debemos atribuir a una conspiración lo que, simplemente, puede deberse a la incompetencia.

Y.D.: Dejemos estos asuntos, aunque son muy interesantes y lo cierto es que levantan mucho polvo, con libros, películas, documentales, etcétera, que sigue mucha gente.

D.M.R.: Es que tienen mucho interés, aún cuando sólo sea por su misma naturaleza.

Y.D.: Lo que sí hubo es un antes y un después del 11S. ¿Cómo lo ve el profesor Rivas?

D.M.R.: El mundo amaneció el dia 12 como un lugar más peligroso, más inseguro, menos comprensible, ensombrecido por la incertidumbre, por el miedo. Eso era algo general pero particularmente visible en los estadounidenses, que exigen una respuesta rápida y contundente, sin parase en pamplinas democráticas ni en cuestiones tan prescindibles como el diálogo multicultural. La misma idea de progreso se ponía en cuestión, una idea muy norteamericana desde la posguerra, con esperanza en el futuro y la seguridad en que siempre existían vías de transición democrática, como había sucedido en Alemania y Japón en su día, o más tarde en España, Portugal o los antiguos países comunistas, e incluso en Vietnam a pesar de la derrota, tan dolorosa y humillante para Estados Unidos. Todo un país un tanto adicto a la guerra empezó a pedir una intervención, aunque nadie sabía dónde ni contra quién. El presidente Bush, al que se le veía por televisión con el gesto claro de un boxeador noqueado, dijo el mismo día 11, textualmente: "estamos en guerra, alguien tiene que pagar por esto". Alguien tenía que pagar por aquello, alguien. Había que responder, no sólo por venganza, sino para mantener una hegemonía puesta en entredicho. "No invadimos Irak ni vencimos a Sadam Husein para esto", pensaron en la Casa Blanca y en el Pentágono. El ejército más poderoso del mundo iba a recibir órdenes tajantes y en cuestión de horas para, lo dijo también Bush, perseguir a todas las naciones que ayudasen o cobijasen a los terroristas. Y anunciaba una campaña larga, una guerra, textual, "como nunca la habrán visto", una frase tremenda tras dos guerras mundiales, Corea, Vietnam, Irak.... Y la iban a empezar por el Afganistán de los talibanes, desde donde Al Qaeda había organizado los atentados. Estados Unidos decidió iniciar una huida hacia adelante hablando otra vez de exportar la democracia y el modelo liberal, cuando aún pesaban como una losa los genocidios de Ruanda y de los Balcanes. El historiador Arthur Schlesinger explica muy bien la clave de la doctrina Bush: abandonar la política de contención y disuasión, convirtiendo la guerra en una opción personal del presidente, no en un último recurso, como venía siendo desde Eisenhower. Bush pasaba de resguardar la paz a través de prevenir la guerra a hacerlo a través de la guerra preventiva, política que, en cierto modo, ya ensayara en Irak.

Y.D.: Pero en la operación de Irak no contó con el apoyo del resto del mundo, salvo con el Reino Unido y España, con Blair y Aznar, y esta vez sí.

D.M.R.: Es verdad, pero con matices. La Unión Europea lo que planteó fue una serie de medidas para resolver las causas del conflicto, que eran, básicamente, las condiciones de vida de la región, pero no apoyó una guerra. Sí dieron su apoyo total en el Consejo de Seguridad tanto China como Rusia y, precisamente, esa circunstancia debería haber alertado, si no al propio Bush, de cuyas capacidades cognitivas hay que dudar, sí a los altos mandos militares. Ante la posición de respaldo total de China y Rusia nadie en Estados Unidos se paró a pensar en que tal vez las dos estuvieran siguiendo el consejo de Napoleón: "nunca interrumpas a tu enemigo cuando está cometiendo un error".

Y.D.: Un error la intervención y un error no ver por dónde iban las intenciones de Rusia y de China.

D.M.R.: Es que los gobiernos norteamericanos se equivocan con estos dos países, especialmente en el caso de China, en lo mismo que se equivocan con el resto del mundo salvo con la Unión Europea. Tenga usted en cuenta lo que han cambiado las cosas en estos últimos veinte años. Por ejemplo, cuando derribaron las torres de Nueva York, China ni siquiera era miembro de la Organización Mundial de Comercio. Desde la época de Reagan creyeron que China, a medida que fuera incrementando su renta y su desarrollo y liberalizando la economía iría importando los valores democráticos. Es una situación paradójica: parecía haber más marxistas en Washington que en Pekín. Marx afirmaba que los cambios en la estructura económica determinaban cambios en la estructura politica, hasta el punto de hacerla saltar por los aires. El Partido Comunista Chino impulsó el cambio económico y no movió un ápice en estos veinte años su modelo político. Es más, permitió a Hong Kong seguir con su sistema más o menos británico pero reduciendo las libertades formales del liberalismo político. El asunto de Rusia tiene otras claves porque aquí nos encontramos ante una idea imperial más clásica, la que viene desde los zares y conservó el régimen comunista.

Y.D.: El ataque a Nueva York y al Pentágono unió mucho a los ciudadanos entorno a su gobierno, sintiendo una necesidad de hacer causa común contra el terrorismo, lo que dio fuerza a un Bush muy cuestionado desde las mismas elecciones, desde su reelección. Eso fue, precisamente, uno de los resultados que movilizan a los conspiranoicos.

D.M.R.: Es muy interesante al respecto la reflexión que hace, que hizo desde un primer momento, Krugman. Él dice que el terrorismo nunca fue la mayor amenaza para los Estados Unidos, sino su propia evolución política desde los gobiernos de los dos Bush, el padre y el hijo. Para el Nobel de economía el riesgo real ni era ni es un puñado de fanáticos de procedencias remotas sino la propia derecha política norteamericana. Eso lo dijo ya cuando sucedió el ataque a las torres y lo viene repitiendo desde entonces, sin ir más lejos hace dos o tres semanas en The New York Times. En este sentido, la unidad aquella no sería sino un mito que sería necesario destruir si los ciudadanos quieren entender la pésima situación, dice Krugman, en la que se encuentra la democracia estadounidense. Decía en ese artículo de hace unos días que cuando se produjeron los atentados el Partido Republicano ya no rera un partido normal y que su gobierno no buscó ninguna unidad nacional sino que encontró una oportunidad para obtener ventajas políticas. Atendiendo a esta argumentación, que a mí me parece muy acertada, el gobierno de Bush hizo de la ocupación una forma de recompensar a sus partidarios, una gran operación de clientelismo. Sin embargo, para lograr el objetivo de construir o reconstrir un país tenía que haber contado con las mentes más brillantes y formadas, de las que los Estados Unidos no están faltos precisamente. Pero hizo lo contrario. Después, tras el paréntesis de Obama, que resultó menos exitoso de lo que se suponía al principio, el gobierno de Trump mantuvo esa posición cínica y trató de desligitimar a la oposición y a los movimientos sociales contrarios a su política, aún muy vivos en el país. De la misma forma, hizo bandera de la unilateralidad en su agenda exterior, destrozando cuanto pudo y menospreciando a sus aliados e interlocutores más cercanos. Con mayor frecuencia de lo que pensamos, la literatura arroja una luz más intensa sobre nuestro mundo que los estudios económicos o políticos. Antes le recordaba El péndulo de Foucault de Umberto Eco. Pues Paul Auster, un profundo analista de la sociedad norteamericana, dice en La llama inmortal de Stephen Crane que los Estados Unidos siguen enzarzados en la guerra de secesión. Va todavía más allá en Un hombre en la oscuridad, ambientada en unos Estados Unidos envueltos en una guerra civil tras unas elecciones fraudulentas. Y se está referiendo a las del año 2000, cuando George W. Bush se hizo con Florida por quinientos votos, gracias a los oficios del gobernador del estado, que era su hermano Jeb. En este sentido, la intentona golpista del 6 de enero de este año no fue un suceso aislado o un berrinche de quien perdiera unas elecciones, sino un último paso de una deriva autoritaria con rasgos fascistas.

Y.D.: Pero esa intentona fracasó estrepitosamente.

D.M.R.: Veremos en qué para la cosa. El resultado del asalto al Capitolio habrá que juzgarlo con más perspectiva. En principio, algo importante, Trump y los suyos, en su delirio, creyeron que iban a contar con un pronunciamiento favorable por parte de algunos sectores militares, pero el ejército no se movió y los altos mandos hicieron una declaración solemne de lealtad constitucional. Algo así ya había pasado cuando el primer gobierno de Roosevelt y los militares respondieron de igual forma. Yo pensaba que el triunfo de Biden y de su vicepresidenta Harris iba a suponer un cambio radical, tanto económico como político, pero la retirada de Afganistán abre muchas incertidumbres. Además los movimientos del tipo del 6 de enero son de difícil predicción. Piense en el 23 de febrero español: fracasó militarmente, no hubo retroceso a una dictadura, pero introdujo cambios contrarreformistas, especialmente en el diseño del modelo territorial, pero también en el laboral y sindical, en la consolidación de una monarquía heredera de Franco y, cuando menos, cuestionada sobre su actitud frente al golpe... Los juicios por la intentona de Washington se están abriendo ahora, en medio de un desbarajuste internacional, un ejército humillado, un repunte inflacionario, un Trump que vuelve a envalentonarse... Ya no tengo tan claro que la deriva autoritaria se vaya a detener. Podríamos estar cerrando el círculo vicioso abierto hace veinte años. Ya decía el tango "que veinte años no es nada". Lo cambios derivados de aquel 11 de septiembre, cambios de carácter autoritario, se consolidaron en todo el mundo, situándose siempre la seguridad por encima de los más básicos principios democráticos. Miremos a los cambios legislativos, no sólo en Estados Unidos, sino también en el Reino Unido, en Francia, en España...

Y.D.: Pasaron veinte años, para muchos como un soplo, y, lejos de haberse solucionado las cosas, Estados Unidos y sus aliados se retiran de Afganistán. ¿Qué sucedió? ¿Cómo interpretamos ese abandono, esa huida, esa derrota o como queramos llamar a las cosas?

D.M.R.: La situación es muy compleja y para explicarla satisfactoriamente habría que tener un conocimiento amplísimo, económico, político, religioso, geoestratégico, militar... Yo no lo tengo. No voy a decir que soy lego en la materia pero sólo puedo aportar alguna que otra aproximación parcial. Sólo soy un profesor de economía, y ya en época jubilar, y algo sé de antropología o historia, pero nada más. Gran parte de mi visión del asunto es realmente una reflexión más o menos crítica de lo que leí o escuché a otros, añadiendo de mi cosecha poca cosa. Por desgracia no tengo las luces de los tertulianos de la televisión, a los que tanto envidio por su enciclopedismo.

Y.D.: Menos guasa, profesor Rivas, que yo he leído cosas suyas sobre estas cuestiones y que son de hace ya tiempo. Y cuarenta años impartiendo clase de estructura económica, economía internacional, desarrollo, no es media hora de tertulia. Algo preparamos para cada programa y por aquí tengo dos cosas suyas, precisamente de la mitad de este período del que hablamos: Ciclos económicos: prosperidad y depresión, de 2013, y Desarrollo, subdesarrollo y economías emergentes: interpretaciones para una nueva época, de 2014. Y ahí destripa y aventura, con esa claridad tan suya, unos cuantos extremos que hoy vemos cumplidos. 

D,.M.R.: Yo casi siempre me limito a ordenar y darle un sentido a lo que es evidente, tratando de hacer las cosas comprensibles. Mi metodología no es muy complicada.

Y.D.: Si usted lo dice... Pues interpretemos lo que sucedió en Afganistán.

D.M.R.: Por mucho que se haya repetido, no está de más dedicar unos segundos a la historia, desde muy atrás hasta la inmediatamente anterior a la invasión norteamericana. Hablamos de una tierra, porque sería impropio hablar de una nación en cualquier acepción que empleemos, que nunca fue dominada. No pudieron los persas de Ciro ni el gran guerrero aristotélico Alejandro Magno en el siglo III antes de Cristo, ni tampoco los árabes y los mongoles de la edad media, ni los otomanos en cuatro siglos, ni el refinado imperio británico en el XIX. Y, ya en la guerra fría, en el problema afgano fueron cambiando los actores pero repitiéndose los argumentos. Hace casi cincuenta años en los Estados Unidos pensaron que aquellos pueblos anclados en una cultura ancestral y unidos sólo por la religión podían ser unos peones en su guerra fría con la Unión Soviética. Cuando Moscú decidió enviar tropas para sostener al gobierno comunista de Kabul, que controlaba sólo una parte del país, los norteamericanos dotaron al islamismo de fuerza armada, activando un yihadismo que, tras la retirada soviética, se volvió contra ellos. Era un mosaico enorme y complejo, con Al Qaeda instalada pero con los talibanes como fuerza hegemónica entre la población. La Unión Soviética, es importante la cuestión, no perdió la guerra de Afganistán, sino que no pudo soportar el desgaste económico que suponía su intento de una modernización a la fuerza en un momento en el que su propio modelo ya estaba colapsando. Y algo parecido es lo que le iba a pasar, lo que le está pasando, a Estados Unidos. No obstante, los soviéticos aguantaron bastante tiempo, a pesar de sus propios problemas, del hundimiento del comunismo, actitud que, desde luego, no mantuvieron los norteamericanos. En el fondo, los afganos, la etnia pastún, que es la mayoritaria, son los que eran desde hace cuatro mil años e islamizados desde hace quince siglos. ¿Qué se pretendía?, ¿qué se sintieran ligados a un estado-nación con treinta años mal contados? Donde los soviéticos y los estadounidenses, occidentales aunque con diferencias, ven una lucha entre el progreso y el atraso atávico, los afganos ven un episodio más de una guerra milenaria entre tribus. De nuevo podemos acudir a la literatura para obtener luz, concretamente a Kipling y su extraordinario relato El hombre que pudo ser rey, del ya lejano 1888, ambientado en el país de los kafires, Kafiristán, hoy Afganistán. En la novela, llevada al cine por Huston con unos monstruos de la pantalla como Connery y Caine, se conjugan las costumbres tribales, la reencarnación de Alejandro Magno y toda la simbología universal que recoge la masonería, orden a la que Kipling pertenecía. El escritor angloindio escribe al empezar el texto: "hermano de un príncipe y camarada de un mendigo, siempre que este sea digno de amistad". Podemos disculpar a los soviéticos, pero ¿cómo es que los grandes entusiastas del poema If no leyeron nada más de Kipling?

Y.D.: Cuando la guerra fría, en sus útimos estertores, Afganistán fue eje de conflicto entre Estados Unidos y la Unión Soviética y ya entonces se discutía sobre cuál era la razón última para tener interés en aquella región. Eso volvió a plantearse años después, hace dos décadas, cuando la invasión de Bush. Allí no hay petróleo, como ocurría en Irak y Kuwait cuando el conflicto anterior y, salvo la posibilidad de que haya reservas de minerales hoy estratégicos, no se entienden muy bien las cosas.

D.M.R.: No se entienden porque padecemos un cortoplacismo atroz, una característica, por cierto, muy propia de la política de Estados Unidos. Para ser un imperio hay que saber ser imperio, lo que obliga a ver más allá de la inmediatez. Desde este punto de vista, sólo Roma, España y Gran Bretaña supieron ser imperios, cada uno a su modo pero los tres con visión a largo plazo. No en vano fueron imperios muy duraderos, dos siglos el más corto de los tres. Es verdad que no son tiempos ni circunstancias equiparables, pero si comparamos su duración con los cincuenta o sesenta años estadounidenses, en franco declive, o soviéticos, ya en la historia, nos hacemos una idea. No sé si Afganistán cuenta con tierras raras, materias primas vitales para los nuevos sectores económicos. Puede que sí, pero lo ignoro. El argumento del petróleo era ya muy pobre hace treinta años, siendo como es un recurso en retroceso en el nuevo modelo energético en el que ya estamos. De hecho, el gobierno de Pekín, el principal actor en este momento, está apostando como nunca lo hizo por la lucha contra el cambio climático. Pero es que en el siglo III antes de Cristo el petróleo de poco valía. Tampoco tenía Afganistán unas tierras fértiles como Egipto o Mesopotamia, ni enclaves marítimos estratégicos porque, sencillamente, no tiene mar. Lo mismo pasó en la edad media y hasta hace poco. ¿Por qué, entonces, se empecinaron en dominar esa región los griegos y los persas, los mongoles o los británicos? Salvo que busquemos simbolismos míticos, no parece haber explicación, pero la hay. Afganistán es el anillo que enlaza el centro y el sudeste asiáticos, es una vía comercial muy importante, no es una isla continental, como muchas veces se piensa. No en vano los norteamericanos proyectaron, ya en la década del sesenta, una enorme circunvalación, la ring road, con conexiones con los principales núcleos de población. Los rusos, en los años de intervención soviética, siguieron adelante con el proyecto y en este siglo XXI China ha retomado la iniciativa, vinculándola a su gran proyecto de la nueva ruta de la seda, que pretende llegar desde Pekín a Viena, idea que sería del gusto de Gengis Kan y de Tamerlán, las ancestrales bestias negras de los chinos. Por otra parte, el recurso más importante para un futuro ya cercano es el agua y Afganistán es la vía idónea para administrarla en toda la vasta región que va desde el mar Caspio hasta el lago Saiful Muluk, controlando las cabeceras de los grandes ríos del cercano oriente y de la península indostana. Si a eso unimos que desde el Tibet se controlan las cabeceras de los ríos del sudeste y seguimos pensando en China, tenemos un panorama muy completo.

Y.D.: ¿Cuál es la razón, si es que hay una, que explica el fracaso de la intervención en Afganistán?

D.M.R.: No hay una única razón, evidentemente, pero sí podemos atender a una clave de bóveda que, a mi juicio, explica bastante. Después de aplastar con gran rapidez al emirato de Daesh, Estados Unidos y sus aliados pensaron, con una lógica mecanicista, que el paso siguiente era sencillo: construir un estado de derecho y modernizar las estructuras sociales. La lógica respondía a lo que siempre recuerdan todos: el éxito del intervencionismo norteamericano en Alemania y Japón tras la segunda guerra mundial. Pero es que ese meritorio antecedente tenía un componente fundamental: Alemania y Japón eran estados desde tiempo atrás y, por destrozadas que estuvieran sus estructuras, mantuvieron las bases, en un caso por aceptación de la negra herencia hitleriana y en el otro con el mantenimiento de la monarquía imperial. El único trabajo, aunque costara, era educativo, de formación democrática. Es que la historia nos deja una lección que muchos occidentales siguen sin aprender, que la democracia no cuaja donde no hay previamente una administración fuerte y estable, aunque sus dimensiones sean pequeñas. Esto explica la dramática historia de América Latina, por ejemplo, donde hasta países de honda tradición democrática como Uruguay o Chile han pasado por regímenes traumáticos. Finlandia sería el ejemplo contrario, el de un paso muy rápido a la democracia, a una democracia muy estable, porque partía de una administración pequeña pero muy bien engrasada y limpia de corrupción. Las guerras mal resueltas, esa victoria sin paz, como nos resume Fernán Gómez al hablar del triunfo de Franco en Las bicicletas son para el verano, suelen incubar nuevas guerras. Recordemos a Keynes en Las consecuencias económicas de la paz, cuando vaticinó la segunda guerra a nada de terminarse la primera. La cosa parece muy prosaica y nada épica pero Afganistán necesitaba, alguien lo dijo, una burocracia antes que una democracia, es decir, tendido eléctrico y alcantarillas antes que urnas, recaudadores fiscales antes que educadores para la ciudadanía. Pero Estados Unidos decidió empezar la casa por el tejado, permitiendo y alentando la corrupción para apaciguar a las élites parasitarias, lo que llevó a la gente al campo talibán. Al respaldar a oligarcas, señores de la guerra, señoritos educados en occidente que regresaron para el reparto de un posible botín, minaron las estructuras que estaban creando y echaron a muchos en brazos de los talibanes. Seguramente, si se produjera el ataque a Nueva York a día de hoy, no se respondería con tanta ligereza tratando de construir un estado democrático moderno en una sociedad como la afgana. Pero es que, dando un paso más, vemos que tampoco los soviéticos consiguieron imponer su modelo, diferente al demoliberal pero también, en último término, de base judeocristiana. De hecho, en las sociedades islámicas no cuajaron los partidos comunistas ni en su época más floreciente, porque cuestiones como la clase social o el gobierno del proletariado les son ajenas. En cambio, los talibanes hablan otro lenguaje, el de la tradición y la creencia.

Y.D.: Por cierto, una pregunta terminológica, ¿usted prefiere hablar de los talibán o de los talibanes? Hay cierta discusión.

D.M.R.: Empleo indistintamente los dos términos pero prefiero diferenciar singular y plural conforme a las normas de la lengua en la que hablo o escribo, por lo que pluralizo como talibanes. Lo otro me parece un purismo tan absurdo como falso. Seguramente en pastún se pronuncia de otra forma y, desde luego, se escribe con otra grafía. Todo parte de un cierto complejo de culpabilidad: nos corrigen si decimos Ceilán o Camboya pero no nos obligan a decir England o Ellada en vez de Inglaterra o Grecia. Además, adaptar el término te permite hablar de régimen talibán, leyes talibanas, etcétera. Es sabido que la palabra  talibán es árabe, plural de talib, estudiante. El persa lo tomó del árabe y de ahí pasó al pastún, la lengua mayoritaria en Afganistán. Buscar un plural no es nuevo. Hace yá siglos, muchos, que se viene haciendo: muyahidines o fedayines, como serafines o querubines. Pero también hablamos de los espaguetis y los raviolis y no de los spaghetto y los raviolo. Además el término talibán hoy ya no se refiere estrictamente a los estudiantes, ni siquiera entre los afganos.

Y.D.: Dejando a un lado esta cuestión, lo cierto es que la retirada de Afganistán no pareció en absoluto una operación propia de la primer potencia del mundo. Hay quien ve en este hecho el último indicio, desde Vietnam y pasando por Irán, Panamá, Irak, de un declive e incluso el final de la hegemonía norteamericana y del modelo surgido tras la segunda guerra mundial.

D.M.R.: El modelo, entendiéndolo en sentido amplio, viene declinando desde su propio origen. Es como ese axiona de que el primer día de la vida es el primer paso hacia la muerte. Las dos guerras mundiales supusieron el triunfo de la democracia liberal y, con él, de la lógica de la intervención en nombre del progreso y de los derechos humanos. Pero las cosas pronto se torcieron. De la segunda guerra surgió el bloque comunista, otra enorme potencia económica y militar, que también propugnaba el intervencionismo en nombre de la revolución y del internacionalismo proletario. Admitiendo, que es mucho admitir, que los dirigentes de ambos bandos se creyeran su propio discurso, el conflicto estaba servido prácticamente desde la victoria de 1945. Por lo que respecta a Estados Unidos, que es lo que ahora nos convoca, no sabemos muy bien cuál puede ser el futuro a medio plazo. Evidentemente, la humillante y caótica huída de Afganistán pone sobre el tapete la posición estadounidense en el mundo, que aparece como vulnerable, cuando no estrictamente en decadencia. Veinte años después de los ataques del 11 de septiembre y diez después de su muerte, Bin Laden, enemigo de los talibanes, ha conseguido su objetivo: demostrar la vulnerabilidad de los Estados Unidos y obligarlos a retirar su ejército del oriente próximo. Una paciente y hábil guerrilla, con unos efectivos que los más exagerados cifran en, como mucho, 75.000 hombres, ha doblegado al mayor ejército y al país más rico del mundo. Eso abre una gran incógnita para muchos países que fian su seguridad en Estados Unidos, léase Taiwan, Ucrania, o Corea del Sur: ¿qué pasará si, respectivamente, China, Rusia o Corea del Norte mueven ficha frente a una potencia que ha salido corriendo con el rabo entre las patas ante el empuje de una pequeña fuerza irregular? Y no sólo eso: cabe preguntarse si los aliados de Estados Unidos seguirán manteniendo el mismo tipo de alianzas, basado en una cierta sumisión a cambio de protección y de que Washington corra con los gastos militares de la fiesta. De hecho, hemos presenciado algo que nunca se había producido en ningún otro conflicto: mientras la gran potencia salía como salía de Kabul, la Unión Europea mantenía su embajada. Cuando el último avión norteamericano despegó, de occidente sólo quedaba en Afganistán la delegación europea. Pero, por otra parte, la Unión Europea sigue sin tener dos elementos fundamentales que, siendo necesarios desde hace tiempo, se revelan imprescindibles a partir de ahora: una política común de defensa y una política común de migraciones. 

Y.D.: Decía, profesor, que los Estados Unidos no saben ser imperio y yo me hago una pregunta: ¿es posible que también se hayan cansado de serlo? Llevamos ya un tiempo, antes incluso de Trump, en el que Estados Unidos amenaza con dejar sin fondos a la OTAN, en dedicar su dinero de defensa sólo para sus fuerzas armadas, en obligar a Europa y a otros países a asumir más parte del coste de defensa...

D.M.R.: Algo de eso también hay. Los norteamericanos actúan con gran frecuencia con mucha altanería, incluso sin consultar a ninguno de sus aliados, como hicieron, precisamente, en Afganistán, decidiendo salir del país sin dar explicación ninguna, sin avisar. Pero también es verdad que están cansados de ser los porteros de discoteca de los ricos del mundo. Es verdad que Estados Unidos toma las decisiones, a veces pactadas con otros y otras veces a la brava, pero no deja también de ser verdad que pone la mayor parte de los fondos y, no lo olvidemos, los muertos. Con dinero y con sangre llevan décadas haciendo de gendarmes. Practicaron la guerra imperialista en medio mundo para controlar la energía, el petróleo, pero no sólo ellos tenían calefacción en sus casas, ni vacaciones todos los años, ni dos coches por familia, ni naranjas en verano y kilos de carne todos los días. Sin embargo, combatían mientras los beneficiarios de sus guerras, o de las de sus amigos israelíes, se manifestaban contra el imperialismo, llamándolos asesinos, olvidando, entre otras cosas, que los muertos estadounidenses son mayoritariamente negros e hispanos, las clases subalternas. Y ahora está pasando algo parecido: quienes los llamaban criminales por invadir Afganistán ahora los llaman desertores y cobardes por marchasrse. Y, en parte, ahí está la clave de la decisión de Biden. Él sabe que sus conciudadanos están cansados de la situación, una sensación que explotó mucho Trump durante cuatro años, y que, por eso, por muy mal que salgan las cosas en el plano internacional, un plano que el estadounidense medio no contempla, las elecciones al congreso de 2022 no peligran para los demócratas. El presidente asumió la tesis de hacer una política exterior para la clase media, propuesta por Jake Sullivan, consejero de seguridad nacional, dando por hecho que el balance resultaría positivo y que el coste de dejar tirada a tanta gente sería bajo. Por eso se produjo algo militarmente incomprensible: retirar primero al ejército y después a los civiles.

Y.D.: ¿Y saldrá bien esa política? Esa clase media, ese americano medio, también es muy sensible a la humillación que supone una huída en desbandada, porque esa es la imagen del ejército estadounidense de hoy y que nos revuerda a Vietnam o, más cercano en el tiempo, la toma de Mosul por los islamistas.

D.M.R.: No lo sé. Todo es posible. A corto plazo puede que la tesis de Sullivan sea buena y Biden salve las elecciones del año que viene, entre otras cosas porque a los republicanos, metidos en un laberinto complicado por una mala cabeza, como en el tango, no les va a dar tiempo a recomponer su estrategia en materia exterior. De todos modos, a mí esto me recuerda más a la crisis de Suez, la de 1956, que supuso el final de lo que quedaba del imperio británico, la pérdida de influencia de Francia en el mundo y la aceleración del proceso de descolonización de África. Biden ha lanzado el mensaje de que abandona una región de alto valor geoestratégico con la peregrina escusa de que no merecía la pena seguir allí porque los afganos eran incapaces de defender su propio país. Eso, además de demostrar su mala práctica de mimar a las élites corruptas y a los señores de la guerra, no es otra cosa que un reconocimiento de incompetencia. 

Y.D.: Volvemos, entonces, a lo que hablábamos antes, a lo que nos preguntábamos: este bofetón nos lleva al final de la era norteamericana, al inicio de la caída de un imperialismo surgido tras dos guerras mundiales?

D.M.R.: Repito siempre que tengo ocasión que la palabra imperialismo no me gusta nada. Es un concepto vacío que se pretende rellenar con cualquier cosa. Podría representar un período del XIX europeo y que tuvo mucho éxito como concepto por la difusión que de él hicieron los comunistas a través de un libro de Lenin, que es de lo peor de su producción, todo sea dicho. Pero, en fín, nos entendemos con la palabra, sabemos de lo que hablamos cuando la utilizamos. Lo que el gobierno norteamericano ha hecho es dar alas al totalitarismo, mostrar el deterioro del orden demoliberal, hoy cercado en Asia por la doble amenaza del autoritarismo chino y el integrismo islámico. Este último, en todas sus ramas, está hoy más firme en sus convicciones, mientras crece el prestigio de los sectores más extremistas. En el fondo, a estas facciones no les molesta que los occidentales no compartan sus valores, sino que odian aquello que los occidentales defienden: el conocimiento científico, la igualdad entre el hombre y la mujer, la laicidad... El problema, nuestro problema, es que ellos siguen pensando y actuando igual, mientras que en occidente se está cambiando. Hay algunas cuestiones que hablan por sí mismas: mientras los cañones sonaban en Afganistán, el país que ayudaba a los talibanes, Qatar, preparaba el Mundial de fútbol, sin ninguna protesta de ningún gobierno occidental. Goethe, tras la victoria de los revolucionarios franceses sobre Austria y Prusia en la batalla de Valmy, escribió aquello de "el viejo orden acaba de sucumbir. un mundo nuevo ha nacido hoy. yo estuve allí y lo vi". Pero también es Goethe quien añade que "lo que habéis heredado de vuestros padres, volvedlo a ganar a pulso o no será vuestro". Esa lección parece ser que la hemos olvidado y, desde luego, la ha olvidado Biden, que, de ser émulo de Roosevelt, a la primera de cambio resulta más parecido a Carter.

Y.D.: ¿Cómo ve el futuro, con esta retirada, las disensiones entre los aliados de siempre, el avance de China...? ¿Cuál es el futuro de Afganistán y de la región?

D.M.R.: Todo es muy confuso y seguramente se irá aclarando un tanto en los próximos meses. La mayor derrota para Estados Unidos no es la sufrida ante  los talibanes, sino la sufrida en el plano geopolítico, siendo evidente que Rusia y China, cada día más cercanos, están sustituyendo a Estados Unidos y Europa en zonas fronterizas como Afganistán, sin olvidar que están ya en el punto de mira países como Kazajistán o Tayikistán. La diplomacia de Pekín ya no oculta su cara militar y acaba de traducir al chino la doctrina de Monroe: Asia para los asiáticos. Además, Estados Unidos ha regalado una victoria estratégica a Pakistán en su confrontación y rivalidad con la India. De todas formas, la huída caótica de Afganistán no presagia necesariamente el declive global de Estados Unidos, como no sucedió en plena guerra fría cuando el desastre de Vietnam. Los equilibrios internacionales son inestables y Estados Unidos tiene aún mucho más poder estructural que sus principales rivales geopolíticos. China, que parece llamada a ser el relevo dominante, aún dista de situarse cerca de Estados Unidos. Acuérdese de La vida de Brian y aquello de "¿qué han hecho los romanos por nosotros?". China aún es un país, prácticamente una civilización, cerrado y ensímismado, no tiene mitología exportable, ni el pato Donald, ni John Wayne, ni hamburguesas, ni el desembarco de Normandía, ni Harvard, ni la quinta enmienda, ni Bruce Springsteen, ni las Harley... ¿Cuántos oyentes podrían dar el nombre de tres instrumentos musicales chinos, de un par de matemáticos o de poetas, el de un dirigente que no sea Mao o de una dinastía que no sea la Ming, el de un general o el de una soprano...? Por otra parte, China, siendo una potencia comercial, está aún mal insertada en las relaciones monetarias y financieras, mientras que está cambiando bruscamente su modelo energético. Además, las reformas que el régiumen chino precisa para sostener su crecimiento y, especialmente, un nuevo estilo de crecimiento, obligarán a una entrega de poder a la sociedad que hoy es improbable. Yo aún auguro un largo tiempo de hegemonía norteamericana. Todos los imperios y las grandes potencias pasaron y pasan por situaciones similares sin salir de su tiempo de apogeo. ¿Y qué pasará, concretamente, con Afganistán? No sería ninguna sorpresa su disgregación, en el contexto de una especie de guerra fría menos predecible que la anterior por ser multipolar y no bipolar, y que, de calentarse, me parece más probable en el horno de Taiwan que en el de Asia central.

Y.D.: Muchas gracias, profesor David Rivas. Seguiremos hablando de estos y otros asuntos. Habrá más tiempo.

D.M.R.: Encantado, buenas noches.

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