"El muro de Berlín cayó por una ensoñación consumista"
(RPA, 12-11-2019)
Alejandro Fonseca: Vamos
a empezar una vuelta por la historia, Arantza Margolles, que nos llevará a uno
de los momentos más relevantes de nuestro tiempo, especialmente en Europa pero
también en todo el mundo.
Arantza Margolles: Vamos
un poco con retraso porque, realmente, la efeméride fue el 9 de noviembre. Pero
hoy vamos a hablar de todo lo que supuso la caída del muro de Berlín, la última
tormenta sobre la vieja Europa. Sucedió tal semana como ésta pero de hace
treinta años. Las llamas del muro de Berlín derritieron el hielo de la guerra
fría y escoraron los destinos de millones de personas hacia occidente,
levantando el último adoquín de la playa del sueño soviético. Hoy tenemos, para
hablar de esto, una vez más, a David Rivas, economista y profesor ya jubilado
de la Universidad Autónoma de Madrid. Buenas tardes.
David M. Rivas: Buenas
tardes, Arantza, buenas tardes, Alejandro.
A.F.: La primera pregunta
es un tópico: ¿dónde estaba David Rivas el 9 de noviembre de 1989?
D.M.R.: Estaba en la
universidad. Ya se pueden ustedes suponer el impacto. Además, mi primer clase
tras la caída del muro fue de estructura económica mundial, muy dada a tratar
de estos asuntos. Hubo mucho barullo y yo veía, con cierta empatía, cómo los
estudiantes de las organizaciones izquierdistas, vinculados a Izquierda Unida y
más bien al PCE, estaban desconcertados, con unas caras en las que se veía una
sensación de que el mundo se les caía en Berlín. Sentí cierta empatía aunque
nunca compartí lo que Arantza Margolles llamó sueño soviético, pero eran mis alumnos y, además, lógicamente, los
más cercanos a mí en aquel momento tan neoliberal y del pelotazo económico como
paradigma.
A.F.: ¿Qué fue lo que
precipitó la caída del muro?
D.M.R.: Nada tiene una
única causa. En función de cuál sea nuestra visión del mundo, de qué tipo de
clase social vengas, de qué disciplina profeses, de dónde vivas…, haces más
hincapié en una razón o en otra. La caída del muro es un icono pero las cosas
ya venían rodadas desde hacía tiempo. Desde meses atrás, todos los miércoles
había manifestaciones en Leipzig bajo un lema muy repetido: Wir sind das volk. La razón más profunda
es que el modelo soviético, socialista, comunista…, la definición no es fácil,
había colapsado. Cuando digo que la definición es complicada lo hago
conscientemente. Así como el capitalismo es bastante fácil de caracterizar,
aunque haya variantes con diferencias notables, el otro modelo no lo es. Los
propios teóricos del modelo, incluso los dirigentes, no se ponen de acuerdo si
aquello era socialismo, comunismo, capitalismo en transición, socialismo
emergente… El caso es que Alemania era el eslabón más débil de la cadena. Tras
las intentonas de Hungría y Checoslovaquia, ahogadas por la Unión Soviética sin
miramiento ninguno, la RDA era el punto más flaco del sistema. Primero porque
eran alemanes, porque al otro lado tenían familia, amigos, relaciones. Y segundo,
muy importante, porque era la sociedad comunista más cercanas al escaparate, al
gran escaparate del capitalismo. Es que estaban a cincuenta metros del Berlín
occidental, veían su televisión, seguían sus series, sabían de sus mercados y
de su consumismo… Había un muro ideológico y político, la famosa cortina de acero de Churchill, pero el
muro físico lo tenían los berlineses, los alemanes. En mi opinión, hay un
detonante básico: el afán de entrar en la sociedad de consumo. A mi parecer no
hay tanto un sueño de libertades políticas y de democracia parlamentaria, sino
de ensoñación consumista. Era normal. Fíjense cómo en España se extendió la
plaga de los adosados, una verdadero horror ambiental y social, como reflejo de
las series de televisión norteamericanas. No hago un chiste, no, estoy hablando
muy en serio. Dicen los analistas de la época que ese deseo de consumismo
estaba muy presente entre las mujeres, que veían por los medios de comunicación
un modelo distinto de familia, de hogar, de trabajo, desde lo más frívolo a lo
más liberador. En el este de Alemania la familia seguía siendo tradicional,
pese a todos los cambios que el socialismo introdujo. Una alemana de la RDA de
1989 se parecía más a una alemana de 1930 que a una alemana de la RFA de ese
1989, pese a los esfuerzos igualitarios que el régimen hacía. Con los hombres
pasaría lo mismo, pero los estudiosos hacen hincapié en lo de las mujeres.
Supongo que se debería a que la publicidad occidental y sus modelos consumistas
y estéticos tenían como objetivo prioritario la mujer, no la mujer de los
países socialistas, sino la mujer en general, la de occidente también. Pero me
gustaría contar una anécdota, tal vez de cierta importancia.
A.F.: David Rivas nos
tiene acostumbrados a anécdotas muy interesantes y, por lo general, muy
ilustrativas. Es lo que tiene saber combinar lo diario con la reflexión
teórica.
D.M.R.: Yo hice el
doctorado en economía en los años ochenta y una de las asignaturas que elegí
fue Economía y planificación en la Unión
Soviética. Mi profesor era muy bueno, además de gran persona, Enrique
Palazuelos, un marxista, antiguo militante, creo recordar, del PTE. A parte de
sus exposiciones llevó a muchos invitados, todos de la línea y buenos
conocedores de lo que también se llamaba socialismo
realmente existente. Estoy hablando, creo recordar, de 1984. Estamos a
pocos minutos del derribo del muro y a una hora del colapso de la Unión
Soviética. Pues bien, ni uno solo de aquellos expertos nos contó nada de las
contradicciones del modelo ni, mucho menos, de que tenía las horas contadas.
Ninguno de aquellos profesores, cuarentones la mayoría, observaban ninguna
contradicción, ninguna disfunción. Aún recuerdo un artículo sobre el que
discutimos largo y tendido que era un despropósito incluso desde un punto de
vista marxista. Su autor era un tal Vikentiev, un economista soviético del que
nunca supe nada más. Seguramente Marx tendría razón: eran víctimas de la
ideología, en el sentido de visión falsa de la realidad. ¡Es que estábamos a
cinco años del derrumbe!
A.M.: Vamos a hacer un
inciso musical. Posiblemente la canción más conocida sobre el tiempo de la
caída del muro sea Wind of change, de
Scorpions, pero traemos una canción que no es muy conocida, aunque la melodía
seguramente sí. Está en ruso. Ya está sonando. ¿La reconoce el profesor Rivas?
D.M.R.: No la conocía y
no tengo ni idea de quien canta. Me parece muy de pachanga, pero es evidente
que se trata del himno de la URSS.
A.M. ¿Y cuál sería la
banda sonora de David Rivas del momento de la caída del muro de Berlín?
D.M.R.: No tengo banda
sonora de aquello. Evidentemente estaba la música de Scorpions, pero para mí no
tenía tanta importancia política. Voy a ser mucho más frívolo. Si algo recuerdo,
musicalmente hablando, de aquellos sucesos, es una noche de invierno en Gijón,
en el Escocia, mi refugio nocturno de entonces cuando estaba en Asturias. Suena
una canción que decía: “¿qué harías tú en caso de un ataque preventivo de la
URSS?”. No sé ni de qué grupo era.
Pero mi amigo Chenchu dijo, estoicamente y vaso en alto: “yo, seguir tomando
copas”.
A.M.: Sí que parece
frívolo cuando Europa se abría en canal.
D.M.R.: Pero que conste
que yo no fui el culpable del trauma. También oíamos a Nina Hagen, la oveja
negra de la RDA. En fin, hablemos en serio. Yo tengo unos cuantos amigos que
estudiaron en la Unión Soviética y en otros países socialistas y siempre
cuentan que fue muy impactante la canción de Europe The final countdown. Eso sí es una señal, un indicador. La URSS, y
sobre todo la población, la gente, tenía un gran sentimiento pacifista, temía
mucho por un holocausto nuclear. Por eso Reagan, inteligentemente, incrementó
exponencialmente los gastos militares. Incluso pergeñó aquello de la guerra de las estrellas. Eso obligaba a
la URSS a gastar más y más en defensa y poco en lo más perentorio. La
ciudadanía se empobrecía y, al mismo tiempo, se encorajinaba con la escalada
militar. Además, la URSS y sus países aliados sólo contaban con sus recursos,
que eran muchos pero no tantos como los que tenían los Estados Unidos en medio
mundo, particularmente en América Latina. Cuando, para rematar el asunto, llega
la catástrofe de Chernobil la suerte ya estaba echada. La Unión Soviética se
hunde de forma irremisible.
A.F.: El muro, David
Rivas, ¿impedía entrar o impedía salir?
D.M.R.: Impedía salir. Me
parece que discutir esto es absurdo. Yo sé lo que significa eso. Mi primer
pasaporte era el de mi madre. Éramos una familia muy de recorrer mundo y los
niños íbamos en el pasaporte de uno de los padres. En mi caso era el de mi madre.
Creo recordar que no podía entrar en treinta o cuarenta países,
mayoritariamente comunistas, salvo Cuba y Yugoslavia. A Cuba y a Yugoslavia sí
podíamos ir. Franco siempre vio a Tito y a Castro con otros ojos. Yo creo que
se identificaba un tanto con ellos. El caso es que no eran esos cuarenta gobiernos
los que no me dejaban entrar, no. Era el gobierno español el que no me dejaba
salir. Aquello era un muro a la inversa. El gobierno de Moscú me dejaría entrar
en Rusia pero el de Madrid me lo impedía. El segundo pasaporte que tuve, que ya
era a mi nombre, sólo me impedía entrar en Israel y en Mongolia Exterior. A mí
lo de Mongolia Exterior me hacía gracia, me sonaba a denominación de cuando los
romanos. Lo de no poder viajar a Israel no lo comprendía. Yo tenía 16 años.
Pero resulta que 1989 no fue el fin de la historia, como predicaba un Fukuyama
ebrio de capitalismo, sino el comienzo de un capítulo nuevo, con un montón de
muros físicos y mentales que tratan de impedir entrar. Es más, en este siglo
XXI que los neocapitalistas prometían tan feliz algunos partidos ganan
elecciones prometiendo levantar barreras, que es, ni más ni menos, que
destruyendo la democracia.
A.F.: ¿Se vivía de la
misma manera en todos los países del este, en todos los países comunistas?
D.M.R.: Estoy seguro que
eran sociedades distintas, por más que uniformadas por la supraestructura.
Hablamos de países muy diferentes: eslavos, latinos, germánicos, católicos,
ortodoxos, protestantes. No podían ser lo mismo Bulgaria, Croacia, Rumanía,
Chequia, Polonia o Lituania. Es más: son países marcados por el nazismo, unos
con población hostil y otros con población amigable a la bestia. No hablo de
los gobiernos, no, sino de la gente. Yo conocí esos países, y no todos, ya en
los finales de los setenta y principios de los ochenta. Poco sé entonces,
aunque tuve una mocina checa, Eva, que me convenció de casi todo pero no de lo
bueno que era el partido comunista.
A.M.: Cuente, cuente,
¡qué morbo!
D.M.R.: Yo tenía buenos
amigos, de ya chavales, que eran del PCE y de la UJC de Gijón. Organizaron un
viaje a Checoslovaquia y me apunté. Yo de aquella era un furibundo anarco con
ya evidentes tintes nacionalistas celtorros. Fue un viaje extraordinario, pese
a los tostones políticos que tuve que soportar. La comunicación era fácil porque
había mucha gente que hablaba español. América Latina era una de las
prioridades para el régimen. Por ejemplo, en la radio había una buena
programación en español, dirigida a América fundamentalmente. Había bastantes
cubanos en la programación. Lorca se encontraba en su lengua original, en
español, en cualquier librería, y no era difícil topar con personas que
recitaban a Alberti, a Neruda y a Hernández. Machado no tenía demasiada buena
prensa. Lo de Eva duró lo que duró aquello, aunque nos escribimos durante
tiempo y le envié parte de mi colección de jazz, una música que, aunque sonaba
en Praga, todavía era vista como decadente.
Ella me había regalado veinte o treinta discos de música clásica
extraordinarios, unas grabaciones en vinilo duro que aún suenan muy bien. A
veces pienso en ella y en mis discos de Coltrane y de Nina Simone. ¿Qué habrá
sido de su vida? Volví a Chequia años después. Praga es para mí la ciudad más
hermosa de Europa. Yo soy muy de aldea, muy simple. Los aldeanos somos muy
sensibles a la belleza y al contenido de las grandes ciudades, aunque andemos
por ellas sin cencerro. Madrid es una aldea grande, un pueblón, como La Pola
Siero pero en gordo. A Barcelona, que me gusta más, tampoco la veo como más
allá de Pravia pero a lo grande. Lisboa es mi ciudad, Berlín me encanta, Londres
es una maravilla y Nueva York el centro del mundo. Pero Praga te agarra el
corazón. Por cierto: hablamos de que aquello era el este cuando es la Europa
central.
A.F.: ¿Cómo era la Praga
de entonces?
D.M.R.: Sólo puedo
responder con la visión de un joven que sabía poco. Los setenta fueron muy
duros, con una enorme represión tras la asonada de 1968. Pero yo le hablo de
1978 o 1979. En las cervecerías se hablaba de todo y los mismos comunistas, los
de mi edad, no tenían miedo. Sí lo tenían los más viejos. Un miembro del
partido vino a Asturias el verano siguiente y participó en la romería de San
Bartolo, en Quintueles, en el concejo de Villaviciosa. Le hice una foto con una
vela al lado del Santísimo y me rogó que no se la pasara a nadie. La conservo
pero nunca se la dí a nadie. Nunca más supe de aquel hombre, muy simpático.
Creo recordar que se llamaba Sdeniek, andaría por los treinta y tantos y debía
ser algo así como un comisario político. Comió en casa, era el día de la
fiesta, y mi madre no recuerda a nadie capaz de comer tantos platos de fabada.
A.M.: Tal vez el paso fue
muy traumático, desde un modelo muy organizado hasta otro de libre opción.
D.M.R.: Todo cambio
político o social responde a una evolución histórica. Lo que pasó en Berlín y
luego en todo el modelo comunista fue una locura: en cinco años entraron en el
capitalismo. Y entraron sin los correctores internos que la socialdemocracia
impuso, entraron en la barbarie del capitalismo mafioso. Recuerdo una viñeta de
El Roto de aquellos días. Dos mujeres de pañuelo y ropa vieja, con pinta de
campesinas pobres, están vendiendo cosas sentadas en la calle. Una dice:
“parece ser que nunca conocimos de verdad el comunismo”. La otra responde: “y
qué rápidamente conocimos el capitalismo”. El mismo Gorbachev dijo que uno no
puede acostarse con un sistema económico y levantarse con otro por la mañana. Y
no es una anécdota que sea en esos países donde el fascismo tiene su mejor
madriguera.
A.F.: Vayamos a lo
económico del día de hoy: ¿sigue existiendo el muro?
D.M.R.: La brecha
económica existe, es cierto. Sigue habiendo una Alemania del este y una
Alemania del oeste. Pero hay que matizar, que matizar siempre es bueno. En
1991, cuando ya se hunde el socialismo soviético, la renta media de la Alemania
del oeste era de 23.000 euros, mientras que la de la Alemania de este era de
10.000. En este momento los lander
del oeste tienen una renta media de 43.000 euros y la de los lander del este es de 32.000. La brecha
es grande, sí, pero la renta del oeste se multiplicó por dos y la del este por
tres. También había en el oeste un 8 por ciento de paro y en el este un 16.
Ahora tienen un 5 en el oeste y un 7 en el este. Y ahora mi pregunta es la
siguiente: ¿cuál es la diferencia de renta y de paro entre Somió y El Natahoyo,
entre Vizcaya y Cádiz, entre Aravaca y Vallecas, entre Cataluña y Extremadura? Fue
más desigual el proceso de crecimiento en España que en Alemania. Sí tenía la
Alemania del este y, en general, los países socialistas, algo en común con los
países capitalistas más débiles: no había músculo social frente a las crisis
porque sus sindicatos eran una pantomima, un entramado obediente y sumiso. La
brecha sigue abierta y un reciente informe del propio gobierno alemán habla de
que aún falta una década para que la integración sea completa. Aún hay barreras
mentales. Por ejemplo, casi todos los nacidos en la RDA han viajado a varios lander del oeste, mientras que no llega
a la cuarta parte el conjunto de los nacidos en la RFA que hiciera el viaje
contrario.
A.F.: Una última
reflexión. ¿Qué significó la caída del muro? Un titular.
D.M.R.: Cerró el siglo XX
muchos años antes de lo previsto.
A.F.: Munchas gracias,
profesor Rivas. Buena tarde.