"Se ensañan con Scott por odio a Napoleón y a la revolución"


Daniel Bueno: Contamos esta tarde con David Rivas, profesor de economía, jubilado de la Autónoma de Madrid. Y no vamos a hablar de economía ni de la complicadísima situación del mundo. Vamos a hablar de cine. O vamos a hablar de historia. El profesor Rivas, cinéfilo desde que era muy joven, estuvo hace una semana en una discusión en estas ondas sobre la película Napoleón y fue discrepante de casi todos sus contertulios. Buenas tardes, profesor.

David M. Rivas: Buenas tardes.

D.B.: Este programa no es un programa cultural ni científico. Aquí hablamos de las cosas del día a día, no de cosas del corazón y del colorín, pero de lo cotidiano. Ir al cine es algo cotidiano, ¿verdad?

D.M.R.: Sí, desde luego. Yo me aficioné al cine con mis padres y todos los fines de semana de mi infancia y adolescencia están vinculados al cine. Cuando ya era más mayor había semanas en las que iba al cine tres días. Últimamente ya no voy tanto a las salas. Están en centros comerciales, lugares muy anodinos. A mi me gustaba ir al cine y tomar algo antes o después en un bar, o escuchar a cualquier grupo tocando en un café. Pero sigo yendo bastante al cine.

D.B.: ¿Qué le pareció el Napoleón de Ridley Scott?  

D.M.R.: La verdad es que no me gustó mucho. Esperaba más de la película. A veces se acelera tanto que no llegas a entender nada y otras veces es tan lenta que llega a ser pesada. Puede que la razón esté en que la película, realmente, dura casi cinco horas, quedando reducida a menos de dos. No sé si aguantaré cinco horas delante del televisor cuando se emita íntegramente pero podríamos ver otra película, tal vez muy distinta. No obstante, frente a la mayor parte de las críticas, la que ví en el cine me parece una buena película o, por lo menos, un buen intento. Tampoco mi juicio es ajeno a que Joaquin Phoenix es un actor que me gusta muy poco, que sobreactúa hasta lo insoportable, aunque brilla especialmente cuando muestra al Napoleón egoísta e infantil. Phoenix es como una estatua egipcia, hierática, con horror al vacío, con una reconcentrada transcendencia, con cara de estreñido, que mejora bastante en las escenas íntimas. Lo que me parece absurdo, que eso es lo que quise explicitar en ese debate al que usted se refería, es todo ese jolgorio que se montó sobre si tiene o no rigor histórico. Parece ser que hay 2.500 libros escritos sobre Napoleón. Eso significa que se publica uno por cada semana después de su muerte. ¿Todos son científicos? ¡Qué no habrá de especulación! Pues estamos en esto: ante una película. Echarse al monte porque las ficciones no sean rigurosas históricamente es una estupidez. Es eso, coger la escopeta y salir al monte a disparar a cualquier cosa que se mueva. Estamos hablando de una película, de una obra de ficción. Los historiadores, después de investigar y acumular datos, escriben y lo hacen tratando de hacernos asequibles términos viejos, un lenguaje que ya no es el nuestro. Por su parte, los autores de ficción hacen lo contrario, renombran un mundo pasado con palabras que son de nuestro presente. Scott es un director muy ambicioso, como demostró en El reino de los cielos, además de muy tozudo. No se para en nada, ni siquiera frente a la historia. Él aborda la figura de Napoleón de una manera un tanto insólita y con esa obstinación que pone en sus protagonistas. Hay gente que cree en Dios, incluso hay gente que cree en la contabilidad o en el Real Madrid, pero Scott cree en su cine. Scott trata de ser un director providencial, heraldo de la providencia. Tal vez en eso se parece a su personaje.

D.B.: Pero Scott manifiesta una gran antipatía hacia Napoleón.

D.M.R.: Eso parece pero yo no diría tanto. Me parece que Scott se pone estupendo o que quiere hacerse perdonar con ese final en el que nos cuenta que las guerras napoleónicas causaron tres millones de muertos en sólo diciséis años. Tal vez fueron más. No hizo balance de los muertos de las cruzadas en su película de templarios y de Tierra Santa. ¿Qué demuestra con eso? Que Balduino de Jerusalén es algo muy ajeno a nuestro mundo y que Napoleón está en nuestro presente, vivo y muy vivo. Napoleón, aún hoy, sigue siendo un personaje con admiradores y detractores pero, sobre todo, con personas a las que les cuesta definirse frente a él. Yo participo de esa visión confusa de Napoleón. Siempre lo visualizo como en un cuadro: el hombre en su silla y firme sobre los estribos, esa imagen de Jacques Louis David, que lleva en la punta de su sable el imperio mientras su caballo va cagando revolución francesa sobre los campos de Europa. Él, yá en Santa Elena, dijo que nadie le recordaría por sus sesenta victorias porque la derrota de Waterloo lo cubriría todo, pero que nadie olvidaría que dio el código civil a toda Europa, que quitó los privilegios a nobles y prelados, que dio la igualdad a los ciudadanos y que ningún país fue el mismo tras su paso. Y eso es verdad. El régimen napoleónico no se puede reducir al número de muertos. Con ese criterio juzgaríamos igual a Roma, a España o a Inglaterra, por no hablar del Japón de principios del XX o de la Iglesia. Con ese criterio, todas las películas históricas deberían acabar igual, con una estadística espeluznante de muertos, heridos, deportados, ciudades arrasadas... Además, el imperio es también la consolidación de la Francia revolucionaria y la exportación al mundo de la idea republicana. La película refleja bien esa idea cuando Napoleón abandona Elba y desembarca en Francia, donde los borbones han vuelto al trono: es el emperador pero también es la república y el general del ejército de la revolución. No se dirige a los soldados que envía el rey con un "disparen a su emperador" sino con un "disparad a vuestro comandante". Y los soldados, veteranos de mil batallas, que habían luchado por la república, se pusieron de su lado. Eran los hombres de Valmy y de Austerlitz. Es paradójico, sí, pero Napoleón nunca dejó de ser un republicano. Al menos eso me parece a mí. Pero eso sigue levantando polvareda histórica, aunque no el rechazo de los franceses, que son, por razones más que evidentes, incapaces de distanciarse de su fascinante figura.

D.B.: Eso nos lleva al hombre providencial, al individuo capaz de cambiar el rumbo de la historia.

D.M.R.: Esa es una corriente de pensamiento muy propia del XIX y de algunos movimientos del XX, particularmente de los fascismos. No olvidemos que Thomas Carlyle llegó a afirmar que la historia del mundo era la biografía de los grandes hombres. Tras su muerte para muchos fue un liberal y un modernizador, mientras que para otros muchos fue un tirano y un megalómano. Seguramente es todo eso a un tiempo y más cosas. Se le ha comparado con Hitler, con Stalin, con Mao, con todos los autócratas que vinieron después. Se puede hacer un paralelismo por su crueldad y su egolatría, además de por provocar desolación y miedo. Pero, puestos a dar cifras, los tres millones de muertos de los que habla Scott son una mínima parte de los que podemos apuntar en la biografía de los otros, por no decir que Napoleón causó ese horror en guerras entre países mientras que los demás masacraron a su propio pueblo. La muerte es igual de terrible si pensamos en cada una de las víctimas, pero no es lo mismo un caso que otro política e históricamente. Y dejé a un lado al dictador que tal vez se parezca más a Napoleón, que fue Mussolini, bastante menos cruel que Hitler, Stalin o Mao y con un cesarismo melodramático un tanto al estilo de Bonaparte. Aunque hacer paralelismos es siempre complicado, incluso peligroso, Napoleón se parece en algo a Julio César: desde joven quiso ser importante pero fueron sus enemigos los que lo empujaron a la autocracia y al imperio. Eso sí, como cuenta bien Scott, es un hombre con una ambición desmedida del que hace un retrato que oscila entre la alucinación y la sordidez.

D.B.: ¿Puede una sola persona cambiar la historia?

D.M.R.: No lo sé, eso a mí se me escapa. Pero si Gengis Khan no hubiera nacido la mitad de Asia central habría vivido más tiempo. Y si Pelayo y Alfonso II no hubieran existido yo no estaría hablando con usted. Es obvio que una persona puede condicionar la historia aunque no llegue a determinarla. Mire, le voy a hablar de algo que no es anecdótico. En 1792 tuvo lugar la batalla de Valmy. Allí los revolucionarios franceses pararon a las tropas monárquicas de toda Europa que marchaban, creían que victoriosamente, hacia París. Un joven Napoleón andaba por allí. Era un soldado republicano. Goethe estaba presente, empotrado, diríamos hoy, en las líneas prusianas. Y escribió que allí empezaba una nueva era y que incluso los derrotados podrían decir que habían estado presentes en su nacimiento. En cambio, frente a lo que nos cuenta Scott, Napoleón no estuvo presenciando la ejecución de Luis XVI y de María Antonieta. Esa licencia es un poco absurda porque no aporta nada a la película.

D.B.: ¿Es posible que la coyuntura en la que estamos nos haga ver una película como Napoleón como algo cargado de política?

D.M.R.: Pues seguramente sí. Pero hay una cosa que me gustaría recalcar: ninguna película sobre Napoleón dejó de tener problemas. Siempre se armó la del demonio. Acordémonos de la película de Sergei Bondarchuk, una ruina de taquilla. ¿Por qué? Porque Napoleón, doscientos años después, es el gran europeo, para lo bueno y para lo malo. Tal vez Los duelistas fue algo distinto, pero no gran cosa. Ni siquiera Kubrick obtuvo financiación para un proyecto sobre el emperador. 

D.B: ¿Usted cree que la película de Scott es una película antibelicista?

D.M.R.: Sí. Aunque todo lo ocupe la figura de Napoleón está en la línea de Johnny cogió su fusil, La cruz de hierro, El puente, Senderos de gloria, Salvar al soldado Ryan... Scott nos presenta la guerra como lo que es, un error y una tragedia, y en ese contexto nos ofrece un Napoleón que, si no es un  monstruo exactamente, sí que es una pieza dominante de ese juego macabro.

D.B.: ¿Y Josefina?

D.M.R.: Josefina es Napoleón. No hablo de la película. Hablo de la historia. Después de su amor juvenil con Désirée, Josefina es el gran amor de Napoleón. Él llega incluso a imponer, digamos que sugerir, que las logias masónicas francesas lleven el nombre de Josefina. Una de ellas fue la que José I montó en el palacio real de Madrid. José I Bonaparte seguramente habría sido un rey extraordinario para España. Era un republicano de la línea más democrática y más ilustrado que su hermano. Y, de paso, hubiera echado a la cuneta a una dinastía nefanda como es la de los borbones.

D.B.: Esa dinastía aún reina.

D.M.R.: A mí Felipe VI me cae bien, mucho más que su padre. Pero la dinastía es la peor de Europa. No es mi simple opinión, sino que con leer cuatro libros de historia queda claro. Traidores, felones, ladrones... No hay un Borbón que se salve. Fueron diez, el actual es el undécimo, y ninguno es presentable en sociedad. Tal vez se salve Luis I, al que se llevó la viruela sin llegar a reinar un año.   

D.B.: ¿No cree que Josefina le habría proporcionado a Scott mejor material como protagonista?

D.M.R.: Bueno, ella es lo más fascinante de Napoleón Bonaparte. Sin ella, sería todo más aburrido. Ella era graciosa, con glamour, mientras que él era un hombre poderoso, pero más bien soso y antipático. Es proverbial la frase esa de "es triste que un hombre tan poderoso tenga tan poca educación". Napoleón, un típico pueblerino dominado por su madre, estaba cautivado por el estilo y el refinamiento de Josefina. Eso Scott lo refleja bien, sin recrearse en lo sexual, cosa que también es de agradecer. Por cierto: una de las mejores figuras de la película es Hippolyte Charles, el amante de Josefina. Scott le da mucho papel, cuando pasa de refilón por grandes mariscales. Pero es que el husar desató los celos de Napoleón. Y no sólo eso: tuvo contratos fraudulentos con el ejército que salpicaron a Napoleón, quien tenía la honradez como blasón, con ese punto de puritanismo propio de los revolucionarios.

D.B.: A veces Scott nos presenta un Napoleón que es medio tonto.

D.M.R.: Sí, a veces parece eso. Posiblemente fuera un poco infantil, una característica que suelen tener los megalómanos. Pero no era idiota, ni mucho menos. Sus anotaciones a la obra de Maquiavelo nos hablan de un hombre con cierto nivel cultural pero no era un ilustrado. Tampoco tenía el refinamiento de alguno de sus mariscales ni la inteligencia política de otros contemporáneos. A mi juicio, Napoleón es, ante todo, un soldado, aunque un soldado con enorme sentido común y mentalidad campesina. Todo parece indicar que la batalla de Waterloo la pierde por no hacer caso a su instinto, a su sentido común. Tal vez le pudo su soberbia, la misma que le llevó al desastre de Rusia. Soy de la idea de que menospreció a los eslavos, cosa que repetiría Hitler un siglo después. La soberbia, desde los tiempos más antiguos, suele llevar a la derrota, como ya nos dicen Tucídides cuando escribe sobre la guerra del Poloponeso y Polibio cuando hace lo propio sobre las guerras púnicas. Incluso la batalla de Lepanto la perdieron los turcos porque el almirante osmanlí infravaloró al enemigo y menospreció la inteligencia militar de Juan de Austria. Y no hablemos de la guerra de Vietnam, donde la gran potencia norteamericana sucumbió ante unos campesinos con poca formación dirigidos por un poeta. 

D.B.: Las escenas de Waterloo son muy discutidas por los historiadores.

D.M.R.: A mi, lo vuelvo a decir, me da igual lo que digan los historiadores. Es verdad que Napoleón no encabezó ninguna carga de caballería en la batalla. Es más, tuvo un enorme problema de hemorroides, lo que lo incapacitaba bastante para montar a caballo. Pero sí cabalgó con sus dragones en otras batallas, en episodios heroicos como los de Lodi y Arcode. Además él era un artillero. No sabía mucho de caballería pero sí de cañones. No venía de la nobleza. Los artilleros eran la clase baja de la milicia. Alguien dijo que era Alejandro Magno con cañones. Era un corso de raigambre nacionalista. Nunca habló bien el francés. Y era un hombre muy valiente, incluso un tanto temerario.

D.B.: ¿No hablaba bien francés?

D.M.R.: No. Hablaba corso y tenía un francés lleno de italianismos. Pronunciaba muy mal y sólo dominaba, con problemas, cuatro vocales de las ocho que tiene el francés. Se sabe que le gustaba pasear por las tiendas de campaña de sus soldados buscando corsos, con los que se sentaba a hablar. El oficial inglés que lo custodiaba en Santa Elena afirmó que en sus últimos días hablaba en una lengua que "no era francés". 

D.B.: ¿Y la entrevista con Wellington antes de la batalla?

D.M.R.: Napoleón y Wellington nunca se vieron. Pero tal vez esa conversación inventada es de lo mejor de la película. Puede que Wellington sea un alter ego de Scott, irónico, escéptico, británicamente mordaz. La escena nos lleva a una realidad: nunca la clase alta inglesa se vio atrapada por la figura de Napoleón, arrolladora y carismática, como tampoco se vería cuando Hitler. Eso no quiere decir que no hubiera bonapartistas, pocos, y nazis, bastantes más. A mí me parece que en esa conversación que nunca existió se encuentra el juicio histórico de Scott.

D.B.: Hablaba antes del fracaso de la campaña de Rusia. ¿Venció a Napoleón el general Invierno?

D.M.R.: Sí, pero no sólo fue el general Invierno sino también el general Pueblo. Los rusos son un pueblo con gran capacidad de sacrificio. Puede que muchos otros pueblos también lo sean pero lo de Rusia en el XIX y XX y en lo que llevamos del XXI es evidente. Tolstoi lo refleja muy bien en Guerra y paz. Puede que la idea para su gran novela, que es de 1869, le surgiera cuando visitó la tumba de Napoleón y se escandalizó al ver entre las victorias del corso la de Borodino, que fue, realmente, la herida de muerte de su Grande Armée. Tolstoi, en el conocido comienzo de la obra, nos habla de la ley de la coincidencia causal, una acumulación de factores que acabaron empujando a Napoleón a la desastrosa invasión de Rusia, escribiendo aquello de que incluso un rey es un "esclavo de la historia".

D.B.: Hay un gran debate sobre el olvido completo de la guerra de España, otro de los descalabros de Napoleón.

D.M.R.: El mismo Napoleón decía en Santa Elena que lo de España había sido su gran error militar pero que tenía sobradas razones políticas. Para él España era un todo homogéneo, atrasado y clerical, la antítesis de cualquier ideal ilustrado. Confundió las cosas. Su juicio sobre los borbones y sobre la Iglesia es certero pero desconocía el poder tradicional de los viejos reinos. No fue consciente de que por debajo de un estado centralista sobrevivía la antigua confederación de pueblos, con tradiciones medievales democratizadas. Creyó que las provincias, de inspiración francesa, eran como las provincias francesas. Y se encontró, por ejemplo, con una Asturias que le declara la guerra, que forma un ejército y que consigue una alianza con Inglaterra. También, como en Rusia, minusvaloró al pueblo. Tampoco pensó en que los ilustrados, muy en línea con la revolución francesa, lo iban a ver como un rey invasor y no como un libertador. De todos modos, ha aflorado un españolismo impresentable, muy a la moda derechista del momento, que está ensañándose con la película con banalidades como que no aparece Goya, el pintor de la represión napoleónica. Pero, en fin, tampoco se habla en la película de los portugueses, fundamentales en la derrota francesa, ni de las ciudades holandesas que burlaron el bloqueo naval al que estaba sometida Inglaterra. Estamos ante unas críticas absurdas, basadas en resaltar, no los errores de lo que se cuenta, sino todas las cosas que Scott no aborda y que debería abordar según unos cuantos grandes directores de cine. Leí hace unos días a un tal Manuel Vilas en un periódico madrileño. Decía que la película es mala, un tostón, sin ritmo, ridícula, vacía. Al final resultaba que la crítica se fundamentaba en que le habían cedido a Scott una sala del Prado para presentarla, cuando no mencionaba nada de España ni de Goya, lo que, a su juicio, era denigrante para la cultura española y para la inteligencia universal. ¡Buf! Y acababa aconsejando no ir a ver la película y gastar los diez euros en una entrada para El Prado. Buen consejo para madrileños. A mí me costaría diez euros de entrada, cien de ida y vuelta en tren y cien de hotel. Yo le aconsejaría al columnista que se gaste diez euros en visitar el Museo Nacional de Tokio, que tampoco aparece en la película de Scott.

D.B.: Ese olvido de la campaña en España a usted no le parece importante.

D.M.R.: Ni me lo parece ni me lo deja de parecer. Supongo que estos críticos de piel tan fina se indignarán con los anacronismos del Braveheart de Mel Gibson, por no hablar de Lo que el viento se llevó de Victor Fleming. Es más, si revisan la película El Cid, de Anthony Mann, se echarán las manos a la cabeza. Nada se dice en la película de las rebeliones de Asturias, ni de un Cid mercenario del rey musulmán de Zaragoza, combatiendo a los cristianos aragoneses, ni del héroe castellano que quema vivo al cadí de Valencia sólo por capricho. ¿Y por qué debería el director fijarse en eso? ¿Porque fueron sucesos reales? Pues no: es cine, es creación, no es una tesis doctoral. Y no entro en la película Sangre de mayo, encargada por Esperanza Aguirre para hacer un patriotismo castizo y pachanguero, y que ni siquiera llegó a los 150.000 espectadores en todo el reino. Claro que José Luis Garci no es, ni por asomos, Ridley Scott. Ciertos críticos españoles se ensañan con Scott por una simple razón: su odio a Napoleón y a la revolución francesa.

D.B.: ¿Todo a la vez?

D.M.R.: Sí porque, al margen del autoritarismo del personaje, Napoleón encarna el espíritu de la revolución. Hombres de la talla de Goethe. Beethoven, Tolstoi, Xovellanos o Mill, claramente opuestos a Napoleón, nunca dejaron de tener una admiración por él. El mismo Marx creía que con su "Dieciocho brumario de Luis Bonaparte" iba a contribuir a eliminar un tópico como el cesarismo, con aquello de que la historia repite como comedia lo que era un drama. Y resultó que, casi sin darse cuenta, rindió tributo a Napoleón.

D.B.: Se ha criticado también la visión de la batalla de Austerlitz.

D.M.R.: Es una exageración excesiva. Tiene una enorme fuerza cinematográfica pero es demasiado irreal. Esa masacre entre el hielo sería más propio de la batalla del lago Peipus, allá por 1242, donde Nevski zurró pero bien a los caballeros teutónicos. No obstante, es cierto que las campañas napoleónicas coincidieron con una etapa muy fría, una pequeña glaciación. La invasión de Rusia fue terrible, muy mortífera para los franceses, pero empezó en el mes de junio, cuando despuntaba el verano. Lo mismo le pasó al ejército de Ney en Asturias. Tuvo que detenerse por la nieve en los puertos de la cordillera, en el alto Nalón. Y era el mes de mayo. Lo mismo, pero al revés, pasó cuando la revolución de 1934 y en los mismos lugares. Aquel octubre fue seco y con temperaturas altas, lo que impidió a los revolucionarios asturianos cortar totalmente los pasos desde la meseta. Contaban con la lluvia y las primeras nieves, pero no llegaron. Las tropas que Franco mandaba desde Madrid, particularmente las coloniales marroquíes, llegaron a Oviedo con facilidad. Se estudia poco el clima cuando se analizan los episodios bélicos.

D.B.: Usted justifica las inexactitudes históricas de Scott.

D.M.R.: Sí, porque es un creador, no un profesor de historia. Si algo le podría criticar es su mal tratamiento de la campaña de Egipto, precisamente porque ese episodio daría mucho juego para un artista. De mano, lo del cañonazo a la esfinge y a la pirámide es una licencia absurda. La batalla del Nilo fue muy lejos de las pirámides. En cambio, la escena en que Napoleón acerca la oreja a la boca de una momia es muy acertada. Me extrañó que Scott, muy dado al ritualismo, no explotara como recurso la noche que Napoleón pasó, en soledad, en la cámara real de la gran pirámide. De allí salió por la mañana y los presentes lo notaron cambiado, tal vez osirificado, consciente de su destino, que no era otra cosa que su terca voluntad. Bonaparte inauguró nuestra curiosidad por el antiguo Egipto. Nunca hubiera cañoneado las pirámides. Tenía demasiado respeto por aquella antigua civilización, un temor reverencial a los grandes maestros, a los grandes iniciados.

D.B.: Él mismo sabía de esos asuntos.

D.M.R.: Sí, aunque nunca escribió sobre ello. Pero su arco del triunfo de París está cargado de simbología. Se lo dedicó a sus soldados, esos que, decía, llevaban en el petate el bastón de mariscal. Tras la batalla de Austerlitz prometió a sus hombres que volverían a casa "bajo arcos triunfales". Está inspirado en el arco de Tito y podemos ver en él un evidente componente esotérico. 

D.B.: Total: la película no le gustó mucho pero no comparte las críticas historicistas.

D.M.R.: Es una conclusión muy atinada. La película no es que sea mala sino que decepciona bastante. El espectador esperaba más del director y del personaje central. Si se hubiera titulado "Josefina" tal vez fuera más exitosa. De todos modos, precisamente la histeria de los críticos es la mejor publicidad posible.

D.B.: Lo vamos a dejar aquí, profesor. Muchas gracias por su colaboración. Nos vemos en el cine.

D.M.R.: Muy bien. Allí nos veremos.

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