Mejor imposible. Tebeos y cine fantástico en el franquismo


Presentación de Chus Parrado

Buenas tardes y bienvenidos un día más a Peor... ¡imposible!. Hoy vamos a poner una película que es un tanto especial: La muerte se llama Miriam. Ya su director, Eugenio Martín, nos mostró su saber hacer cuando el miércoles pusimos una película sorpresa. La de hoy yo la ví por primera vez hace cuarenta años, cuando era un venteañero. Lo pasé como los indios y la recordaba perfectamente. Entonces, seguramente en mi ignorancia, la película me parecía la aventura de un agente secreto, pero medieval, y me recordaba a los tebeos que yo leía en mi infancia, los de aquellos héroes de capa y espada. Es un hombre con una misión que cumplir, hay también un villano, en un ambiente que nos puede recordar el medievo español, pero con agentes secretos al estilo moderno. El argumento es el combate entre varios grupos por hacerse con una extraña arma de guerra en la época de los Reyes Católicos. Es una película que bebe directamente del cómic europeo, de los años anteriores a la llegada del cómic norteamericano. Aquí, debido a la censura, se lo llamaba novela gráfica para adultos, en un tiempo en el que la dictadura proscribió la fantasía en los tebeos. Esta persecución supuso la desaparición de gran parte de las editoriales españolas de tebeos. Y así anduvimos hasta que en 1969 aparece Vértice y comienzan los Marvel a circular.

Esa cultura de un nuevo cómic en los años sesenta no se explica sin el cambio de ciclo de finales del cincuenta. Aquello fue, como digo, un cambio de ciclo, no sólo un cambio de gobierno. Aquello significó un cambio en las costumbres, en la forma de ver el mundo, tal vez el principio del fin del franquismo. Para hablarnos de esos cambios que dieron origen a lo que luego se llamó desarrollismo, contamos con David Rivas, un gran conocedor de la historia económica española, y también amante del cine y de los tebeos. Seguramente muchos de ustedes ya lo conocerán de otras cuestiones y de otras ocasiones. Es profesor titular de estructura económica y, además, forma parte del equipo coordinador de este festival desde hace ya tiempo. Queda con ustedes.

Exposición de David M. Rivas

Buenas tardes y gracias, Chus Parrado, por la presentación y por contar conmigo una vez más en Peor... ¡imposible!. Vamos a hacer un recorrido por el cambio político y económico de finales de los cincuenta y primeros de los sesenta, un cambio que va a influir en el cine y en el cómic, especialmente en el de género fantástico. Pero también la evolución de ese cine y ese cómic, como en general la evolución de otros muchos aspectos culturales, va a empujar hacia más cambios, abriendo grietas y mostrando las contradicciones de un modelo político que ya colapsaba en aquellos años, aunque todavía iba a aguntar diez o doce más.

Si tuviera que poner un título a mi intervención, tal vez le pusiera un mejor imposible. Es, evidentemente, un pequeño homenaje a este festival de cine, Peor... ¡imposible!, tras una meritoria trayectoria de 23 años. Y es que el género fantástico en España, con notables antecedentes pero, sobre todo, de los años sesenta, fue lo mejor que se pudo hacer entonces, teniendo en cuenta los corsés de todo tipo que imponían el gobierno y la iglesia.

No se me asusten, por favor. No se vayan al ambigú a tomar un dry martini. Les aseguro que no voy a extenderme demasiado. Sé que ustedes vinieron al cine y no a escuchar la perorata de un académico que ¡a saber si, de verdad, sabe de lo que habla!

No podemos comprender ningún fenómeno social si no atendemos, aunque sea brevemente, a su devenir histórico. Los tebeos, anteriores al cine evidentemente, tienen en España una larga trayectoria que, como tantas otras cosas, sufre una enorme regresión tras la guerra civil. Los tebeos surgen a principios del siglo XX, destacando TBO, el que precisamente da origen al nombre genérico de tebeo, que se comienza a publicar en 1917. Un poco más tarde, en el 21, ve la luz Pulgarcito, uno de los que más años se mantuvo en los quioscos. Pero la evolución de esos cómic, un término que aún no se emplea, tuvo enormes sobresaltos en los años siguientes, con una dictadura, una república, una guerra y otra dictadura.

En el tiempo de la república se mantienen los tebeos existentes, la historieta gráfica, pero aparecen los primeros cómic norteamericanos, casi todos llegados desde Italia. Así, encontramos en los quioscos a Flash Gordon, Mandrake, Tarzán... Es una época de libertad de expresión, muy asegurada en la nueva constitución y sin una censura previa como la vigente en los últimos años de la monarquía. No obstante, sí que había un cierto grado de censura en el caso de los cómic y particularmente de los de origen norteamericano. El nuevo régimen no fue precisamente muy condescendiente con las imágenes que podían tener connotaciones eróticas. Es decir, el erotismo, todo el erotismo del momento, que era más bien muy blanco y pacato, no comenzó a ser perseguido tras la victoria de Franco, aunque el nacionalcatolicismo fue particularmente obsesivo con la cuestión, dando, como bien sabrán todos ustedes, episodios dignos de la mejor astracanada. El caso es que los cómic estadounidenses fueron vistos con lupa durante la república. Algunos estudiosos pensaron que la censura procedía de mutilaciones previas realizadas en la Italia fascista, de donde procedían las versiones españolas, pero hoy se puede rechazar esa tesis. Incluso encontramos casos de mayor mojigatería en las ediciones españolas que en las italianas, sufriendo particularmente los dibujos de las mujeres que rodeaban a Flash Gordon. Todo ello llevó a un ejercicio de autocensura, para evitar caer en falta contra el orden público, el tipo penal más aplicado entonces, o el más grave, poco empleado para las publicaciones, de delito de escándalo público. Esa autocensura va a marcar los años posteriores, ya durante el franquismo, cuando, incluso con cierto aperturismo a partir de un momento, el miedo no permite demasiadas alegrías. 

Evidentemente, el estallido de la guerra afecta de pleno a las historietas gráficas. El mismo 18 de julio de 1936, el general Saliquet emite un bando en el que prohibe cualquier material impreso "pornográfico, socialista, comunista, libertario o disolvente". En el fondo, se trata de una vuelta de tuerca contra el erotismo, puesto que el resto de las prohibiciones respondía a la lógica de una guerra, como en el territorio republicano se hizo lo propio con la prensa fascista y golpista. Además, pese a lo señalado sobre la censura en el cómic, la república había generado un ambiente tolerante en cuestiones de sexo, incluyendo el matrimonio civil, el divorcio, el aborto, el amor libre, la igualdad de los niños nacidos en cualquier circunstancia civil... Es decir, para el catolicismo ultramontano de los sublevados la inmoral república estaba identificada con la sensualidad.

Durante la guerra los tebeos dirigidos a los niños eran extremadamente violentos, especialmente en el territorio en manos de los sublevados. Eran corrientes las historietas de niños vestidos de falangistas o de carlistas agrediendo salvajemente a rojos, muchas veces también niños. Esa violencia continúa presente hasta mediados los cuarenta, cuando el régimen comienza a desnazificarse y desfascistizarse, puesto que los niños recibían, como los adultos, un adiestramiento en los valores de la cruzada y de la victoria. Era menester seguir persiguiendo al vencido, al desafecto, sin importar que los niños recibieran tantas píldoras de violencia, algo consustancial al clima de terror implantado por Franco. Las publicaciones del bando republicano también habían incurrido en ese tipo de imágenes, aunque con menor frecuencia. Ciertos sectores de la izquierda lograron imponer la idea de que las revistas infantiles, especialmente en momentos tan trágicos, debían ser una ventana lúdica y de diversión para sus lectores. Fue Dolores Ibárruri quien más se destacó en esa tarea, lo que nos provoca una cierta sorpresa, agradable en mi opinión, por ser su partido, el comunista, el más militarista y jerarquizado de entre las fuerzas republicanas. Bien es verdad que la Pasionaria, como todo el mundo la conocía, aunque nada sabía de pedagogía ni de cosa parecida, siempre había tenido una sensibilidad muy grande hacia la infancia. 

En 1938, con la suerte prácticamente echada contra la república, Franco promulga su primer ley de prensa, obra de su cuñado y ministro de gobernación, el nazi Serrano Súñer, y del ministro de información, el falangista Arias-Salgado. Este último acuña un término como el de prensa orientada, que se refería a que la prensa, aunque fuera de tutularidad privada, estaba al servicio del estado y de sus valores políticos e ideológicos. Se trataba, evidentemente, de una idea netamente totalitaria, tomada de la ley italiana.

Desde el final de la guerra se impuso la censura previa pero durante más de diez años no hubo una ley clara ni un organismo censor único. El peculiar equilibrio de fuerzas que Franco logró, llevó a que había una censura gubernamental y otra censura falangista, podríamos decir que una del estado y otra del partido. Aquello provocaba confusión a todo el mundo y las discrepancias eran a veces notables, dando lugar a episodios que, si no fuera por el carácter criminal del régimen, moverían a risa. 

Durante esa década, más o menos, podemos decir que la censura golpeaba sin ninguna racionalidad. Esta característica se apreciaba particularmente, otra vez, en el ámbito de lo erótico, de lo sensual. Los censores de Falange eran mucho más permisivos en este asunto que los censores del gobierno, que eran eclesiásticos o católicos fundamentalistas al dictado de los obispos. Por el contrario, los censores falangistas andaban más preocupados por toda la mitomanía de la España imperial y de lo que consideraban los valores de la raza, como, por ejemplo, la virilidad, que a veces se manifiesta con una carga erótica burda y casposa, pero evidente. De este modo, según las zonas, según la preponderancia católica o falangista, según la habilidad o la torpeza de los editores, podíamos encontrarnos con una tipología muy variada de viñetas en los tebeos. Así, las dos escuelas principales de entonces, la de Valencia y la de Barcelona, nos ofrecen líneas un tanto diferentes, aunque ambas sometidas a aquel despropósito conceptual que era el virtual nacionalcatolicismo y la pendiente revolución nacionalsindicalista. Sin embargo, esa permisividad falangista no fue tanta con los productos norteamericanos ni con los italianos, como había pasado en la república. Por ejemplo, Pantera Rubia, versión española de Pantera Bionda, una despampanante mujer selvática medio vestida con piel de leopardo y que era una copia de Sheena, la Tarzán femenina americana, fue auténticamente machacada y ultrajada por la censura. 

En 1952 las cosas cambian. El gobierno y muy especialmente la iglesia se dan cuenta de que los niños no son un público imbécil, sino que aprenden leyendo tebeos. No fueron pocos los niños que, sobre todo con sus madres, incluso aprendieron a leer con los tebeos, en aquella España miserable del franquismo, un régimen que, como todos sabemos, se ensañó sangrientamente de un modo muy particular con los maestros de escuela. Yo les juro que supe de un maestro de un pueblo manchego, muy del régimen, que no sabía leer. Hasta entonces las historietas eran consideradas como algo sin importancia, por lo que no merecían atención gubernamental. A partir de 1952 empezó el gobierno a preocuparse por la posibilidad de que los tebeos minaran los valores del régimen entre los más jóvenes. La cosa llegó a tanto como a crear una Junta Asesora de Prensa Infantil, además de promulgar normas sobre la materia.

En 1956 las prohibiciones para los tebeos quedaron para violencia, erotismo, religión, terror y moralidad. ¡Bueno, eso de "quedar para" resulta mui caritativo! Así, por ejemplo, se rebajó la violencia de los tebeos hasta llegar a absurdos. Podíamos ver, en las historias del Capitán Trueno o del Jabato, a hombres caer muertos como de infarto porque les habían borrado la lanza que tenían clavada en la espalda, y otras cosas similares. En otras ocasiones el interfecto caía redondo por una simple hostia, pero es que habían borrado la espada del puño de su agresor. Todo era un despropósito. 

Por lo que respecta a la religión, cualquier cosa ajena al catolicismo estaba prohibida. Eso afectó al primer cómic para adultos, el cómic como hoy lo entendemos, no tanto al tebeo, que siempre quedó identificado con las historietas para niños, aunque eso es muy discutible. No sólo era imposible ver ceremonias musulmanas o judías, no digamos ya paganas o, aún menos, otras que recordaran vagamente a la masonería, sino que se censuraban incluso las historias de ciencia ficción donde, por ejemplo, un científico daba vida a un ser. El mito de la criatura de Frankenstein estaba en aquella especie de índice de la neoinquisición. Se llegó a prohibir a Superman porque volaba, pero eran habituales las historietas de ángeles. Hasta el doctor loco, aquél de la lamparita en la frente, de 13 rue del Percebe desapareció en muchas ocasiones porque creaba monstruos vivientes. Y es que crear sólo era potestad, según Franco, capítulo 1, versículo 1, de Dios.

El terror fue laminado, acabando, por ejemplo, con aventuras de gran calidad como las de el inspector Dan. Incluso liquidaron historietas en las que serpientes, cocodrilos o tiburones se merendaban a un par de personas, lo que mutiló un montón de aventuras ilustradas basadas en relatos clásicos de Salgari, Verne o Stevenson.

Del erotismo, ni hablemos. Son los años de los manchurrones, de las toscas pinceladas, los mismos de los cortes en las películas por un simple beso, que hasta los más jóvenes espectadores veían, veíamos, como algo ridículo, y chillábamos y tirábamos las botellas de gaseosa de naranja contra la pantalla. En los cines de sesión contínua, eso sí, porque en los de sesión numerada te vigilaban conserjes vestidos como coroneles de húsares. No olvidemos que el moño de una de las hermanas Gilda, la gordita, habituales de Pulgarcito, fue considerado como reclamo erótico por algún censor. El autor, Manuel Vázquez, tuvo que retocar el moño de Hermenegilda. 

También se custodió una moral estricta, cosa que afectó a la editorial Bruguera, la de Pulgarcito, que yo leía todas la semanas. Doña Urraca, de Miguel Bernet, una inadaptada, pasó a mejorar el carácter y a reducir su aguileña nariz; Carpanta, de José Escobar, un famélico que vivía bajo un puente y que soñaba con pollos asados, pasó a comer; Apolonio Tarúguez, de Carlos Conti, un empresario sin escrúpulos, desapareció; las travesuras de Zipi y Zape, de José Escobar, se hicieron inocentes y su padre, don Pantuflo, ya no los metía en un cuarto con ratones; don Berrinche, de José Peñarroya, un tipo agresivo, dejó de llevar una estaca con un enorme clavo en el extremo; y muchos más... El humor corrosivo y ácido de la posguerra, que reflejaba bien la miseria y la cochambre social del franquismo bajo el amparo de que no había normativa para los tebeos infantiles, se hizo blando y amarillo con la nueva legislación. Yo viví esa modificación con un poco de retraso porque nací en diciembre de 1957, pero aún pude ver la transición y, además, tenía tebeos de años anteriores. No sé si me daba cuenta del cambio, seguramente no, pero no tardé en hacerlo unos años después.

Por lo que respecta al cine, poco hubo en los años que van desde la guerra a los sesenta que no fuera comedia barata, épica histórica y tipismo folclórico, aunque no de baja calidad en algunas ocasiones. El cine fantástico, o de fantasmas, fue muy escaso, aún contando con un universo como el de Bécquer o unos préstamos como los de Irving. El cine estaba en pañales, en general, y particularmente lo que no era folklore y españolada, que pasó del arquetipo aragonés, baturro, republicano al arquetipo andaluz franquista. Algo de cine fantástico hubo, pero poco: Noche fantástica, de Luis Marquina; La casa de la lluvia, de Antonio Román; Cuentos de la Alhambra, de Florián Rey; y puede que alguna más que ahora no recuerdo. Y, desde luego, la que para mí es la mejor de todas, El huésped de las tinieblas, de Antonio del Amo, seguramente la más deudora de las tinieblas legendarias de Bécquer, lo más parecido a Poe que dio España, y que escribió bastantes años antes. Era un cine un tanto gótico, pero que nada tiene que ver con el cine que vendría después.

Es entonces cuando llega la estabilización, el gran cambio al que se refería Chus Parrado en su presentación. En 1957 se produce un cambio de gobierno que resultó ser un cambio prácticamente de modelo político y, desde luego, un cambio radical en lo económico. Franco mantiene en gobernación a Alonso Vega y en información a Arias-Salgado, dos reputados fascistas, pero coloca a Castiella en asuntos exteriores, a Navarro Rubio en hacienda y a Ullastres en comercio. Castiella es un hombre muy relacionado con la diplomacia estadounidense, mientras que Navarro y Ullastres, sobre todo este último, son keynesianos partidarios del comercio libre internacional. La idea de la autarquía, muy del gusto personal de Franco, se hundía, y lo hacía con el beneplácito del propio Franco, que volvía a demostrar su astuto y oportunista pragmatismo y su nula preocupación ideológica. Por si fuera poco, el dictador nombra secretario del Movimiento Nacional, el partido único, a José Solís, otro reformista, con lo que pretende asegurarse la aquiescencia de una Falange a la que ya tenía desarmada y totalmente burocratizada. 

Este nuevo gobierno, ante una crisis brutal que amenaza con poner al régimen al borde del colapso, impulsa en 1959 el Plan Nacional de Estabilización Económica, conocido generalmente como Plan de Estabilización, que diseñan Sardá y Fuentes Quintana. Por cierto, este Fuentes Quintana, mi profesor de hacienda pública, fue el que diseñó los famosos Pactos de la Moncloa de veinte años después, los que abrieron la transición económica y la vía hacia la integración en la actual Unión Europea. El plan tenía tres líneas básicas que podemos sintetizar en tres verbos: abrir, liberalizar y estabilizar. Se trataba de abrir el mercado español al mundo, un mundo que llevaba una década de crecimiento acelerado frente a una España que aún tenía hambrunas propias de otros siglos. Se trataba de liberalizar, es decir, quitar trabas administrativas a los proyectos empresariales y dar más libertad a la iniciativa privada. Se trataba de estabilizar, de detener las fuertes tensiones inflacionistas. Aunque esos tres eran los ejes del plan, la estabilización fue el eje prioritario y de ahí su denominación.

Como fruto de esa nueva política las cosas empiezan a cambiar. Muchos españoles emigran, sobre todo a Francia, Alemania y Bélgica, y, a través del turismo, los europeos empiezan a viajar a España, particularmente franceses y alemanes, por más que el cine de los sesenta, los años del landismo, nos hable de las suecas. Los emigrantes envían divisas y, además, dejan espacio laboral a los que quedan, mientras que los turistas también dejan divisas y traen costumbres que, poco a poco, van calando. Con todo ello la renta familiar crece y se produce un cambio en el consumo, aumentando el gasto en ocio, en estudios, en cine, en viajes... 

Yo, desde que empecé a impartir docencia en la universidad, vengo contando lo mismo: el franquismo comienza a quebrar cuando una francesa se puso a tomar el sol en biquini en una playa mediterránea. ¿Qué iba a hacer el gobierno, el ayuntamiento, el obispado?, ¿llevarla al cuartelillo de la guardia civil?, ¿llevarla a la iglesia a rezar siete avemarías? No podían atentar contra la principal fuente de ingresos junto con las naranjas y el aceite de oliva. Y tuvieron que dejarla en paz. Pues resultó que, dos o tres años después, una valenciana, una malagueña o una mallorquina estaba tomando el sol en biquini. Era el principio del fin: la estructura económica embestía contra las vallas de la estructura política e ideológica y el entramado del 18 de julio acabó saltando por los aires. 

Todos estos cambios inciden en la vida cotidiana y, dentro de esa cotidianeidad, en los tebeos y en el cine. Es entonces, y no es baladí, cuando el término cómic comienza a utilizarse. Hay un verdadero cambio narrativo en la creación y un cambio receptivo en el lector y en el cinéfilo. Además, se produce una perversión cultural. La vanguardia cultural sigue estando en los sectores más ilustrados, en la universidad, una universidad que el régimen ya no controlaba. Pero es que, paralelamente, esa vanguardia cultural penetra en los barrios populares, en las áreas residenciales obreras, donde asociaciones de vecinos, ateneos, centros culturales, cineclubes, parroquias católicas, muchas veces contando con profesores y estudiantes universitarios, generan nuevos tipos de ocio, nuevas formas culturales, nuevos modelos sociales que contrastan, cuando no se enfrentan directamente, con la dictadura. Yo, que ya viví esto bastante al final, cuando estudiaba en Madrid, veía películas aún prohibidas o poco toleradas en los colegios mayores de la universidad o en los barrios periféricos, pero, evidentemente, no en los cines de la Gran Vía.

En los barrios, como en las universidades, había sistemas de comunicación y socialización propios, cine y cómic. Los cines y los quioscos de los centros burgueses aún siguen pautas muy del régimen, pero en los barrios y entre las minorías cultas las cosas funcionan de otra manera, con una mayor permisividad. Y es que también los quioscos y los cines de barrio vendían y proyectaban lo que ni se vendía ni se proyectaba en el centro. Estamos hablando de empresas privadas. El otro día, cuando presentamos esta edición de Peor... ¡imposible!, Monchu García, uno de mis compañeros en la organización de este despropósito, decía que se estaba produciendo un estraperlo cultural. ¡Qué gran hallazgo terminológico! Ese estraperlo permitía un acceso a una cultura y a un ocio distintos, entendiéndolos como vías de desarrollo comunitario en vez de como sistemas de control social.

Y recuerdo ese tiempo, cuando yo tenía diez u once años, y mi padre venía de Francia con libros en el maletero. Él no iba a Francia a por libros, sino por otros motivos, pero venía con ellos. Unos los regalaba, otros quedaban en casa, seguramente alguno se escondía. Mi padre no era un militante, aunque siempre se consideró socialista y era hijo de un militar republicano fusilado, sino uno de aquellos últimos capitanes de industria asturianos. Viajaba por negocios y más de una vez llevó pasaporte diplomático del gobierno español, del de Franco. Eso le permitió muchas licencias. Pues lo que él hacía se corresponde muy bien con lo que Monchu García define como estraperlo cultural.

El caso es que esa nueva forma de cultura, con esa alianza estraperlista (me voy a apropiar del término sin duda alguna), presionaba al régimen. El régimen no tenía otro remedio que abrir la mano, aunque dando pasos atrás puntuales para contentar a los sectores fascistas que pedían sangre, y, con esa apertura, la sociedad presionaba de nuevo.

Para darnos cuenta de cómo las cosas iban cambiando podemos ver que 1957 significó un cambio grande en el mundo de los tebeos. En marzo había cambiado el gobierno, con la entrada de los reformistas, y en julio se publicó el primer número de Hazañas bélicas. El franquismo se abría a Estados Unidos, buscando un enganche en la guerra fría. Aquello fue casi una revolución. No sólo la censura no intervenía en un cómic norteamericano sino que, por primera vez, los buenos eran los aliados y los malos los alemanes y los japoneses. Hazañas bélicas, además de su impecable factura y también además de su elemento propagandístico, era un tebeo antifascista. Aquello para algunos puristas del régimen era el acabose.

Un año después se adaptan al mercado español las picture library de Ferma, editorial inglesa de Aventuras Ilustradas y Damita. Muy importante fue la aparición, a mediados de 1961, de la editorial Manhattan, con dos grandes colecciones, El Gigante de la Historieta y Casco de Acero, pero que no lograron superar los cuatro años de vida.

¿Y qué sucedió con el cine en estos años de estabilización y relativa apertura? Pues el cine anduvo un poco más retrasado, hablando del cine fantástico, porque el clásico del franquismo seguía su camino, generalmente muy mediocre. En los años sesenta y setenta aparece un nuevo cine fantástico, no tan pobremente becqueriano. Es un cine de bajo presupuesto que imita los modelos de la Universal de los años treinta y de la Hammer de los cincuenta. Son los años de figuras señeras como Paul Naschy, Amando de Ossorio y Jess Franco, que consiguen catalizar los temores de la época, que son políticos y sociales, pero que ellos los trasladan al mundo tenebroso. En el fondo, el cine de terror y de horror representan alegóricamente los miedos del presente, de cada tiempo. Todos recordarán cómo durante la depresión de los setenta proliferaron las catástrofes en las pantallas: Terremoto, El coloso en llamas, Tiburón... Pero en la crisis de los noventa pasó lo mismo, aunque con catástrofes cósmicas, y en la posguerra mundial con los vampiros. Y la novela norteamericana de los treinta se llenó de historias negras y la británica de los setenta del XIX de crímienes truculentos. Podemos seguir la historia de las crisis económicas del capitalismo atendiendo a las novelas, los cuentos, los tebeos y el cine. Tal pareciera que el cine fantástico es una terapia, un verdadero ejercicio exorcista para la liberación.

Ese cine de bajo coste, que traemos a este Peor... ¡imposible! frecuentemente, con películas muy notables como, por ejemplo La marca del hombre lobo, hicieron del genero fantástico español un referente internacional, lo que ayudó al franquismo a salir del ostracismo. Y aquí de nuevo aparece la paradoja. Ese cine, muy en particular algunas cintas de Naschy, que hizo de su Waldemar Daninsky un referente mundial, vulneraba claramente las normas del régimen, especialmente porque coqueteaba con el erotismo y con el sadismo sistemáticamente. Pero, en aquella España que trataba de abrirse al mundo, la ley determinaba que los derechos de doblaje a otras lenguas debían ser reinvertidos en producir nuevas películas. De este modo, las normativas económicas de los ministros del Opus Dei del almirante Carrero, los lópeces, López Bravo, López Rodó y López de Letona, alentaban producciones donde la violencia, el sexo, la irreligiosidad y la amoralidad imperaba. Es decir, todo lo que prohibía la vigente ley de 1956.

Termino con una anécdota. Es sabido que Franco era muy cinéfilo y que tenía en su palacio de El Pardo una sala de cine muy bien dotada. El caso es que Saura rueda La caza, la primer película donde hai una referencia explícita a la guerra civil y a los vencidos. Es de 1966. Se habla de la mixomatosis como una enfermedad que llega en los años treinta, en clara referencia al fascismo, hay una gruta con dos esqueletos de fusilados en una guerra, Alfredo Mayo, el actor del régimen por excelencia, que incluso había interpretado la película Raza, con guión del mismísimo Franco, es el personaje cruel y decadente, etcétera, etcétera. Los censores saben muy bien lo que Saura cuenta pero no tienen argumentos para prohibirla. Y deciden que la vea el propio Caudillo. Franco la ve y, con su voz aflautada y poco marcial, dice: "que la permitan porque nadie la va a entender". Él, seguramente, que no era muy culto pero sí inteligente y observador, la entendió. Eso era lo que estaba pasando con el cine, y concretamente con el cine fantástico, en esos años de liberalización y estabilización.

Muchas gracias.


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