"La política climática está lastrada por intereses e ideologización"



Manuel Jiménez: Estamos en medio de una gran polémica política y mediática tras las declaraciones del ministro de consumo, Aberto Garzón, sobre la carne procedente de las macrogranjas y su impacto ambiental al diario británico The Guardian, pocas semanas después de la cumbre del clima de Glasgow, de dudoso resultado. Además, la Comisión Europea pretende catalogar como verde a la energía nuclear. Para reflexionar sobre todo ello tenemos con nosotros a David Rivas, profesor titular jubilado de estructura económica de la Universidad Autónoma de Madrid, que ya pasó por estos micrófonos en alguna que otra ocasión. El profesor Rivas fue uno de los primeros economistas en trabajar en desarrollo sostenible, miembro de la UICN y de comités de estudio de esas materias de la Unión Europea, habiendo trabajado también en América Latina. Fue presidente de Amigos de la Tierra y es miembro del Club de Roma. Nos habla por teléfono desde su casa, en una aldea de Asturias. Buenas noches, profesor, ¿qué tal está el tiempo por ahí?.

David M. Rivas: Tenemos una noche muy fría.

M.J.: El cambio climático ya está aquí, ya no podemos decir que es algo hipotético o un asunto que ocurre en lugares lejanos. Nos está efectando ya en el presente y nadie puede decir que está al margen de sus efectos. El negacionismo parece que está dejando de tener presencia. 

D.M.R: La evidencia de que estamos en una emergencia a la que tenemos que responder es total, pero ya lo era hace bastantes años. Le voy a contar unas cuantas experiencias personales. Cuando yo realicé mi tesis doctoral en economía, que trataba de las relaciones sistémicas entre la ciencia ecológica y la ciencia económica, ya utilicé bastante fuentes sobre este asunto. Se trataba de estudios de universidades y centros de investigación, de informes de organizaciones no gubernamentales, de programas de organismos internacionales y también de documentación de varios países, fundamentalmente Estados Unidos y la Unión Europea. Y le estoy hablando de 1988. Ya había utilizado información muy preocupante cuando mi tesina, que trataba de la evaluación económica de los impactos ambientales y que la presenté unos años antes. En 1993 asumí la presidencia de Amigos de la Tierra y compatibilicé mis estudios científicos con el activismo ecologista, en el que ya llevaba bastantes años pero sin ser tan conocido como lo fui a partir de ese momento. Mi padre, un universitario y capitán de industria asturiano, discutía mucho conmigo pero, hombre de la mar y del campo, pronto se dio cuenta de que lo mío no era una majadería ni una moda. Muchos de sus amigos, magistrados, industriales, médicos, diplomáticos, profesores, gente no desinformada precisamente, me veían como un milenarista, un apocaliptico, o como uno de los que llamaban ecologistas sandía, verdes por fuera y rojos por dentro. Siempre hubo una corriente política que veía en el ecologismo una especie de comunismo emboscado. La sigue habiendo, pero hoy es vista como una conspiranoia más. Mi padre, que murió hace dos años, el último de su grupo de amigos, me decía al final que le hubiera gustado saber qué opinarían si estuvieran vivos. Habían pasado treinta años y él veía que mis profecías se habían quedado cortas. Y una anécdota más: en 1997 presentó su tesis doctoral Gemma Durán, que había sido alumna mía y luego sería compañera de departamento. Su tesis versaba sobre indicadores económico-ambientales y tenía una notable modelización, un potente análisis cuantitativo. La batería de indicadores era formidable. Yo formé parte del tribunal que la juzgó. En un momento dado, Ramón Tamames, que presidía el tribunal, ante aquella exposición de datos y realidades, se inclinó hacia mí y me dijo: "menos mal que yo no voy a llegar a ver esto, pero temo por mis nietos". Era, le recuerdo, 1997, hace ya venticinco años.

M.J.: Pero quedan un par de interrogantes: ¿estamos realmente concienciados sobre el problema?, ¿tenemos todavía tiempo para revertir las tendencias?

D.M.R.: Las emisiones mundiales crecerán hasta un 16 por ciento de aquí al 2030 si no hay una inmediata acción. Y cuando digo inmediata quiero decir inmediata. Estamos ya en 2022. Sólo tenemos ocho años por delante. Pero la propia ONU ya ha hecho público que los recortes en emisiones prometidos por los 122 países que han manifestado buena disposición son insuficientes. De esta forma, el objetivo del Acuerdo de París de que el aumento de la temperatura a finales del siglo sea de, como mucho, 1,5 grados parece inalcanzable. Tanto la Climate Action Tracker como la ONU apuntan en informes recientes que el volumen de emisiones en 2030 será el doble del propuesto en París. La cosa pinta muy mal, porque podríamos hablar ya de un incremento de la temperatura a final de siglo de 2,7 grados. Un aumento de temperaturas de hasta 3 grados ya no parece algo descabellado. Por eso es neceario actuar sin más dilación porque estamos llegando a un punto de no retrono, a ese punto a partir del cual ya no hay vuelta atrás, eso que la literatura inglesa llama tipping-point. De no actuar así, las consecuencias pueden ser devastadoras. Muchos creen que ya hemos traspasado ese umbral. Además, también nos enfrentamos a un asunto complicado: existen divergencias entre los países a la hora de medir los volúmenes que emiten de los gases causantes del cambio climático. Incluso podríamos ir más allá: Philippe Ciais, uno de los autores del archiconocido informe sobre el clima de The Washington Post, afirma que hay países que dan cifras falsas sobre sus emisiones. Le cuento otra experiencia: algunos de mis alumnos me preguntaban, hace ya diez años, que cómo podía seguir perdiendo el tiempo en seguir estudiando y trabajando cuando los datos que yo mismo aportaba en clase señalaban que ya no había remedio posible.

M.J.: Es un punto de vista muy interesante. ¿Qué les respondía?

D.M.R.: La verdad es que tenía que hacer un esfuerzo de credibilidad pero también tenía argumentos para un cierto optimismo. En primer lugar, según cómo se apliquen las medidas correctoras, éstas pueden tener mayores efectos de los que pensamos, porque, igual que no conocemos perfectamente las sinergias negativas de los factores degradantes, tampoco lo sabemos todo de las positivas de las políticas regeneradoras. En segundo lugar, la innovación tecnológica avanza de una manera acelerada, de forma que podríamos contar con productos y procesos que hoy son meros ensayos de laboratorio. En tercer lugar, la opinión pública está cada vez más sensibilizada y la gente podría ser mucho más beligerante de lo que es ahora mismo. En cuarto lugar, las necesidades del futuro van a ser otras y, por tanto, también los recursos a utilizar serán otros. Y, en quinto lugar, y tal vez lo más importante, la naturaleza tiene una capacidad impresionante para regenerase si le das tiempo y, más aún, si la ayudas un poco. Por otra parte, nuestra historia nos ha dado muchas lecciones sobre la enorme capacidad que tiene el hombre para la destrucción y la humanidad para la reconstrucción. Sin ir más lejos, en Madrid se levantaron las presas del Manzanares y se recuperó la fauna, regresaron las garzas reales, los martinetes, las nutrias, los galápagos... Con una medida tan simple estamos viendo en poco tiempo la restauración de un ecosistema. 

M.J.: Pero cualquier programa requiere una financiación importante, ya sea para aplicarlo directamente o ya sea para compensar a los sectores y a las comunidades que se ven obligados a reducir su producción o a abandonarla.

D.M.R.: Eso es cierto pero todos los estudios nos muestran que el coste no es tan grande, además de que deberíamos sumar los beneficios que habría posteriormente, aunque, eso sí, no inmediatamente en todos los casos. Lo explica muy bien Yuval Noah Harari, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, en su reciente libro Sapiens, un verdadero bestseller que escribió con su equipo de investigación. Explica que en el 2020 los gobiernos dedicaron, en conjunto, medidas ambientales por un total de casi el 14 por ciento del PIB mundial y que, sólo con un 2 por ciento más se podría frenar el calentamiento global. Es decir, que sólo falta un poco más de arrojo y tener una mejor organización y más cooperación internacional. Una pequeña fracción del PIB mundial serviría para frenar la crisis climática. Plantear una verdadera política en defensa del planeta nos va a costar miles de millones de euros, pero no hacer nada o seguir como ahora nos costará billones, cuando no algo mucho peor. Actuar es rentable, nos sale a cuenta. Y hay de donde arañar recursos y partidas presupuestarias en las que intervenir. Sin querer entrar en lugares comunes y muy manoseados, hay un dato muy significativo: cada año los gobiernos dedican a armamento y activos militares dos billones de dólares, que viene a ser un 2,5 por ciento del PIB mundial. Por otra parte, la Unión Europea ha calculado que el dinero oculto en paraísos fiscales representa alrededor del 10 por ciento de ese PIB. Vayamos sumando. Y tenemos opciones más sencillas, al alcance de la mano y relativamente poco costosas. Por ejemplo, la rehabilitación de los edificios europeos más viejos, los menos eficientes energéticamente, equivale a todo el gas que nos llega por el Nord Stream 1, el también conocido como Gasoducto Ruso-Alemán o Gasoducto del Mar Báltico. Cuando empezamos a hablar del desarrollo sostenible, hace treinta años, era frecuente que nos hicieran la pregunta de si habría dinero suficiente para esa política. Yo siempre respondía que había recursos tecnológicos y financieros más que suficientes, pero que mi duda era si habría suficientes recursos éticos. Hoy sigo pensando lo mismo, sólo que ahora todo es más urgente, todo está peor, pero el reconocimiento del problema es general y la población está mucho más concienciada de que algo hay que hacer y de que hay que hacerlo ya. Lo más ventajoso siempre es la prevención, porque las restauraciones son complejas. Proteger es más fácil y barato.

M.J.: Es cierto, así lo dicen todas las encuestas, que la gente está preocupada por el cambio climático o por aspectos más concretos del deterioro ambiental, pero no parece que esa toma de conciencia se traslade, por ejemplo, a las decisiones políticas, a las elecciones en concreto. De esa forma, los partidos políticos no se ven obligados a llevar esa bandera como elemento importante de sus programas y la discusión sobre esta problemática se diluye, como estamos viendo después de la polémica sobre las macrogranjas abierta por el ministro Garzón.

D.M.R.: Tiene razón en lo que dice, pero no del todo. En la Unión Europea las cuestiones ambientales son importantes y, en concreto, particularmente importantes en algunos países como los nórdicos, Holanda o Alemania. Es muy visible este extremo en Alemania, precisamente el estado más fuerte, en todos los sentidos, de la Unión. Allí no sólo los verdes son opción real de gobierno y la principal fuerza en algún que otro lander, sino que tanto los socialdemócratas como los liberales y los demócratacristianos están impregnados, unos más y otros menos, de ecologismo, con lo que las alianzas políticas están muy condicionadas por esta problemática. Lo estamos viendo en la actual coalición y lo mismo observamos en los Países Bajos. El caso español sí responde más al esquema que usted explica, siendo un país muy ideologizado a la hora de votar y también a la hora de juzgar las políticas concretas. Sólo así se explica que el PP, en la campaña electoral de Castilla y León, salga en defensa de las macrogranjas en un acto celebrado en una explotación ganadera extensiva, que es como defender el turismo de nieve de los Pirineos en una playa de Canarias. Por otra parte esa ganadería está situada en Las Navas del Marqués, una zona donde las explotaciones ganaderas sin control en los ochenta causaron la contaminación del río Cofio, cuya regeneración ha costado millones y aún no se ha completado. Conocí de niño las pozas cristalinas de ese río, un afluente del Alberche, porque en los sesenta y setenta pasaba una parte del verano en Cebreros, un pueblo cercano. El PP tiene gran predicamento en Castilla y León, una región de tradición más bien conservadora, y suele conectar bien con la población rural. Si esta polémica determina la decisión de voto en favor de los populares, cosa que yo dudo por más que haya tanto ruido, estaríamos ante una ciudanía rural que, por motivos ideológicos, vota contra sus intereses económicos. Pero las cosas salen de la misma contienda electoral del presente, como cuando Iturgaiz visitó una granja sostenible del País Vasco que recibe miles de visitas, precisamente por su tipo de explotación, y dijo que el ministro Garzón ponía en peligro con sus declaraciones a la carne española y, por tanto, a la vasca. Imagínese la estupefacción de los propietarios de la granja.

M.J.: El cambio climático es particularmente visible en el medio natural. Cualquier persona de ciudad que tenga más de cuarenta años, cuando va al pueblo de su infancia, o a la playa en la que pasaba el verano, o compara el paisaje actual con las fotos de cuando era adolescente, lo puede ver. Hay menos pájaros, menos árboles, los ríos ya no tienen vegetación en las orillas. Hasta han desaparecido las carreteras con árboles a los lados. ¿Eso es la pérdida de biodiversidad?

D.M.R.: Hablando en términos vulgares, como hace usted ahora o haría yo en conversación familiar, sí se trata de eso, aunque no estrictamente. El paisaje es un fenosistema, la percepción que tenemos del ecosistema. Un cambio de paisaje no tiene porqué significar necesariamente una pérdida de biodiversidad, pero sí suele ser un indicador significativo. Pero la realidad es mucho más grave. Caminamos hacia una extinción masiva, la sexta del planeta, pero es la única cuya responsable es una especie concreta, la nuestra, y la primera que se produce en unas décadas o algo más de un siglo, frente a los miles o millones de años de las anteriores. Al ritmo actual, en el 2050 se podría extinguir entre un 18 y un 35 por ciento de animales y plantas, mientras que a finales de este siglo podría haber desaparecido más de la mitad de las especies existentes. A día de hoy, una de cada ocho especies de aves está en peligro de extinción por el cambio climático y la pérdida de sus hábitat. Pongamos un dato muy concreto: desde 1960 hasta el presente la extensión de los humedales se vio reducida en un 64 por ciento en todo el planeta. Y ya los economistas clásicos nos habían avisado. En el siglo XVIII David Ricardo nos hablaba de que si el agua se privatizaba la renta nacional se distribuía de otra manera, y si, además, se hacía escasa, además de una peor distribución de la renta, la riqueza nacional disminuía. Más tarde, mediado el XIX, Marx escribía que los sistemas económicos que no planifican correctamente el uso de los recursos "dejan desiertos a su paso". No era una licencia poética por parte del poco poético filósofo alemán. Él hablaba de algo muy concreto: los grandes imperios del pasado más remoto, Asiria, Babilonia, Egipto, desaparecieron cuando dejaron de planificar el uso del agua. Fueron llamados imperios hidráulicos y cuando cayeron en manos de griegos, hebreos, romanos o árabes el desierto se extendió sobre las otrora tierras fértiles. Y, ya a finales del XIX, Kropotkin decía que nosotros, los hombres que tanto conocemos y que de tanto nos preocupamos, seguimos sin saber "de dónde viene el pan que comemos".   

M.J.: Las personas nos preocupamos por la desaparición de animales como los osos, los linces. los delfines, los elefantes, las ballenas, algunas aves, pero no nos fijamos tanto en los insectos, en los anfibios, ni tampoco en los peces, salvo que nos afecte a la alimentación.

D.M.R.: Es algo normal. Sentimos más cerca a los grandes animales, los mamíferos especialmente. Se nos parecen más y podemos humanizar sus comportamientos. No obstante, el hecho de que exista el oso o el lince significa que el ecosistema está sano, porque están en la cúspide de la pirámide trófica. Quizás un pez o un insecto nos importen menos, pero si mañana murieran todos los insectos, probablemente la vida en la Tierra desaparecería en un tiempo relativamente corto. Creo que fue Einstein el que dijo que la extinción de las abejas llevaría a la extinción de la especie humana. Hoy se gasta mucho tiempo y dinero en polinizar artificialmente algunos frutales, precisamente por la desaparición o la disminución de los insectos polinizadores, en regresión por la deforestación, los pesticidas, la desecación de los humedales... Por otra parte, lor árboles y los arbustos no emigran por sí mismos, sino que dependen de que al aire o el agua, a veces el fuego, dispersen sus semillas. Pero son muchas la que necesitan de los animales, de los pájaros muy particularmente. Unas veces se trata de una dispersión local, cuando las semillas caen al suelo mientras los pájaros o los pequeños mamíferos comen, y otras por dispersión a distancia, mucho más eficaz, cuando los animales las tragan y las vomitan o las cagan en otros lugares. En mi casa hay acebos y todos los inviernos veo pájaros, túrdidos sobre todo, tragar las bolitas rojas, las bayas, y salir volando con ellas en su interior. Luego cagarán los huesos en cualquier otro sitio, donde algunos acebos van a prosperar. El naranjo de los osages sólo ocupa hoy un área reducida de Texas, cuando ocupaba hace relativamente poco tiempo toda la América septentrional. Desapareció con los grandes mamíferos que comían sus frutos, como eran los mamutes. Hoy pasa lo mismo con el boko, de las selvas altas del centro de África, que está desapareciendo con los elefantes que comen sus frutos, que son muy grandes.

M.J.: ¿Son la agricultura y la ganadería intensivas las responsables de la pérdida de biodiversidad?

D.M.R.: Hablar de una única causa es muy arriesgado, pero sí es imposible parar ese proceso si no cambiamos la forma en la que producimos los alimentos. Está demostrado que más del 80 por ciento del deterioro viene motivado por la agricultura. A veces se trata de un impacto directo, con la destrucción de bosques y humedales con fines agropecuarios, y otras veces de uno indirecto, por la forma en que se produce, con pesticidas, herbicidas, abonos... También se producen fenómenos perversos, que juegan con las necesidades alimentarias de la población de los países menos desarrollados. Por ejemplo, la inmensa mayoría de la soja que Brasil exporta procede del Cercado, un bioma al este de la Amazonia y desprotegido ambientalmente. Se trata de la sabana con mayor biodiversidad del planeta. El año pasado, concretamente, se destruyeron 8.500 kilómetros cuadrados de vegetación natural. Los especuladores siguen una estrategia muy efectiva: talan ilegalmente una zona y la ocupan con ganado, argumentando que la carne es vital para la población local, consiguiendo así la recalificación del espacio. Las vacas limpian la zona y, entonces, pasan a cultivar soja, mucho más rentable, que se destina a la exportación para alimentar a la ganadería industrializada de China, Estados Unidos y Europa. Hay muchos ejemplos más que ilustran este nuevo intercambio desigual. Un reciente estudio de Amigos de la Tierra nos muestra que el 70 por ciento de la deforestación del planeta se debe a las grandes extensiones dedicadas a cultivo de maíz y soja, lo que obliga, poniendo un caso, a 9.000 familias paraguayas al año a abandonar su hogar porque no queda espacio para cultivar los vegetales o mantener los animales de los que se alimentan.

M.J.: Los defensores de la explotación intensiva argumentan que ese modelo agropecuario es el que ha permitido superar las hambrunas del pasado. Durante siglos la agricultura no pudo hacer otra cosa que aportar alimentos para poco más que mantener a la población. Fue la nueva agricultura, también la ganadería, la que permitió sostener a una población creciente que hizo posible la industrialización y, en gran medida, la reconstrucción de Europa tras la segunda guerra mundial.

D.M.R.: Eso es cierto y, además, está muy estudiado. Hay una tendencia que se considera general en todo el proceso económico, aunque, en mi opinión es discutible, que es la ley de los rendimientos decrecientes. Esa ley tiene su origen en el análisis del desarrolo agrario europeo. La analizó muy bien un gran historiador, Hobsbawm, en los años setenta del siglo XX. En un libro muy influyente en la historia económica sobre los orígenes de la revolución industrial explicaba que en la época de la revolución francesa el aumento de la producción agraria era incapaz de equipararse al incremento de la población. La razón era que los agricultores y los ganaderos, entonces sin mucha especialización en un sector u otro, respondieron al crecimiento de la población urbana con la expansión hacia tierras cada vez peores, con lo que los rendimientos eran cada vez menores, lo que llevaba al desabastecimiento, a la inflación y al hambre. Lo mismo nos cuenta Cipolla en su Historia económica de Europa, del mismo tiempo que el análisis de Hobsbawm, que nos dice, por ejemplo, que en la fértil Lombardía el rendimiento agrario se redujo a menos de un tercio. Esa tendencia quebró cuando se generalizaron los abonos químicos, los plaguicidas, los productos fitosanitarios, los cuidados veterinarios, la globalización comercial que puso en movimiento las materias primas de las colonias... Pero hoy la ley de rendimientos decrecientes vuelve a cumplirse, aunque de otra manera: contaminación, desertificación, mala calidad de los alimentos, maltrato animal... Hoy debemos leer aquella ley con un enfoque sistémico, no empresarial ni sectorial. De todas formas, también es verdad que, aunque sabemos ya muchas cosas, la Tierra sigue dándonos sorpresas cada dos por tres. Sin ir más lejos, hablando de las aves, resulta que, a estas alturas de la historia, aún seguimos sin saber por qué los pájaros cantan antes del amanecer. Hace unos días leí un artículo sobre una investigación internacional liderada por la Universidad de Bolonia que supone que hay nueve mil especies vegetales que aún no conocemos, localizadas sobre todo en la Amazonia y en los Andes, y que la riqueza de los sistemas forestales es mayor de la que se pensaba. Pero esas especies también están amenazadas por la deforestación, lo que es muy grave, porque, cuanto mayor sea la biodiversidad, mayor es la pérdida cuando el ecosistema es destruido. Por poner dos casos extremos: si se incendia una hectárea de trigal la pérdida ecológica es mucho menor que si se incendia una hectárea de bosque mediterráneo.

M.J.: Cuando empezó la pandemia de la covid se habló de murciélagos, del pangolín, un animal que seguramente pocos conocían, al menos en Europa, de roedores... ¿Se puede atribuir esta pandemia al deterioro ambiental y al encuentro con especies poco conocidas?

D.M.R.: No tengo los conocimientos suficientes para responder a eso pero sí sé que esa es una de las líneas más importantes de investigación actual, no tanto por esta pandemia concreta, sino porque su aparición y las diversas hipótesis sobre su origen reactivó la preocupación por el asunto. No hay acuerdo entre los científicos. Eso, a veces, saca de quicio a la gente corriente, acostumbrada como está a encender el ordenador o el teléfono y recibir noticias por cientos y con inmediatez. La ciencia no funciona así, no da información a diario ni su método es el de la tertulia televisiva. No está claro que la pérdida de biodiversidad sea directamente la causa de la aparición de una enfermedad concreta, la covid en este caso, porque el virus es uno más de los muchos que a lo largo del tiempo han cruzado la barrera interespecífica. Pero lo que es incuestionable es que, si se destruyen los ecosistemas y cada vez con más rapidez nuestra especie entra en contacto con otras que nunca nos fueron cercanas, se incrementa la probabilidad de que estos virus nos alcancen.

M.J.: ¿Hay estudios concluyentes sobre estos peligros? Es que también parece haber demasiado alarmismo.

D.M.R.: Le repito que yo no soy un experto pero sí estoy informado y, ante todo lo que se cuenta o publica, tengo suficiente capacidad de discernimiento. Un reciente estudio de la Universidad de Brown muestra cómo la expansión agrícola beneficia a animales con patógenos que pueden saltar a los humanos. Y no se refiere a la hipótesis de especies poco cercanas, sino de algunas bien conocidas. Los investigadores nos hablan de casi cuatrocientas especies con agentes infecciosos que podrían saltar a nuestra especie a medida que vamos modificando el medio, algunas tan comunes como la rata, el estornino y algunos murciélagos. El caso es que la colonización de áreas hasta hoy poco transitadas por humanos propicia el contacto con patógenos desconocidos. Es decir, viéndolo desde un punto de vista más amable, cuidar el medio ambiente y preservar los ecosistemas es beneficioso para nuestra salud. Matt Mcgrath, periodista de la BBC y ganador del Premio Biophilia de la Fundación Bbva dice que si seguimos destruyendo la naturaleza habrá otras pandemias. Sin ir más lejos, los expertos muestran una cierta preocupación por la evolución de la gripe aviar, provocada por un grupo de virus con potencial para generar una pandemia, no sólo entre las gallinas o los pavos. Hace cuatro o cinco años murieron casi veinte mil aves silvestres en Europa central contagiadas de la gripe aviar, mientras que en los Países Bajos están muy preocupados por el contagio de una especie tan amenazada como el halcón peregrino. Y los informes nos hablan de unas novecientas personas que sufrieron la gripe aviar, de las que la mitad murió. Parece ser que no hay motivos para una alarma social pero sí que el riesgo existe. Hace unos días sacrificaron a varios miles de hámsteres en Hong Kong por estar enfermos de covid y contagiar a unos empleados de las tiendas en las que se vendían. Los animales procedían de Holanda, aunque no se sabe dónde se infectaron, si en origen, en destino o durante el viaje. Pero sí parece evidente que fueron contagiados por humanos y después los animales contagiaron a otros humanos. Del ébola, un virus identificado en 1967, sabemos que se transmitió a los humanos a través de los chimpancés y que el origen se encontraba en los colobos, pequeños primates de África ecuatorial. También sabemos que el sida viene de dos cepas, una supuestamente con origen en el mangabey, otro primate de la misma región, y otra que, también supuestamente, es transmitida por el chimpancé. Sobre el origen de la covid sólo hay hipótesis, aunque todos los científicos descartan el contagio desde los monos. Como ve, todo es muy complejo.También hay quienes avisan, no sé hasta qué punto estará analizado, de la probabilidad de que la retirada de los hielos permita un resurgimiento de enfermedades olvidadas en la historia, como la peste negra o la viruela.

M.J.: Y también los científicos nos están avisando del peligro que suponen las nuevas bacterias, resistentes a los antibióticos, las llamadas superbacterias.

D.M.R.: Esas superbacterias no son algo que acaba de llegar. Siempre las hubo, pero van ganando relevancia. Hace poco que la revista The Lancet nos decía que casi un millón y medio de personas muere cada año a causa de infecciones comunes, de las de siempre, porque los antibióticos no tienen efectividad. Lo llamativo y más importante es que esa inmunidad de la bacteria en cuestión no se produce por una evolución natural sino por otras razones. Las principales parecen ser la automedicación, el incumplimiento de las prescripciones médicas y el uso de estos fármacos contra catarros o procesos gripales. Pero también crece el consumo indirecto de antibióticos a través de la ingesta de carne procedente de la ganadería industrial, donde se suministran preventivamente estos productos para evitar las infecciones asociadas al hacinamiento de los animales. Pero, como decía el mismo Macgrath, el reto está en  modificar nuestro comportamiento e informar a la gente sin asustarla ni hacerle perder la esperanza. Y tiene razón: la desesperanza es tan mala y tan engañosa como el propio negacionismo, que, afortunadamente, se bate en retirada.

M.J.: Hay quienes aseguran que esta hipotética apocalipsis vírica le da un papel fundamental a la industria farmacéutica, lo que le daría un poder muy grande y, tal vez, un control indirecto de las instituciones democráticas.

D.M.R.: Eso es verdad o, al menos, podría ser verdad, pero no deja de ser una de las contradicciones de la sociedad abierta y de las miserias de la economía de mercado. Pero llama la atención que sea ahora cuando algunos pongan el acento en ese posible poder incontrolado y que minimizaran o ridiculizaran ese tipo de denuncias cuando se hablaba de la medicalización innecesaria o de la difusión de los antibióticos. También hay un gran negocio ligado al movimiento transgénero o a la dieta vegana. ¿Conoce algún despacho de abogados especializado en consumo que no cobre honorarios? ¿Y no hay un gran negocio en la  música, en el arte? ¿Qué sería del recicleje si las empresas recicladoras no tuvieran beneficios? Otro sistema económico sería posible y, seguramente, mejor, pero hay que actuar ahora. Mientras estamos hablando, a estas horas, los camiones de la basura están recogiendo los residuos y los llevan a plantas de tratamiento y eso es posible porque los transportistas y las procesadoras ganan dinero y pagan salarios.

M.J.: Hace unas semanas concluyó la cumbre de Glasgow. ¿Cuál es su valoración de esa reunión?

D.M.R.: Ya desde el principio la sensación más generalizada era que la cumbre de Glasgow no iba a aportar ningún avance considerable, hasta el punto que se decía que lo único que se podía hacer era confiar en que, al menos, no se diera marcha hacia atrás. La frustración que supuso la anterior cumbre, la de Copenhague, fue muy grande y lo único que se esperaba es que, al menos, de Glasgow saliéramos algo mejor parados. Recuerdo cuando, en las primeras horas, una mujer tan importante como Laurence Tubiana, del grupo de diseñadores de la arquitectura del Acuerdo de París, decía que no podíamos permitirnos un fracaso como el de Copenhague.

M.J.: ¿Fue tal el fracaso?

D.M.R.: Sí, aunque relativamente. Esta cumbre se consideró como un evento de transición, como una reunión de familia para verse las caras y compartir sonrojo por lo poco hecho. El próximo gran encuentro será en 2023 y ahí se va a ver lo que de verdad se hizo y cuál es el futuro más previsible. Pero lo cierto es que, a poco más de un año vista, no me parece que tengamos motivos para el optimismo. La cumbre de Glasgow fue ya la vigésimosexta y desde el Protocolo de Kioto, que es, no lo olvidemos, de 1997, sólo se oyeron promesas, invitaciones y ofertas; sólo se firmaron resoluciones y pactos bienintencionados; sólo se plantearon recomendaciones y objetivos teóricos, generalmente sin compromisos financieros. Pero no encontramos ningún acuerdo que implique obligatoriedad ni se articularon instrumentos ejecutivos para exigir nada, ni mucho menos coercitivos o sancionadores frente a los incumplimientos. Lo más que llegó a ponerse en marcha fue un mercado de emisiones que nunca funcionó bien, cosa lógica por otra parte porque los mecanismos de mercado, útiles en escenarios reducidos y con agentes con información simétrica y poder equilibrado, no lo son en un escenario globalizado y en un momento tan crítico como en el que nos encontramos.

M.J.: Habla de la cumbre de Copenhague como de la anterior, la del gran fracaso, pero hubo varias después de ella y antes de la actual. ¿Cuál es el balance de estas cumbres, en alguna de las cuales usted estuvo presente?

D.M.R.: Fueron 27 cumbres pero no todas tuvieron la misma importancia. Por eso las hay, como esta última, en las que su mayor o menor éxito no tiene tanto valor. Son esas reuniones que podemos llamar, como decía antes, de transición. Las dos primeras cumbres fueron las de Berlín y Ginebra, en 1995 y 1996, pero la gran cumbre fue la tercera, la de Kioto, en la que se aprobó el protocolo que tiene como objetivo reducir las emisiones de los gases de efecto invernadero que causan el calentamiento global, que son seis aunque el que más le suena a la gente es el dióxido de carbono, que en mi bachillerato llamábamos anhídrido carbónico. Es en esos años cuando yo estoy en la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), aunque no participé en la cumbre de Berlín porque mi comisión era la de parques y espacios protegidos, muy colateral con respecto a los temas centrales de la reunión. En la de Ginebra sí estuve pero sólo accidentalmente por el hecho de celebrarse en la ciudad donde está la sede de la UICN. Sí colaboré en la de Kioto, porque entonces ya eran cuestiones centrales los espacios protegidos, las áreas de ganadería extensiva, la agricultura de montaña y zonas húmedas, todas esas cuestiones que eran competencias propias de mi comisión. En otras cumbres, otras dos o tres, sólo participé a través de paneles y reuniones previas, siempre en el marco de la universidad o de organizaciones no gubernamentales. Después de la cumbre de Kioto y hasta la de Poznan, que fue en 2008, las reuniones fueron de ese tipo de transición que le decía, dedicándose a pulir y reordenar los distintos aspectos del protocolo. La cumbre más esperada era la de Copenhague, en 2009, porque era en la que se iban a fijar los criterios definitivos contra el cambio climático y la estructura política que los haría obligatorios, incluyendo la panoplia de sanciones a los países que no cumplieran lo acordado. La cumbre no llegó a buen término y de ahí que fuera una gran frustración. Después de este fiasco las cumbres nacieron ya desdibujadas, afectadas además por la recesión de los años diez. Se firmó en Durban el Protocolo de Kioto II, en 2011, que tuvo una muy relativa importancia, y, ya en 2015, el Acuerdo de París, que fue la última esperanza y que también resultó insuficiente, aunque fuera celebrada como un triunfo. Pero todo el fiasco venía del fracaso de Copenhague. Y ahora Glasgow. El mejor resumen de la cumbre escocesa lo dio el secretario general de la ONU, António Guterres, cuando, con un gesto de evidente angustia decía que "no tenemos más tiempo", que marchamos "hacia una catástrofe climática".

M.J.: ¿Cuáles eran los objetivos de la cumbre de Glasgow que no se cumplieron?

D.M.R.: La idea de la cumbre era acordar recortes más severos en las emisiones para poder cumplir los objetivos del Acuerdo de París y, por tanto, del Protocolo de Kioto, clarificando los mecanismos del mercado de emisiones del que hablábamos antes e intentando algo tan importante como convencer a China de la necesidad de acelerar su transformación energética. Hay que tener en cuenta que China es el principal emisor de gases del mundo, seguida por Estados Unidos, India y la Unión Europea, pero con la diferencia de que es la que posee el sector energético más atrasado tecnológicamente, parecido al de la India, lejos del de Estados Unidos y muy lejos del de Europa. Pero también se trataba de garantizar una justa financiación a los países pobres porque combatir el deterioro del planeta exige una perspectiva global basada en principios de eficiencia, pero también de equidad, ayudando a quienes menos contribuyen a ese deterioro. El deterioro ambiental provoca deterioro socioeconómico y viceversa, en un círculo vicioso donde el empobrecimiento castiga a los que ya son más pobres. Hace poco el departamento de defensa de los Estados Unidos publicó un informe sobre la probabilidad de que la crisis climática altere el actual panorama geoestratégico y derive en un problema de seguridad. El informe nos habla, concretamente, de que los fenómenos metereológicos extremos pueden provocar revueltas sociales ante la incapacidad de los gobiernos de los países más pobres de satisfacer las necesidades básicas, generándose desplazamientos migratorios y conflictos fronterizos. Hace años que venimos hablando de esto los que nos dedicamos a la materia porque, de hecho, desde los años sesenta, a las razones económicas para emigrar se han unido, cada lustro más visiblemente, las razones ambientales, movimientos poblacionales que no se veían desde las grandes crisis agrarias europeas de los siglos que van del renacimiento a la revolución industrial. Entre 1980 y 2018 las catástrofes llamadas naturales fueron unas doce mil y se tradujeron, según la EM-DAT, la base de datos internacional de desastres, en un coste de más de tres billones de dólares. Aunque el país más afectado fue Estados Unidos, seguido por China e India, el impacto en renta per capita o en procentaje de PIB fue letal para las economías más pequeñas y vulnerables. El mundo del 2050 en adelante deberá estar preparado para grandes desplazamientos humanos provocados por el calentamiento. Y, lógicamente, o se prepara con políticas ambientales y sociales o lo hace con políticas militares y genocidas. Todo esto quedó en papel mojado en Glasgow.

M.J.: Y en medio de todo esto, sale Alberto Garzón con sus declaraciones sobre la carne y las macrogranjas. Aunque, en principio, sería una cuestión doméstica de uso interno, lejos de haber sido, como otras veces, una tormenta en un vaso de agua, sigue encendida, centrando gran parte de la campaña electoral de Castilla y León y, desde luego, inundan las redes. Supongo cuál es su opinión sobre el asunto, pero ¿querría hacer una valoración?

D.M.R.: Bajo criterios de política diaria, de la que se discute en las tertulias televisivas y se comenta en los bares, el ministro Garzón resulta ser, en esta ocasión y en las anteriores, un tanto ingenuo, pero es innegable que tiene razón en lo que dice. La verdad es la que es y la verdad en esta materia no es una categoría moral o religiosa, sino las conclusiones científicas contrastadas. Nunca mejor que ahora para aplicar el aforismo clásico de que la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. Nadie con dos dedos de frente duda de la baja calidad de determinados productos cárnicos y lo único sensato es abrir la discusión de cómo ir pasando a otro modelo de alimentación. Podríamos haber aprovechado la ocasión para eso, para discutir sobre la ganadería industrializada, la desaparición o decadencia de la tradicional, la influencia del sector en la biodiversidad y el cambio climático, el modelo alimentario... Pero todo ha discurrido por otros cauces. Lo que llamaría la atención a cualquier observador sin orejeras es que no se le exija a un ministro a actuar con valentía ante lo que sabe sobre la comida basura, la contaminación por nitratos, la pérdida de biodiversidad o el maltrato animal, sino que se le critique por no callarse y no ocultarlo.

M.J.: ¿Y por qué sucede eso? ¿Qué razones hay para descalificar a un ministro que, como usted dice, se apoya en evidencias científicas?

D.M.R.: Dejando a un lado los intereses electorales coyunturales, las elecciones autonómicas de ahora y el ciclo que se abre después, la razón última está en la presión ejercida por los grupos con intereses económicos en el modelo ganadero industrializado. La industria cárnica mueve en España un volumen de negocio de casi treinta mil millones de euros anuales. Es la cuarta industria, tras el automóvil, el petróleo y la electricidad. También es una industria exportadora, lo que es importante en un país con déficit crónicos de la balanza comercial, siendo el tercer exportador mundial de carne de cerdo, tras Estados Unidos y China. Esta fiebre comercial, una verdadera burbuja, está dando lugar a la proliferación de grandes explotaciones que pertenecen a poderosas empresas que controlan el pienso, los animales y los estándares de producción. Y es en el sector porcino donde están los grandes problemas, muy por delante de todo el resto de la ganadería. El 78 por ciento de las más de ochenta mil granjas porcinas que hay actualmente en España es industrial, donde se hacinan los animales para garantizar menores tiempos de engorde y menores costes de producción. Por dar un dato de esos que tanto gustan para titulares: los desechos de las grandes granjas de cerdos anegarían todo el centro de Madrid, la llamada almendra, enmarcada por la M30. Y no hay que olvidar que desde hace años, en España y en otros sitios, las petroleras presionaron a los gobiernos y retrasaron hasta donde pudieron las políticas de descarbonización. Podríamos estar ante una situación similar. Estas empresas cárnicas, no sólo de porcino, aprovechando el desempleo y la despoblación de las zonas rurales, se instalan en pequeños municipios que, lejos de apoyar estas iniciativas, suelen oponerse mayoritariamente. El proceso ha tenido ya una consecuencia bien visible: entre 1999 y 2013 desaparecieron 128.000 granjas familiares en España, el 71 por ciento del total. Eso se traduce en que en los pueblos, lejos de aumentar el empleo, acaba disminuyendo, lo que provoca mayores pérdidas de población. A ello se suma una creciente contaminación de aguas y suelos, que obliga al abandono de las tierras y, a un plazo medio, a más despoblación. Todo eso explica que las más de cincuenta plataformas y asociaciones vecinales de siete comunidades autónomas, integradas en la Coordinadora Estatal Stop Ganadería Industrial, han mostrado su apoyo al ministro de consumo.

M.J.: En el resto de la Unión Europea, especialmente en los países más desarrollados, las cosas están cambiando con cierta rapidez.

D.M.R.: El nuevo gobierno de los Países Bajos, con el liberal Rutte al frente, acaba de crear un ministerio contra la contaminación de la ganadería. a la vez pretende forzar el cambio hacia una producción ganadera menos intensiva, recurriendo, si fuera necesario, a la expropiación de las explotaciones que se resistan. Por su parte, el ministro alemán de agricultura, Cem Özdemir, declaraba recientemente al periódico Bild am Sonntag que el número de cabezas de ganado debería ser proporcional a la tierra disponible y que no se debe permitir que los grandes operadores cárcnicos sigan dictando los precios y optimizando los márgenes. Y terminaba diciendo que la ganadería industrial lleva a las granjas a la ruina, impide más bienestar animal, promueve la extinción de especies, contamina y cambia el clima. Para aplicar su política cuenta con la colaboración de Joachim Rukwied, presidente de la Asociación de Agricultores, y el respaldo de Greenpeace.

M.J.: Los defensores de la ganadería intensiva o, como usted parece preferir, industral, hablan de que es la que permite precios asequibles para la carne.

D.M.R.: De mano hay que decir que, en general, nunca tuvimos en el mundo tanta capacidad para alimentar a toda la población y, al mismo tiempo, un sistema económico que no lo permite. Y, en segundo lugar, si atendemos a ese argumento, parecería que los beneficiados de la carne de las macrogranjas europeas o norteamericanas fueran los pobres de África. Yendo a lo más general, el precio de muchos alimentos no refleja su verdadero coste de producción, al no incluir la evaluación de sus impactos ambientales. Le voy a poner un ejemplo de otro sector pero que todo el mundo entenderá: ¿cuánto costaría el viaje en autobús de Madrid a Badajoz si la empresa de transportes tuviera que construir y mantener la carretera? No es lo mismo, evidentemente, pero con ello quiero hacer notar que los costes de un producto no sólo son los que figuran en la contabilidad de la empresa, y que tampoco se cubren con el precio que paga el consumidor concreto. También es verdad que a veces no queremos saber qué hay detrás de cada compra, porque intuimos que estamos contribuyendo al destrozo ambiental y a la explotación laboral. Y aquí entra el otro gran asunto al que se refirió en otra ocasión el ministro Garzón: el hiperconsumo de carne de nuestra sociedad. Con un menor consumo pero de mayor calidad, también de precio más alto, el mercado se podría equilibrar y el medio ambiente sufrir mucho menos. Actualmente el consumo de carne en España es de 99 kilogramos por persona y año, mientras que, por ejemplo, en Alemania, el país de las salchichas, es de 78, que también es una barbaridad. El último estudio de la Sociedad Española de Cardiología, del 2020, nos dice que uno de cada cinco españoles sufre obesidad y uno de cada tres sobrepeso, con lo que más de la mitad de la población come en exceso y se alimenta mal. Al mismo tiempo, en 2021, una comisión de ecologistas y agricultores alemanes había llegado a esa misma conclusión y proponía, entre otras cosas, reducir el consumo de carne y aumentar la protección del clima. Fíjese en la doble consideración. En España, más del 15 por ciento de los niños son obesos y lo son particularmente los de las capas de menor renta, de familias con gran consumo de carne ultraprocesada y otros productos similares ricos en grasas animales, además de azúcares y otros elementos. El 23 por ciento de los menores de 15 años sólo come verduras una vez a la semana. Aquellas viñetas decimonónicas de los millonarios orondos de chistera y sus hijos regordetes vestidos de marineritos hoy sólo tienen valor histórico. Hoy los niños gorditos se encuentran en la clase obrera y más gorditos cuanto menor renta familiar.

M.J.: También se argumenta que la ganadería extensiva no tiene capacidad para alimentar a la población, además de ofrecer productos mucho más caros.

D.M.R.: Estamos en lo mismo: la oferta es baja y el precio alto porque la demanda es excesiva, pero con otro modelo alimentario, sin abandonar el consumo de carne, sin que nos hagamos todos vegetarianos, las cosas serían distintas. En la actualidad es posible tener una ganadería y una agricultura que produzcan suficientes alimentos para todos y de buena calidad, manteniendo la biodiversidad e incluso incrementándola. Por ejemplo, en Asturias las áreas de mayor biodiversidad no son las más estrictamente naturales, sino las que conforman la tenue frontera entre el medio natural y el medio humanizado. Eso fue posible por la acción tradicional de los campesinos, que no sólo producen carne o leche, sino que gestionan el territorio, manteniendo la población pero también la biodiversidad, empezando por las razas autóctonas, que en este caso son dos bovinas, una ovina, una equina, una caprina y una porcina. Incluso las relaciones muchas veces conflictivas con la fauna salvaje pueden verse, si se hacen las cosas bien, como una contribución al sostenimiento del ecosistema y de su biodiversidad. La ganadería extensiva no contamina los suelos ni los acuíferos y contribuye a reducir la huella carbonizadora porque evita incendios y fija CO2 en las tierras de pasto, más eficaces que muchos bosques y humedales. En las zonas montañosas de Asturias, una realidad que conozco muy bien, hay una compleja estructura agropecuaria y ambiental: en el fondo de los valles encontramos explotaciones agrarias familiares, de manzana, maiz, patatas, legumbres, unas pocas vacas de leche, gallinas..., a media altura hay pastos de siega, más arriba pastos de diente y vegetación de alta montaña. Y todo ello combinado con bosques mixtos o monoespecíficos, según zonas. Además, como decía antes, pese a los conflictos, se conserva relativamente bien la fauna, incluídos osos y lobos. Por último, la ganaderia tradicional, al haber moldeado el paisaje, es el activo principal del turismo en el país, la mano invisible que permite a políticos y empresarios vender un paraíso natural. Con estas características, si a alguien se le ocurre instalar macrogranjas de miles de animales, cosa que parece poco probable, se trataría de grandes corporaciones que piensan implantar sistemas de producción prohibidos ya en otros países europeos. Tal vez sea un poco exagerado, pero Xuan Valladares, portavoz de Asturias Ganadera, no andaría muy desencaminado cuando habla de que estos grupos y algunos partidos políticos trabajan para vaciar el campo y dedicarlo a energía y agroindustria, con mano de obra ajena al territorio y mal pagada.

M.J.: Con las declaraciones de Garzón sobre la carne vuelve a suceder lo mismo que cuando opinó sobre el consumo de bollería industrial, de chucherías, de comida ultraprocesada... No son pocos los que critican esa especie de paternalismo, hablando incluso de una intromisión del estado en la libertad de decisión personal. 

D.M.R.: Se habla incluso del estado pastoral, un concepto muy interesante que tampoco podemos despachar a la ligera desde posiciones infantiles. Pero no todo es tan simple como algunos nos quieren hacer creer. Me pareció particularmente sorprendente, por no decir algo más fuerte, la opinión de un hombre culto e informado como César Antonio Molina, el que fuera ministro de cultura con Rajoy. Escribió un artículo en el que hablaba de Alberto Garzón como de alguien con ideas, creo que decía estrambóticas, que quiere volver al homo sovieticus, controlado y vigilado hasta en el comer. Es una salida de tono impropia de alguien inteligente. Me recordó al Aznar de "¿quién eres tú para decirme cuantas copas puedo beber?", cuando se refería al problema de los accidentes de tráfico. En definitiva, nos vienen a decir que quién es un ministro para decirme lo que es mejor para comer y que yo soy el que mejor sé qué es lo que me conviene. Es de suponer que también estarán en contra de los prospectos de los medicamentos, que nos informan de sus contraindicaciones, o incluso de hacer caso al médico cuando nos prescribe un tratamiento. Olvidan o quieren que olvidemos que en situaciones de información asimétrica el mercado no funciona, como le decía al referirme a las emisiones de los gases con efecto invernadero, y las empresas más indecentes son las que se hacen con el santo y con la limosna. Debajo de todo esto se encuentra una idea falsamente liberal que nos remite a que nadie sabe mejor que uno mismo lo que le conviene y que la decisión individual es sagrada, no por un principio de libertad, sino por un principio de racionalidad. Pero no somos tan racionales como creemos, como nos han demostrado, por vías distintas, la psicología y la microeconomía. Con frecuencia preferimos A a B y B a C pero no siempre A a C, como sería lo lógico, y si nos ofrecen D podríamos preferir B a A; si queremos vender un coche con cien mil kilómetros pedimos más dinero del que estaríamos dispuestos a pagar por un modelo igual y con los mismos kilómetros; si el euro fuera un billete en vez de una moneda tenderíamos a gastar menos; y, en el asunto que tratamos, no reaccionamos igual ante un producto que se anuncia como libre en un 90 por ciento de grasa que ante otro que se anuncia como conteniendo un 10 por ciento de grasa, que es exactamente lo mismo. Y aún le puedo poner un ejemplo que conocí de primera mano: ante la escasa demanda que tenía un master en una universidad, a alguien se le ocurrió como solución subir considerablemente el precio y fue un éxito total. Por investigar este tipo de decisiones, que podríamos llamar irracionales, obtuvo George Akerlof, hace ya un cuarto de siglo, el Nobel de economía.  

M.J.: Entonces toda esta discusión responde más a posiciones ideológicas que científicas y las críticas a Garzón tampoco parecen muy consistentes.

D.M.R.: Así es, pero también hay una fuerte ideologización por el otro lado. La izquierda actual, por emplear un término con el que nos entendemos, también trabaja con parámetros similares. Tal parece que la lucha de clases ha sido sustituida por la lucha entre estilos de vida, siendo uno de los estilos principales el que se refiere a la alimentación. El mar Menor, como hemos visto en estos últimos meses, está ya en el colapso y a ello contribuyen la minería, el turismo, las depuradoras urbanas..., pero la principal causa está en que es un sumidero de los fertilizantes utilizados para cultivar verduras y hortalizas, la base de la comida vegetariana. Podemos poner otro ejemplo con una de las actividades peor vistas, la caza. En España se consume poca carne de caza, salvo en los pueblos, donde cazan los lugareños y no urbanitas de grandes cotos, los señoritos arquetípicos, como esos que organizan monterías donde llegan a matar trescientos o cuatrocientos animales en un día, para aprovechar las mejores cabezas como trofeos y a saber lo que harán con lo demás. Los aldeanos que cazan en sus zonas abaten un ejemplar o dos, a veces ninguno, y conservan la carne para todo el año. Un venado y un jabalí son animales criados en total libertad y que no contaminan el medio, que aportan una carne poco grasa y libre de medicamentos, que consumen por kilogramo menos agua que los aguacates... Además el precio es bajo: en la zona en la que yo vivo, en los escasos circuitos de mercado que existen, algunos restaurantes, se paga este invierno a tres euros el kilo de venado o corzo y a dos el de jabalí.

M.J.: De nuevo volvemos a la misma pregunta de antes: ¿están dispuestos los ciudadanos a realizar cambios en sus costumbres para enderezar la situación?

D.M.R.: Las últimas encuestas fiables, las realizadas inmediatamente antes de la pandemia y los cambios cotidianos obligados por la misma, mostraban que en España hay una elevada preocupación por el medio ambiente, y sólo ligeramente superior en la izquierda que en la derecha. Así, el 76 por ciento de los españoles aseguraba haber efectuado cambios  en la compra o en el uso de productos y servicios por la preocupación por el cambio climático, de los cuales el 41 por ciento decía haberlo hecho en la alimentación. No obstante, también hay otros elementos. Una de las encuestas más recientes, realizada por la consultora demoscópica 40dB para el diario El País nos indica que, pese a la toma de conciencia sobre el cambio climático, la mayoría no parece muy dispuesta a hacer esfuerzos económicos para detener el proceso. Así, un 95 por ciento da por hecho que hay un cambio climático, un 76 lo atribuye a la acción humana y el 91 reclama medidas inmediatas. No obstante, nos encontramos ante una gran distancia entre lo que se piensa que hay que hacer y lo que cada uno puede hacer, de forma que sólo la mitad de los ciudadanos  cree que su conducta cotidiana  sirva para algo. En el fondo, parece que estamos ante una visión desgraciadamente muy extendida y en muchos ámbitos, no sólo en el ambiental: hay que actuar pero que lo hagan otros, sin saber muy bien quiénes son esos otros. Por ejemplo, más del 60 por ciento piensa que hay que elevar los impuestos sobre la actividades más contaminantes pero casi el mismo porcentaje cree que políticamente es muy difícil que se haga. Y cuando afecta al bolsillo propio todo queda más oscuro todavía: el 65 por ciento está a favor  de prohibir coches de combustión pero no llegan al 30 quienes son partidarios de aumentar el impuesto a la gasolina y al gasóleo.

M.J.: Nos queda un asunto de actualidad que es de gran importancia: la etiqueta verde nuclear, la posibilidad de que la Unión Europea admita como verdes y seguras al gas y a la energía nuclear, argumentando que es una decisión realista y temporal. Alemania se resiente por la situación del mercado del gas, que puede ir a peor en función de lo que pase en Ucrania, y Francia, como también el Reino Unido, ya fuera de la Unión, anuncia la construccion de nuevas centrales nucleares.

D.M.R.: Ni el gas ni la nuclear son energías verdes, según los propios criterios de la Plataforma de Finanzas Sostenibles, reafirmados en su informe del pasado septiembre. Y que la nuclear sea segura es ya cosa de risa, si no fuera tan trágico. Vamos a dejar de lado las consecuencias de un accidente, siempre probable. Es una energía que puede tener efectos devastadores y que deja residuos peligrosos, como ha vuelto a recordar el presidente de la alemana Oficina Federal para la Seguridad de Desechos Nucleares, Wolfram König. Alerta también de que la probabilidad de que el material radioactivo acabe utilizándose para fines militares o terroristas es creciente. Desde el principio se convirtió en un mensaje tan eficaz como real el considerar que si los romanos de la época de Augusto hubieran tenido energía nuclear aún hoy estaríamos viendo el cambio de guardia en los depósitos de residuos. Por otro lado, la extracción, el tratamiento y el traslado del uranio comportan elevados riesgos para la salud. Defender la energía nuclear supone hipotecar el futuro de muchas generaciones, cientos de generaciones, lo que es contrario al principio central de la sustentabilidad, que es la solidaridad intergeneracional. Además, aunque no emita dióxido de carbono mientras funcionan las centrales, sí lo hace a lo largo de su prolongadísimo ciclo de vida.

M.J.: ¿Y los costes?, ¿es la nuclear una energía barata?

D.M.R.: Pues resulta que no es verde ni segura, pero tampoco barata. Tiene altos costes de producción y son incalculables los costes del almacenamiento porque aún no existe una solución técnica definitiva para los residuos durante los cientos o miles de años en que conservan actividad. Las nucleares más nuevas, las de tercera generación, son la fuente de energía más cara del mundo, como se ha comprobado en Francia y en el Reino Unido. El coste de la electricidad generada por un reactor  nuclear es cuatro veces superior a la procedente de fuentes renovables y, además, ese reactor tarda cinco veces más en conectarse a la red. Lo que pasa es que el modelo vigente de formación de precios de la electricidad retribuye a la energia nuclear de acuerdo con el coste del gas natural, mucho más elevado que las opciones renovables, lo que es muy del agrado de las empresas porque les genera enormes beneficios.

M.J.: Uno de los argumentos favorables a este impulso a la energía nuclear es que la subida de los precios finales de la electricidad se produce por la aceleración de la transición hacia las energías renovables y el acortamiento de los plazos impulsados por algunos gobiernos, entre ellos el español.

D.M.R.: Esa es una visión tan cortoplacista como errónea. Los precios suben sobre todo cuando aparecen estrangulamientos en el sector de los combustibles fósiles, particularmente si se trata del gas. Es en ese momento coyuntural cuando la electricidad de origen nuclear presenta alguna ventaja económica. Mirando a medio y largo plazo, la situación real de la Unión Europea es precisamente la contraria y nada tiene que ver con la transición energética. De haber algún vínculo entre la descarbonización y el nivel de precios, es el contrario: estos suben porque aún hay muy poca producción eléctrica de origen renovable. La generación eléctrica con energías renovables es mucho más barata y más que lo será cuando se logre desarrollar del todo las tecnologías de almacenamiento y las conexiones entre países. Todo este asunto responde a los intereses de Francia que, al meter en su propuesta nuclear al gas, ha conseguido el apoyo de Alemania.

M.J.: El caso de Francia es muy específico en el conjunto de la Unión Europea. 

D.M.R.: ¡Y tan específico! Desde que el Reino Unido abandonó la Unión, sólo queda Francia como país nuclearizado y sin política de desnuclearización. Desde un principio, desde los años cincuenta, ya venía siendo el único que tenía en la nuclear su fuente energética principal. Esta política fue el fruto del intento del general De Gaulle de devolver la grandeur a Francia, para lo que decidió convertirse en una potencia militar atómica. Esa estrategia bélica, esa política energética concebida para la guerra, fue readaptándose con un programa que se llamó Atomes pour la Paix y que fue costosísimo. Las ayudas públicas a esa conversión fueron ingentes, falseando los costes y permitiendo que una energía carísima le resultara barata al consumidor. Como indicador, podemos fijarnos en que las ayudas a las energías renovables en Francia han sido seis veces inferiores, según datos de la OCDE, poco sospechosa de ecologismo.

M.J.: La situación de Alemania parece complicada. Los verdes, que forman parte de la actual coalición gubernamental han reafirmado su tradicional rechazo a la energía nuclear.

D.M.R.: Eso es cierto, pero no sólo eso. El mismo canciller Scholz ha reafrmado su política energética, contraria a la posible decisión de Bruselas, y renovado el veto a las nucleares que impusieron los socialdemócratas hace años y que Merkel, aunque no fuera una antinuclear confesa, respetó durante su largo mandato. La cuestión está, como le decía, en que Alemania tiene una gran dependencia del gas en este período de transición hacia las renovables y de cierre de nucleares, y en que Francia, hábilmente, ha metido en el mismo paquete a las dos fuentes energéticas, la nuclear y la gasística. 

M.J.: ¿Cómo será el proceso de decisión y cuál será el resultado?

D.M.R.: El proceso es el habitual: la Comisión deberá presentar su propuesta mediante un acto delegado una vez finalizado el periodo de consultas. Como es un acto delegado de carácter técnico, es decir, una decisión no legislativa, puede salir adelante sin que haya unanimidad de los estados miembros. La única forma de rechazar la propuesta es con una mayoría cualificada, lo que significaría el voto contrario del 55 por ciento de países que representan al 65 por ciento de la población. Es una vía cerrada por cuanto el bloque contrario a la propuesta no llega al 15 por ciento de países y población. Para dejarlo un poco más claro y en números redondos, sería necearia una mayoría en el parlamento o que al menos 21 países se opongan al acto delegado, se opongan a delegar sus funciones. El bloque antinuclear está liderado por España, la cuarta potencia de la Unión, contando también con Austria, Dinamarca y Luxemburgo. Con estos números, lo más probable es que la propuesta salga adelante.

M.J.: ¿Estamos ante una marcha atrás en la política energética de la Unión Europea?

D.M.R.: Quiero creer que no sea una marcha atrás. La Unión Europea viene abanderando históricamente las políticas que permitan aquella solidaridad intergeneracional de la que hablábamos antes, siendo particularmente beligerante en las cumbres del clima; pero esta propuesta de la Comisión, si sale adelante como parece ser, pone en riesgo toda la arquitectura de la transición energética, no sólo en Europa, sino en el mundo. Además, ahora que estamos en pleno reparto de las nuevas modalidades de inversión y de gastos mancomunados, esta iniciativa provocará bastante inquietud e ineficiencias. Por otra parte, nos volvemos a encontrar con el viejo problema del déficit democrático: el parlamento, la única institución que representa directa y universalmente a los europeos, aparece como un convidado de piedra ante la prepotencia de la Comisión. ¿Cómo algo tan importante, vital y hasta potencialmente peligroso como es la energía nuclear puede decidirse a través de actos delegados y que los representantes de la ciudadanía tengan que sumar la mayoría cualificada y doble de países y población para pintar algo en el lienzo? Estamos ante un golpe triple por parte de Francia con el beneplácito de Alemania: al desarrollo sostenible, a la democracia y al proceso de federalización.

M.J.: Se nos acaba el tiempo y hemos recorrido varios escenarios, aunque en el fondo sea uno sólo, de la dialéctica entre la economía y el medio ambiente, con todo el entramado de intereses que hay detrás. Muchas gracias, profesor Rivas, por habernos dedicado su tiempo y dejarnos un poco más claro el panorama.

D.M.R.: Ha sido un placer. Buenas noches. 


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