"Trump fue el peor gestor del siglo; Biden es una incógnita, pero creible"


 

José Ignacio Arroyo: Parece ya clara la victoria de Biden en las elecciones norteamericanas y que pocas posibilidades tiene Trump de torcer la marcha de los acontecimientos. Tenemos con nosotros para hablar de los aspectos económicos de este cambio en Estados Unidos a David M. Rivas, profesor jubilado de estructura económica de la Universidad Autónoma de Madrid, al que muchos oyentes conocerán de otras ocasiones. El profesor Rivas nos habla desde su casa en Asturias, en una pueblo pequeño.  Buenas noches.

David M. Rivas: Buenas noches.

J.I.A.: ¿Un pueblecito de esos que salen en los catálogos y en las postales?

D.M.R.: La verdad es que no llega ni a pueblecito. Es una aldea. Y supongo que sí es de postal.

J.I.A.: Aunque nos interesa la opinión del experto en economía internacional que es el profesor Rivas, también hablaremos de otras cosas, tal vez más tratadas en los medios y sobre las que la gente opina con más conocimiento o, al menos, con mayor información. Al fin y al cabo, es un buen conocedor de la sociedad americana. Han pasado sólo seis días de las elecciones. En Europa, si viviéramos esa situación, diríamos que han pasado ya muchos días y que sigue la polémica. Y parece que seguirá. ¿Cómo valora, en general, estas elecciones?

D.M.R.: Yo, personalmente, esperaba esta victoria de Biden pero tampoco me hubiera llevado una gran sorpresa si hubiera ganado Trump. A poco que conozca uno el sistema electoral norteamericano, sabe que esa posibilidad existía y que no era ninguna hipótesis descabellada. Se ha puesto en entredicho, al margen del resultado, el sistema electoral de Estados Unidos, hasta el punto de que muchos dicen que es el gran derrotado del proceso. Seguramente el país necesita una reforma del modelo, que no sólo se refiere a la elección de presidente sino también del senado y de otros representantes, incluídos algunos gobernadores. La forma en que se emiten y se recuentan los votos abre la posibilidad a múltiples errores y también facilita la manipulación. Hasta hace unos años no importaba mucho porque la distancia entre el ganador y el perdedor era muy grande, pero últimamente no es así. Eso hace que, al margen de quién gane, a los votantes les entran dudas sobre la legitimidad del resultado. No hay que olvidar que los demócratas han ganado en el sufragio popular en seis de las siete últimas elecciones presidenciales, pero en dos de ellas salió un presidente republicano: Bush hijo y Trump. Este año podría haber sido la tercera vez. Y todo parece indicar que este año, con trece millones de votos menos, los republicanos podrían tener mayoría en el senado.

J.I.A.: En Estados Unidos, algo que aquí nos llama la atención, ejercer el derecho al voto es una especie de carrera de obstáculos. No basta con ir al centro electoral y votar.

D.M.R.: No tienen el equivalente a nuestro carnet de identidad y se identifican normalmente con el de conducir, con el pasaporte o con la tarjeta de la seguridad social, quienes tengan alguno de estos documentos. Por eso se exige inscribirse expresamente en el censo electoral. Pero hay más en el transfondo: la democracia ha sido históricamente un combate, con una gran resistencia de las minorías dominantes a dar carta de ciudadanía a los demás. Todo empezó cuando se abolió la esclavitud y los negros, ya libres, empezaron a exigir derechos, entre ellos el de voto. Y sigue siendo un camino lleno de barreras: la inscripción previa, los reglamentos concretos, la dificultad para votar por correo, los controles en el recuento...

J.I.A.: No deja de ser algo paradójico que la elección del líder de la nación más poderosa del mundo dependa de unos cuantos miles de votos en unos pocos estados.

D.M.R.: Fíjese en que el mismo Paul Auster ambienta su novela Un hombre en la oscuridad en unos Estados Unidos envueltos en una guerra civil a raíz de las elecciones del año 2000, precisamente las que ganó George W. Bush gracias a que el tribunal supremo le otorgó el colegio de Florida, donde su hermano Jeb era gobernador, por algo más de 500 votos. Hay quien dice, con aire de chiste, que al presidente de Estados Unidos lo deberían elegir ciudadanos de muchos otros países. En fín, lo que usted dice es cierto pero también lo es que Estados Unidos es un modelo federal y que el voto final a través de colegios electorales da seguridad a los estados pequeños, que le dicen al candidato: “vas a salir con nuestro voto porque es un voto de estado, no de individuos, con lo que, si no nos tratas bien, podemos cambiar el voto dentro de cuatro años”. Por eso también los estados eligen a dos senadores, independientemente de su población.

J.I.A.: Pero el modelo electoral de Estados Unidos siempre ha sido el mismo y nunca había provocado tanta controversia.

D.M.R.: El modelo es básicamente el mismo desde el principio, pero tuvo modificaciones más o menos importantes a medida que iban ganando terreno, a los españoles primero y a los indios y a los mexicanos después, y según los territorios de expansión iban convirtiéndose en estados. El modelo político estadounidense era el ideal para una sociedad anglosajona, protestante, masónica, de pequeños propietarios agrícolas… Pero cuando se extendió, se complejizó, se abolió la esclavitud, llegaron inmigrantes de todas partes, apareció el capitalismo industrial y el proletariado organizado… el pacto sinalagmático de los liberales federales quebró. Y en los últimos años la hiperglobalización y la crisis económica completaron el proceso. El cambio fue imparable y va a ir a más. Estados Unidos ya no es el país homogéneo al que se aferran algunos, hasta el punto de que los republicanos, nacidos de la oposición a la esclavitud frente a los demócratas aristocráticos sudistas, son ahora una ultraderecha racista, ultrarreligiosa y ensimismada. En Estados Unidos siempre ha existido una enorme tensión entre el discurso que nace de sus documentos fundacionales, esos grandes principios, y las realidades de la esclavitud, el genocidio indio, la discriminación social… Y a ello se le añade otra cuestión que ya viene del origen de su conformación: su historia política es, entre otras cosas, la de la tensión entre el principio un hombre un voto y el principio federal. Pero, a este respecto, no quiero dejar pasar la ocasión de decir una cosa: es curioso que eso llame la atención en España, donde votan las hectáreas y las provincias, y no las personas. ¡Qué se lo digan, por ejemplo, a Izquierda Unida! Asturias y Aragón tienen la misma población, más o menos, pero Asturias está representada por 7 diputados y 4 senadores, mientras que Aragón lo está por 12 diputados y 12 senadores. Castilla y León, la comunidad más despoblada, cuenta con 31 diputados y 36 senadores, mientras que Madrid tiene 4 senadores. Me hacen gracia los medios españoles dándole lecciones de democracia y de ejemplaridad electoral a Estados Unidos, medios de una España donde no todos los votos valen lo mismo y donde tampoco se practica el federalismo.

J.I.A.: Para nosotros Estados Unidos es un país conocido, del que tomamos ejemplo en muchas cosas, seguramente tan odiado como admirado, que nos ha exportado muchas de sus formas de vida, desde las hamburguesas hasta su halloween, por no hablar de su cine, su música… Sin embargo, cada vez que hay elecciones o un conflicto entre poderes, cosas de ese tipo, nos parece estar ante una sociedad incomprensible, ante una gente muy rara, por decirlo así.

D.M.R.: El europeo medio cree saber mucho de Estados Unidos y lo cierto es que es una sociedad muy difícil de comprender. Para empezar es una sociedad pluriétnica, pluricultural y plurirreligiosa, situación que en Europa no hemos conocido hasta hace tres décadas, salvo en el caso del Reino Unido, y a países como España esa realidad no llegó hasta hace diez años, y sólo en algunas zonas. Vemos películas y series norteamericanas, hemos importado su modelo de vivienda unifamiliar suburbial, que es una atrocidad, y nos identificamos con esa sociedad. Cuando un europeo de más de treinta años viaja por vez primera a Nueva York, le parece estar en un lugar conocido, porque reconoce calles y lugares, incluso restaurantes y hasta esquinas con el carrito de los perritos calientes. Un gallego medio, por poner un caso, conoce mejor el centro de Nueva York que el de Barcelona o el de Bilbao, por no hablar del de París o el de Berlín. Lo ha visto cientos de veces en el cine y en la televisión. Creemos, entonces, compartir valores y prioridades vitales, y no es así. A veces idealizamos, para bien y para mal, y distorsionamos una sociedad que es muy compleja y con enormes disparidades.

J.I.A.: ¿Es tanta la diferencia?

D.M.R.: Para un europeo medio y un estadounidense medio las diferencias son enormes. Sí hay menor distancia entre las clases cultas de Nueva York o de Boston, de San Francisco o de Los Ángeles, y las clases cultas europeas. Por ejemplo, yendo al cine, desde siempre directores como Coppola, Allen o Stone han tenido más aceptación en Europa que en Estados Unidos, exceptuando esas cinco o seis ciudades. Hay casos llamativos. Todos sabemos de determinados prospectos de medicinas y de instrucciones de herramientas, pensados para evitar pleitos en los juzgados. O nos choca que en Florida se puede conducir sin casco si tienes más de 21 años y dispones de seguro médico. Se supone que si has pagado de antemano para que te recompongan los huesos eres libre de romperlos, por no hablar de que en un par de estados un hombre puede encañonar al novio de su hija con un arma corta pero comete delito si lo hace con un rifle. Cuando llega el invierno muchas empresas, neoyorquinas básicamente, pagan a algunos trabajadores sus desplazamientos en taxi, para evitar que resbalen en la nieve y se lesionen, pleiteen y un abogado listo les saque unos miles de dólares que se reparte con el demandante. Lo mismo hacen las administraciones públicas. Esa es una lógica impensable en Europa. Y es que el concepto de libertad de un europeo consiste en algo abstracto, nacido de la ilustración y basado en un poder público que regula y garantiza. En Estados Unidos la libertad tiene una base casi religiosa y es algo que el individuo debe ganarse. De ahí que les parezca lógico poner dificultades al voto, por ejemplo. El gobierno no es visto como una garantía sino como un potencial agresor, y de ahí la supremacía del poder judicial sobre el ejecutivo y el legislativo, la enorme importancia de la prensa e incluso toda la dramática historia de la libre posesión de armas.

J.I.A.: Y en este contexto, ¿de dónde sale el triunfo de Trump? Porque, aunque hace cuatro años ganara sin contar con la mayoría de los votantes, incluso con menos votantes que Hillary Clinton, lo cierto es que batió varios records. Y durante estos cuatro años, aunque pasó por momentos malos, siempre gozó de gran apoyo, tal vez hasta que llegó la pandemia y las cosas empezaron a cambiar.

D.M.R.: Trump es fruto de muchas circunstancias que confluyen. Hay una especie de rebelión contra los poderes tradicionales, contra el stablishment, que en Estados Unidos muchos identifican con los liberales, sinónimo allí de izquierdistas, del este, de California y de las élites de Washington. Pero eso está pasando en otras partes del mundo desarrollado, como el Reino Unido, donde el famoso muro rojo laborista acabó siendo vivero del populismo; o como Francia, donde los viejos barrios comunistas se pasaron al Frente Nacional en muy pocos años. También sucede en países más pobres, como Rusia, Hungría o Brasil. En Estados Unidos el trumpismo caló en el cinturón oxidado, las regiones de la vieja industria del automóvil, de la siderurgia, de la industria manufacturera. Son los abandonados de la globalización y de la fuga de capitales. Pero, además, aquí la cuestión se mezcló con las raíces de la América profunda, los estados rurales del oeste y del sur, donde se hizo fácil el discurso de buscar culpables externos y cómplices internos, y de revindicar los valores tradicionales, con el racismo, la homofobia, el anticosmopolitismo o la misoginia incluidos. A estas personas no les importa tanto la verdad como la narración. Además, por el propio sistema electoral, los demócratas decidieron no ocuparse de esa población, centrándose en consolidar sus estados fuertes y en mimar a los cuatro o cinco que podrían determinar el resultado final. Hay grupos que son presas fáciles para quien les ofrece un objetivo político como sustituto del personal: “es posible que no sepas lo que quieres pero sí que sabes a quien odiar”. Era una tormenta perfecta en favor de Trump. Ya hace mucho que Camus escribiera que la tiranía no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios, sino sobre las faltas de los demócratas. En definitiva, la democracia está en peligro porque sus resortes son muy bien aprovechados por los antidemócratas. Eso está sucediendo en muchos países pero en Estados Unidos es particularmente grave porque su historia, desde el principio, es precisamente la historia de la puesta en marcha de un sistema democrático, un sistema que está mostrando una cierta inoperancia. La democracia es, básicamente, un conjunto de procedimientos, y esa concepción es consustancial al modelo norteamericano. Volvemos al asunto del enorme cambio socioeconómico de los últimos cuarenta años, que ha sido mucho más rápido que la reforma de los procedimientos electorales, representativos y, en general, políticos. Es una situación como si en la España de hoy nos rigiéramos por la constitución de Cádiz.

J.I.A.: De esta forma, el país queda dividido en dos, como si existieran dos mundos paralelos.

D.M.R.: Así es, pero es que hay una realidad: hoy Estados Unidos se va pareciendo cada vez más a América Latina en polarización política y desigualdad económica y, además, sin los mecanismos sociales de solidaridad que tienen, pese a la degradación de los últimos tiempos, al sur del río Grande. Medio país está desconcertado ante el fin de un ciclo histórico, el que surgió del desenlace de la segunda guerra mundial, y el otro medio exige cambios radicales. Y todo ello en un contexto de pandemia y de crisis económica. Se produce un choque cultural entre los valores postmaterialistas de unas generaciones acomodadas, urbanas, laicas, instruídas, tecnológicas, y las más tradicionales, rurales, religiosas, conservadoras. Pero, a un tiempo, se produce una transformación económica que se lleva por delante el trabajo fijo, los sectores clásicos, la gran industria intensiva en mano de obra. Así, también se hunde un proletariado clásico, abandonado por las élites, incluso por las sindicales y progresistas. Las dos explicaciones confluyen pero la económica es la explicativa, determinante en última instancia diría Marx, como se puede comprobar en que es la crisis de 2008 la que hace eclosionar definitivamente a movimientos ultraderechistas o directamente fascistas, hasta entonces marginales, en todo el mundo, desde Amanecer Dorado en Grecia hasta Vox en España, pasando por los populismos de Johnson en el Reino Unido, Orban en Hungría o Trump en Estados Unidos. Y esta nueva crisis que abre la covid no hace sino reforzar esas tendencias. Por eso, aunque Trump y los populistas como él no pueden solucionar nada, sino más bien empeorarlo todo, aunque con su rechazo al multilateralismo perjudican a sus partidarios, éstos siguen siendo fieles al líder. El simple hecho de tener que recurrir a la caridad refuerza ese liderazgo porque el empobrecido recibe ayuda de entidades religiosas, fundamentalistas en buena medida, y no del sector público. Por eso el fenómeno de Trump no es tan trasladable a Europa, donde existe un estado del bienestar mucho más desarrollado. La hipótesis de Fukuyama tras la caída del muro de Berlín de que asistíamos al fin de la historia, con el triunfo total de la democracia liberal y del neoliberalismo económico, resultó ser algo infantil, como bien dijeron entonces los filósofos y pensadores críticos. Fukuyama y sus seguidores, fieles papanatas que se contaron por millones, no quisieron ver que el neoliberalismo económico estaba sentando las bases para la muerte de la democracia liberal.

J.I.A.: Hay un consenso generalizado en torno a que los republicanos son más diligentes a la hora de llevar a cabo políticas económicas que los demócratas. De hecho, pese a la pandemia y la mala situación económica de los últimos tiempos, los analistas hacían hincapié en que esa era la gran baza de Trump.

D.M.R.: Eso es un mantra y no sólo funciona en Estados Unidos. En general, también en Europa, se piensa que la derecha gestiona mejor y sale con mayor facilidad y rapidez de las crisis, con lo que el modelo es una sucesión de ciclos, con una izquierda que gasta y distribuye, una derecha que contiene y recupera, de nuevo la izquierda redistributiva y así sucesivamente. Pero eso no es cierto y, además, es menos cierto en Estados Unidos. En 2016 dos reconocidos economistas, Blinder y Watson, demostraron que la economía de Estados Unidos funcionó mucho mejor bajo presidencias demócratas que bajo presidencias republicanas. Es verdad que estos estudios tienen un problema metodológico, porque los mandatos presidenciales o las legislaturas, según de qué modelo estemos hablando, no son comportamientos estancos. Por ejemplo, en su día la Heritage Foundation señaló que el gobierno más liberalizador de España fue el de Rodríguez Zapatero, mientras que el más intervencionista fue el de Rajoy. La clave estaba en que Zapatero gobernó con las bases sentadas por Aznar y Rajoy con las sentadas por el propio Zapatero. Y podríamos decir que la ministra Calviño, la actual titular de economía, trabaja con lo heredado del anterior gobierno, por ejemplo con la reforma laboral, aparte de que ella parece encontrarse cómoda en esa situación. De todas formas, Samuel Williamson, de la Universidad de Miami, analizó los resultados económicos de las distintas administraciones norteamericanas desde 1900 y se encontró con que Trump fue el presidente más alejado de lo que sería un buen gestor. De entre veinte presidentes, se queda en el puesto trece en incremento del PIB real, con un escaso 2,5 por ciento, frente a un 9,1 de Roosevelt, un 5,2 de Johnson y sólo cerca del mejor republicano, Nixon, que se apunta un 3,0 por ciento. Y los tres hicieron frente a una guerra. Si vamos a un plazo más corto, contando los doce trimestres efectivos de sus mandatos, con Trump la economía creció un 7,7 por ciento, empatando con Reagan, y lejos del 17,7 de Truman, del 16,7 de Kennedy-Johnson, del 10,1 de Eisenhower y del 9,2 de Carter. Y si añadimos el décimotercer trimestre, el PIB cayó en un 3,3 por ciento con Trump, único caso en casi un siglo y cuarto. Por otra parte, tanto Reagan como los dos Bush, puestos como ejemplos muchas veces, especialmente el primero, basaron el crecimiento en el sector público y no en el privado, muy por encima de cualquier demócrata salvo las administraciones de Truman y de Kennedy-Johnson, que tuvieron que tirar de la demanda militar por las guerras de Corea y Vietnam. Si atendemos a la deuda pública, los datos no son mejores. En 1956, Eisenhower alertó del enorme endeudamiento que dejaba en herencia a sus hijos y era del 50 por ciento del PIB. Trump deja una deuda del 156 por ciento, la friolera de 27 billones de dólares, la mayor de la historia, incluyendo la guerra civil de secesión. Por lo que respecta al déficit comercial, es del 18 por ciento, el mayor de los últimos catorce años, pese a la verborrea del America first, el proteccionismo, la ruptura del multilateralismo, la desobediencia a los organismos internacionales…

J.I.A.: Si las cosas son así, como usted dice, no comprendo por qué los economistas inciden una y otra vez en la interpretación contraria.

D.M.R.: Las cosas no son así, como yo digo, sino que Blinder, Watson y Williams lo han demostrado trabajando con datos, realizando estudios empíricos. Lo mismo decía Krugman en un artículo de unos días antes de las elecciones. Dicen que los economistas suelen ser de derechas y que incluso los que son de izquierdas lo son menos que otros izquierdistas de cualquier otra profesión, disciplina o situación social. Eso no es cierto. Lo que pasa es que los economistas, si somos serios, aunque deseemos lo mismo que otras personas con una posición política cercana a la nuestra, tratamos de ser escrupulosos con los datos y, por ejemplo, arrugamos la nariz cuando se plantean políticas de gasto sin ofrecer ningún modelo de ingreso. Eso es todo. Los que repiten mantras y clichés, aparte de algunos economistas de partido, son los opinantes, los listillos de tertulia, que son como los amigos discutiendo en el bar, con la diferencia de que estos últimos son inofensivos. ¿Desde cuándo no oye usted a un economista mencionar la ley de Laffer? Se trata de esa idea de que bajando impuestos se recauda más. Pues seguramente hace mucho que no escucha esa letanía, porque ya está archicomprobado que esa ley no se cumple ni se cumplió nunca. Sin embargo, sí lo verá usted en el parlamento, en algunas columnas de prensa y en las tertulias. Pero es que alguno de sus mantras es del todo irrisorio: ¿cómo, por ejemplo, se le puede ocurrir a alguien que con contención salarial y menor gasto público se puede mejorar el nivel de vida?  Volviendo a los Estados Unidos, los republicanos siempre pronosticaron el desastre de las políticas progresistas y nunca acertaron. El período de Reagan, el gran valedor de Laffey precisamente, fue de una prolongada expansión, pero también lo fue la de Clinton y, además, fue más duradera, como explica Krugman en el artículo del que le hablaba, en el que también muestra cómo el crecimiento del empleo en los dos primeros años de Trump fue debido a los mecanismos que heredó de Obama. Se equivocaron profetizando el desastre que supondría la subida de impuestos de Clinton en 1993 y cuando el gobernador Jerry Brown hizo lo propio en California: tanto la economía nacional como la del estado crecieron por encima de la media. Lo mismo pasó con la ley sanitaria de Obama: predijeron una destrucción de millones de empleos que no se produjo. También hay estudios de Stiglitz y otros de la Universidad de Columbia que plantean cuestiones parecidas.

J.I.A.: ¿Eso quiere decir que el programa económico de Biden es realista y que la recuperación económica será más fácil para Estados Unidos y, en definitiva, para el mundo? Al fin y al cabo, Estados Unidos sigue siendo la primer potencia económica y su marcha económica condiciona la del resto.

D.M.R.: No, no podemos afirmar eso. En primer lugar, seguimos, aquí y allí, en una situación de enorme incertidumbre por la pandemia de la covid, lo que, lo mismo que afectó negativamente a Trump, por mal que lo pudiera hacer previamente, lo puede hacer con Biden por muy bien que lo quiera hacer. Tampoco Biden es el enemigo del capitalismo como algunos lo pintan. Es más bien un neoliberal, aunque la realidad lo ha ido moderando, mientras que Trump representa la brutalidad sin límites del capitalismo. El debate entre izquierda y derecha es falso, lo es en muchos sitios pero particularmente en Estados Unidos. La realidad es la de un combate entre la democracia y los populismos, y en esta texitura parece que Biden se va apartando de sus viejos planteamientos y que se compromete con la justicia social y con la lucha contra el cambio climático, que son los dos vectores principales del futuro. El cambio de Biden me recuerda a Fourier, un socialista de los mal llamados utópicos, que reflexionaba: “es un chocante liberalismo el querer todo para sí y nada para los demás”. También es cierto que hay en el equipo de Biden voces de izquierda, en el sentido europeo más estricto, socialdemócratas si le parece mejor, que proponen, por ejemplo, endurecer la regulación bancaria. Algunos de ellos ya participaron activamente en la elaboración de las leyes de protección de los consumidores de 2010, un paso casi inconcebible entonces. Pero no olvidemos que los bancos donaron 75 millones de dólares para la campaña y alguna influencia tendrán en nombramientos y reparto de responsabilidades. Tampoco es precisamente Biden un hombre carismático que genere grandes pasiones, pero representa un regreso a los principios democráticos, al diálogo y al multilateralismo internacional, piezas básicas para reformas económicas estructurales. Por otra parte, el programa demócrata plantea que sus planes de gasto público y su reforma fiscal crearían millones de puestos de trabajo y fomentarían el crecimiento, y lo único que podemos decir es que es posible, que Biden y los suyos pueden tener razón, pero poco más. Sí tenemos indicadores indirectos, como la reacción alcista de las bolsas nada más conocerse el triunfo demócrata, incluso con un Trump afirmando lo contrario y calentando el horno cuanto podía, situación que va enfriándose. De la misma forma, agentes tan poco sospechosos de izquierdismo como Goldman Sachs o Mood’s Analitical están manifestando un entusiasmo no muy corriente con Biden. Doy por hecho de que Trump dará la lata durante unas semanas pero que no tiene nada que hacer, pero es muy posible que los republicanos logren la mayoría en el senado y que, desde allí, practiquen lo que algunos analistas han llamado sabotaje fiscal, haciendo muy difícil una nueva política de gasto.

J.I.A.: Pero el incremento de gasto nos puede llevar a otra crisis. ¿O es que esto, que se repite una y otra vez, no es así y estamos ante otro mantra?

D.M.R.: De mano, ¿a qué crisis tememos estando donde estamos?, ¿a que pierda qué y quién? Si la situación de la mayor parte de la humanidad no puede empeorar mucho… Es que la realidad macroeconómica internacional no es esa. Desde hace más de una década, pese a la recesión, vivimos en un mundo con exceso de ahorro privado, que supera sistemáticamente al gasto y mucho más a la inversión real. Eso se manifiesta en los bajos tipos de interés incluso en economías fuertes como la japonesa, que estuvo casi veinte años en un estancamiento deflacionario. Es el momento de que los estados empleeen ese ahorro en presupuestos deficitarios, eso sí, en programas productivos, no especulativos ni de apropiación de renta por parte de los más ricos, como ha sucedido desde la recesión del 2008. Y parece que esto lo tienen claro los economistas de Biden, que plantean presupuestos expansivos en infraestructuras y educación, por ejemplo, destinados a favorecer la economía a largo plazo.

J.I.A.: Parece ser que el éxito de Biden en algunos de los estados que decidieron el resultado se debió a que los demócratas recuperaron votos afroamericanos y se beneficiaron del crecimiento del voto latino. ¿Qué piensa de eso?

D.M.R.: No sé mucho de esas cuestiones, por lo que no tengo una opinión formada que vaya más allá de la aplicación de un poco de lógica. El voto negro siempre ha sido demócrata y no creo que hace cuatro años Trump recibiera muchos votos de ese segmento, con lo que no me parece que podamos hablar de recuperación por parte de Biden. El voto latino, hispano, me parece que es difícil de analizar, salvo para grandes expertos en la materia, cosa que yo no soy. No obstante, aprecio algunos cambios. El voto de origen cubano ha cambiado y el peso de los anticastristas furibundos de las primeras migraciones es decreciente. Las nuevas generaciones de cubanos, nietas ya de las dos primeras oleadas, son nacidas en Estados Unidos y ven las cosas de manera distinta. A esas generaciones se les une la inmigración más reciente, con motivos meramente económicos y bastante desideologizada. Por ejemplo, la subgobernadora de Florida, Jeanette Núñez, muy ligada a las posiciones viejas, decía en la campaña que las familias cubanas habían sufrido el socialismo y que, por eso, no se dejaban engañar. Pero, a la vez, muchos jóvenes de su comunidad, precisamente por la misma razón, no se creen el discurso de que Biden sea un comunista y no comprenden a los cubanos de Miami que parecen querer que sus familias de Cuba sigan sufriendo con el bloqueo. Esas nuevas generaciones esperan que los demócratas hagan más fácil la obtención de visados, faciliten las transferencias y ayuden al desarrollo económico de Cuba. Eso explica que Biden estuvo a punto de ganar en Florida, aunque al final se impuso Trump. Sin embargo los venezolanos, la comunidad que más creció en los últimos años en Miami, se comportan como los cubanos de hace treinta años. Y los mexicanos no tienen un comportamiento homogéneo, siendo bastantes los que, con su situación ya resuelta, prefieren que la inmigración legal se detenga para poder ir ganando en privilegios. No obstante, el voto mexicano que recuperaron los demócratas fue vital en Arizona, uno de los grandes triunfos de Biden. A mí se me hace muy difícil hacer un buen análisis. Y nos quedan los asiáticos, una minoría en auge. Son 20 millones, creciendo un 70 por ciento en 20 años y, aunque constituyen el 6 por ciento de la población, han registrado el doble de votantes desde 2000. La mayoría es indecisa porque, aunque ciudadanos, el 70 por ciento ha nacido fuera y no están adaptados a la cultura del país, aunque suelen decantarse por los demócratas, sobre todo los indios que, además, en esta ocasión tenían a Kamala Harris como candidata a la vicepresidencia. De los asiáticos, tan sólo los de origen vietnamita, muy presentes en el sur de California son activos, conservadores y republicanos, porque tienen planteamientos como los de los viejos cubanos y los actuales venezolanos. Lo que sí recuperó Biden fue parte del voto blanco de las zonas industriales azotadas por la crisis, revirtiendo una tendencia que parecía bastante firme. Tal vez haya en algunas regiones un rearme del proletariado clásico, el heredero del viejo sindicalismo que, tal vez, se ha ilusionado un poco con la posibilidad de cambio que se abre. Y si, tras un recuento que puede llevar más de una semana, Georgia cae del lado de Biden, se confirmaría esa recuperación. Georgia, el cinturón de melocotón, es hostil a los demócratas desde hace décadas, pero es un estado en expansión económica y de los que más crece demográficamente, con emigración hispana pero con un notable repunte de la población anglosajona, jóvenes blancos con comportamientos más parecidos a los de la costa este. Si Biden gana en Georgia, mi percepción de las cosas no resultará desatinada.

J.I.A.: Se ha referido, sólo de pasada, a Kamala Harris. Bastantes analistas han visto en esta mujer uno de los revulsivos más importante para entender el triunfo demócrata, no sólo por ese tirón en la población de origen asiático a la que usted se refería.

D.M.R.: A mí me parece evidente que Harris es el gran activo de los demócratas. Ha supuesto un enorme atractivo para esos votantes asiáticos, muy especialmente entre los indios, pero, en general en todas las minorías. Los negros también la tienen como suya y muchos latinos lo mismo. Además, evidentemente, cuenta con el apoyo de gran parte de las mujeres, con un tirón muy superior entre las feministas al que tenía Hillary Clinton, porque no sólo cuenta con el apoyo del feminismo académico y de clase alta, sino del feminismo de base, de las mujeres de clase obrera. Ya fue una pionera en 2011, cuando asumió la fiscalía general de California y cuando, siendo senadora, apoyó el mantenimiento de las leyes de Obama para no dejar sin seguro médico a veinte millones de personas frente a la pandemia de la covid. Si algo saca de quicio a los racistas es el matrimonio mixto y, más aún, si esas parejas tienen éxito y reconocimiento social. La madre de Harris emigró desde la India en los cincuenta para acabar siendo una prestigiosa investigadora sobre el cáncer y se casó con un negro jamaicano que fue profesor de la Universidad de Stanford. Para rematar el asunto, Kamala Harris se casó con un abogado judío de Brooklyn. En definitiva: es todo un símbolo de los Estados Unidos del gran relato épico y la pesadilla de gente como Trump. Nunca un candidato a la vicepresidencia tuvo tanto peso en una campaña y, además, Harris aparece como posible presidenta, tal vez en dos años, dada la edad y la mala salud de Biden, pero segura candidata a la Casa Blanca en 2024. Lo resumía muy bien la alcaldesa de su ciudad, Oakland, una anglosajona de vieja estirpe: “Kamala representa todo un mundo nuevo”.

J.I.A.: Una última pregunta: ¿qué hará Trump?, ¿el trumpismo sobrevivirá a Trump?

D.M.R.: Trump no está derrotado. Resistirá hasta donde pueda, que no será mucho, pero algo tendrá preparado para intentar volver o para condicionar a otros. El gran perdedor de este conflicto es el propio partido republicano, que se ha hecho tan trumpista que va a tardar en encontrar un camino distinto. Hoy se enfrenta a que ha sido incapaz de fiscalizar a su líder durante estos cuatro años, con lo que en el senado y en el congreso la voz era la de Trump y no la del partido. Trump deja un trumpismo, que durará bastante tiempo, y con él la posibilidad de que el país siga fragmentado y más violento de lo que ya era tradicionalmente. No obstante, la democracia norteamericana es sólida, sus tradicionales poderes compensatorios funcionan y su ciudadanía, incluido el ejército, o cree firmemente en su relato constitucional o no sabría con qué discurso sustituirlo.

J.I.A.: Muchas gracias, profesor Rivas, por su análisis y por sus opiniones que, como casi siempre, resultan chocantes en algunos extremos.

D.M.R.: Buenas noches, Arroyo.

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