"La monarquía podrá caer, pero no va a ser en esta ocasión"
Diego Galindo: Un día más
preguntándonos por el paradero del rey Juan Carlos, por las circunstancias de
su espantada, por el futuro de la monarquía… Hoy charlamos con David Rivas,
conocido seguramente para algunos de los oyentes aunque hace tiempo que no lo
tenemos con nosotros. David Rivas es profesor titular de estructura económica,
jubilado recientemente de la Universidad Autónoma de Madrid, un hombre crítico
y polifacético. Hablamos con él por teléfono. Buenas y calurosas noches, ¿qué
tal en esa aldea de Asturias en la que vive?
David M. Rivas: Buenas
noches. Aquí estamos muy bien Está lloviendo.
D.G.: ¿El rey emérito está
huido, escapado, ocultado, exiliado…?
D.M.R.: Pues no sé qué
decir, pero todo tiene una pinta de huida. Lo más asombroso es que va a donde
le da la gana, sin dar explicaciones y con un pasmado ministro como Grande-Marlaska
que dice que, esté donde esté, le pagamos su seguridad. Y, desde luego, no está
en el exilio. Emplear esa palabra para la situación de Juan Carlos I es un
despropósito y una perversión, además de un menosprecio a quienes sufrieron el
exilio.
D.G.: Por lo menos ya
sabemos que está en los Emiratos Árabes.
D.M.R.: Sí, eso sí. Se
podría hacer un chiste fácil. El niño al amparo de Franco es hoy un viejo al
amparo del emir, del cabo al golfo. Pero, siendo serios, a mí me parece una
decisión desafortunada. Refugiarse o vegetar en un país que no es democrático,
que es una satrapía, no parece lo más indicado para quien presume de haber sido
el artífice de la democracia española. Pero debe venir de raza. Su abuelo
Alfonso XIII, yerno, no lo olvidemos, del rey de Inglaterra, no se refugió
allí, ni en Dinamarca, ni en Suecia, no. Se refugió en la Italia de Mussolini.
Y su hijo, Juan, el padre de Juan Carlos, al acabar la guerra mundial se
refugió en el Portugal fascista de Salazar. ¿Quién aconseja a Felipe VI? A
veces pienso que hay un republicano en La Zarzuela con mucha influencia. O
nadie les dijo nada, al padre y al hijo, o, como es norma de la casa de Borbón,
nunca escuchan. Que esta familia no aprende porque no escucha lo dijo Prim y,
aunque no tan meridianamente, Fernández Campo. Sólo se gobierna bien un estado
hablando poco y escuchando mucho, decía el cardenal Richelieu. Es que, viendo
lo que veo en los medios, no puedo por menos de recordar al chulo e indolente
de su abuelo, que, cuando desciende del barco que lo llevó desde Cartagena, su
única preocupación era comer la mejor bullabesa en un restaurante del puerto de
Marsella. En Madrid quedaba la reina, sus hijos, el príncipe de Asturias muy
enfermo, los republicanos trepando por los balcones del palacio para poner
banderas y, lo más importante, un país con un incierto horizonte. Bueno, tal
vez Juan Carlos tenga el atenuante de ser un anciano, cosa que no era el felón
de su abuelo.
D.G.: Muchos aducen que
los errores o las malas acciones de Juan Carlos forman parte de su vida
privada. Él mismo lo dice en la nota que le envía a su hijo, al rey, para
justificar su salida de España.
D.M.R.: Las virtudes
privadas están íntimamente ligadas a las públicas y si permitimos cualquier
aberración privada en nuestros representantes acabaremos por consolidar las
lacras públicas. Y eso debe ser más estricto en el caso de un rey. Y más
todavía en un rey impuesto por un dictador tras una guerra civil y casi
cuarenta años de represión. Un rey no tiene vida privada. Si no le gusta eso,
puede renunciar a la corona porque nada ni nadie se lo impide. Pero la
ejemplaridad es algo esperable en cualquier cargo público y exigible en un rey.
Erasmo de Rotterdam decía que no había camino más breve y eficaz que la vida
ejemplar del príncipe. Lo que pasa es que los borbones nunca cayeron en estas
cuestiones. La democracia se estabilizó bajo el cetro de Juan Carlos, por más
que sea de escasa calidad, bajó la guardia y se creyó intocable. Nadie de su
entrono le susurró al oído lo que les decían a los césares romanos: “recuerda
que eres mortal”. Dejó de borbonear
pero se dedicó a los negocios, con amigos y socios que acabaron todos en la
cárcel. Creyó que era su vida privada y eso es lo que le dice a su hijo. Juan
Carlos I habla en su carta a Felipe VI de la repercusión pública de sus
acontecimientos privados, sí. Pero muy privados no parecen cuando Felipe VI
renuncia a la herencia de las cuentas bancarias de su padre. Uno reconoce sus
faltas y el otro se desvincula de posibles delitos. Un rey, en estos tiempos,
no tiene legitimidad de origen, y menos el de España, por lo que ha de
demostrar legitimidad de ejercicio. Vamos a hacer una comparación. Siempre se
habla de que Juan Carlos I fue faldero, putero y vividor. De hecho eso es lo
que le llevó a esta situación. Pues también lo era Roosevelt, un cosmopolita
mujeriego y refinado. Pero es que Roosevelt tenía legitimidad de origen, porque
se la daba la democrática república norteamericana. Y la tenía de ejercicio
porque, al tener que someterse a elecciones, su vida privada también entraba en
el debate. Además pagaba sus francachelas con su dinero, no con el tesoro federal. Hoy Roosevelt es el presidente más valorado de los Estados Unidos,
junto a Washington y a Jefferson, por encima de Lincoln y de Kennedy, otro
putero redomado.
D.G.: Juan Carlos I es el
rey de la democracia. Al margen de la opinión que tenga cada uno de él y de
que, desde luego, sus últimos años no fueron precisamente ejemplares, su
reinado tendrá, a juicio de la historia, más luces que sombras.
D.M.R.: No seré yo quien
le quite méritos. Pocos personajes históricos, incluso los más grandes,
pasarían una criba moralista de su vida privada y mucho menos un juicio con
criterios actuales. Si estuviéramos en manos de gente más cultivada alguien
recordaría, al rey y a todos, que Marco Antonio, ante el cadáver de César dijo
aquello de que “el mal que hacen los hombres los sobrevive, el bien queda
sepultado en sus huesos”. Yo traté a Juan Carlos en varias ocasiones y es un
tipo que cae bien, es simpático, muy cercano, tal vez demasiado… Yo soy persona
de guardar distancias. Pero hoy y aquí no estamos en esa discusión. Pero, en
fin, hablemos de ello. El gran triunfo de Juan Carlos y de sus valedores fue el
de desligar las ideas de libertad y progreso del concepto de república y, sobre todo, de desligarlas
de la memoria republicana en lo concreto. Para ello, el rey violó incluso la
tradición, las normas más sagradas de la propia monarquía. Fue un triunfo
político, pero, a la vez, asentó su corona en bases históricas muy débiles.
Franco violentó la tradición dinástica para que su régimen no muriera a manos
de un azañista o de un borbón anglófilo liberal. Juan Carlos aceptó una
instauración, no una restauración al estilo de Cánovas. Por eso buscó el
subterfugio de Juan Carlos I: no iba
a llamarse Juan I, que era tanto como renunciar a la monarquía de los Reyes
Católicos y de Juan II de Trastamara, el padre de Isabel; tampoco Juan III,
asumiendo la tradición y contrariando la voluntad de Franco; ni tampoco Juan
IV, que sería reconocer a su padre como Juan III, con lo que lo suyo sería una
usurpación. Una vez en el trono renunció a los poderes de Franco, devolviendo
la soberanía, a través de la constitución, al pueblo. No olvidemos que hasta 1978
la soberanía emanaba del jefe del estado. A cambio se le concedió una impunidad
completa, una patente de corso que ya vemos a donde nos ha llevado. Hace poco
leí que los Windsor tenían gran capacidad de sacrificio y que eso era lo más
valorado por los británicos. Puede ser. Es posible que Felipe VI tenga esa
virtud. No lo sé, pero, como el valor cuando la mili, démoslo por supuesto.
Pero, ¿qué sacrificio se le pidió a Juan Carlos I durante toda su vida?:
ninguno. Los gobiernos, todos, y más particularmente los del PSOE, le
permitieron actos impropios, tapados por un manto mediático. Un ministro de
entonces dijo que después del golpe de 1981 el rey se creyó por encima del bien
y del mal. Es más, tras abdicar mantuvo unos privilegios que ni soñando tienen
Beatriz de Holanda o Alberto de Bélgica. Tuvo una capa protectora desde
siempre, más todavía desde el 23 de febrero, con un silencio cómplice y
cortesano de los medios de comunicación, algunos de los cuales, ahora, dan
lanzadas a moro muerto.
D.G.: En todos estos días
que llevamos hablando de la marcha del rey emérito siempre sale como telón de
fondo o como hito fundamental su actuación el 23 de febrero de 1981.
D.M.R.: Yo les pediría un
favor: dejen esa tontería de rey emérito.
Juan Carlos es un rey. Punto. Otra cosa es que abdicara la corona. En cuanto a
lo del 23 de febrero, no creo que yo vaya a añadir nada interesante. Yo esa
tarde del 23 de febrero estaba en Gijón y tenía 22 años, con la carrera recién terminada
y un contrato de profesor en la Complutense. Ayudé a sacar ficheros de la sede
de la CNT y llevarlos a un yate de una conocida y rica familia asturiana,
buenos amigos míos, que se prestó a sacarlos del país. Yo pensé, porque me lo
propusieron, compartir ese viaje. No tenía aún familia pero no quería que, de
tener hijos, nacieran súbditos como había nacido yo. Y eso que entonces no
sabía que me tenían en una lista para ser fusilado. Cuando el rey salió por
televisión respìramos todos. Yo sentí un gran alivio, pero, a la vez, me hice
una pregunta: ¿todo este montaje depende de que una persona diga una cosa u
otra? El rey detuvo el golpe, es cierto, pero, cuando menos, cometió múltiples
errores que lo propiciaron. Tal vez sea cierta la teoría de los tres golpes,
uno de ellos inspirado por el rey en conchabeo con políticos de todos los
colores, incluyendo a algunos comunistas. Es el borboneo del que hablaba antes. Mi opinión es que Juan Carlos fue
instigador, quizás no de un golpe al viejo estilo familiar con la idea de un
directorio militar, pero sí de un giro de timón. Luego las cosas se desmadraron
e intervino como sabemos. Me gustaría conocer las memorias de Fernández Campo.
Yo creo que existen, por más que su viuda, María Teresa Álvarez, lo niegue. Traté
con el general durante los años que fui directivo del Centro Asturiano de
Madrid y tengo ese convencimiento. Tal vez, por lealtad o por simple educación,
el texto espere ver la luz tras la muerte de unos cuantos personajes y,
especialmente, de Juan Carlos I. Por ejemplo, testigos afirman que Fernández
Campo, esa tarde de febrero, le dijo al rey que “si el golpe triunfa, mis
compañeros me fusilarán al amanecer”. Y el rey no dijo nada. Recordemos a Quevedo: “sólo el que manda con amor es servido con
lealtad”.
D.G.: Hay multitud de
hipótesis sobre lo sucedido esos días.
D.M.R.: Sí, tantas como
personas que opinan en el bar a la hora del vermú. Yo no soy en absoluto
conspiranoico. Es más, odio profundamente toda esa pararrealidad. Pero las
investigaciones periodísticas e incluso libros y artículos de altos mandos
militares nos hacen dudar con base suficiente de la historia oficial. Y hay
más: él, con un Franco moribundo, fue quien gestionó la entrega a Marruecos del
Sahara Occidental, una provincia igual que Alicante o Pontevedra, cuyos
habitantes eran tan españoles como los cordobeses o los leridanos. Y su fortuna
empezó con su hermano Hassan II. Pero
como en España aún están clasificados documentos de 1936…
D.G.: También está la
cuestión de la inviolabilidad del rey y, una vez aceptada esa inviolabilidad,
que está en la constitución, se abre el debate sobre cuándo Juan Carlos perdió
tal prerrogativa, si es que la perdió.
D.M.R.: El texto acerca
de la inviolabilidad del monarca, tal y como aparece en la constitución de
1978, es un anacronismo digno de figurar en el panteón de las barbaridades y
las chapuzas legales. No soy experto, por lo que de la discusión sobre hasta
cuándo es Juan Carlos inviolable sólo tengo la opinión de cualquier ciudadano
medianamente informado, el lector de periódicos medio. Pero sí que me interesa
el asunto de fondo, que es filosófico. Estamos hablando de una prerrogativa
constitucional que nos lleva a la inviolabilidad absoluta, no a una
inviolabilidad para resguardar al rey de posibles errores o delitos cometidos
al firmar lo que el gobierno ha decidido previamente y que también firman el
presidente o un ministro. La inviolabilidad absoluta es una reminiscencia
medieval, una vieja y obsoleta atribución que procede de la consideración del
origen divino del rey. Esa creencia medieval pasó a la modernidad con la teoría de las dos identidades de Edmund
Plowden, un jurista y parlamentario de la época de los Tudor. Según esa teoría,
el rey tiene dos entidades en una misma persona, una física y mortal y otra
mística e imperecedera. Esta segunda es la que le hace soberano, portador de la
soberanía por derecho divino. La teocracia medieval ha llegado a la actualidad.
Un rey que exige respeto a su vida privada en una democracia, debe saber que
ésta se basa en controles y en contrapoderes, en equilibrios. Los serviles, que
son muchos y muy bien instalados, confunden el cuerpo político sometido a las
leyes con el cuerpo místico del aristócrata medieval de vida frívola al que se
le permite cualquier cosa. Pero es que esta situación muestra a las claras la
incoherencia de la democracia española. ¿Recuerda usted que Baltasar Garzón
enjuició a Pinochet y los lores británicos votaron a favor de la entrega del
militar chileno a España? Ahí encontramos un absurdo legal: España puede juzgar
a cualquier jefe de estado menos al suyo.
D.G.: También es
recurrente la llamada de atención acerca de que Juan Carlos no ha sido acusado
de nada todavía y que, de serlo, se le está negando la presunción de inocencia.
D.M.R.: Es un debate que
no tiene sentido. La presunción de inocencia tiene, como la inviolabilidad, un
origen histórico y hay que tratarlo como tal. Se trata de un gran logro
ciudadano frente a la idea anterior de que el rey y los que actúan en su nombre
no necesitan probar nada cuando acusan, que era la base del derecho medieval y
del absolutismo, también de la justicia eclesiástica, aunque, paradójicamente,
es la inquisición castellana la que introduce la figura del abogado defensor
del acusado. Por otra parte, el rey Juan Carlos reconoció sus irregularidades y
el rey Felipe lo dio por bueno, con su intento de no quemarse más aún en el fuego
que encendió su padre. Hace unos años ya sucedió, con aquello de “lo siento
mucho, no volverá a ocurrir”. Y volvió a ocurrir porque lleva ocurriendo desde
hace décadas. Si hay juicio, cosa que yo dudo, la cuestión no es la inocencia
sino la tipificación. Por otra parte, quienes más inciden en la presunción de
inocencia son los que defienden la inviolabilidad absoluta, con lo que no tiene
sentido su postura porque al ser el rey inviolable no puede ser juzgado, con lo
que no hay lugar ni a la inocencia ni a la culpabilidad. Ser inviolable se
traduce en que no puede ser culpable, pero tampoco inocente, porque,
sencillamente, es irresponsable. Es curioso lo que se puede jugar con las
palabras: parece normal decir que el rey no es responsable de sus actos y casi
delictivo decir que tenemos en la jefatura del estado a un irresponsable,
cuando es lo mismo. No obstante, podemos sacar de esto una enseñanza que podría
beneficiar a las libertades individuales. En 1943, Albert
Rabinowitz fue detenido en su despacho por vender sellos falsos de los Estados
Unidos, un delito gravísimo en tiempos de guerra, a un agente federal
encubierto y hubo un registro inmediato. Fue condenado pero la sentencia fue
revocada porque se consideró que se habían violado los derechos amparados por
la cuarta enmienda. El juez del Tribunal Supremo Felix Frankfurter, un liberal
muy prestigioso, dijo entonces que la salvaguarda de la libertad a veces nace
de controversias que beneficiaron a sujetos impresentables. Si no ser iguales
ante la ley nos lleva a esta situación, a lo mejor se potencia esa igualdad
ante la ley de cara al futuro.
D.G.: ¿Es un problema de
personas o de la institución? Para algunos lo que está pasando es un simple mal
comportamiento de un hombre, de Juan Carlos, mientras que para otros es una
derivación lógica de la existencia de la monarquía. En definitiva: ¿es un
asunto singular o un problema para el trono, para Felipe VI?
D.M.R.: Aquí hay que ir
por partes. Evidentemente, hay una cuestión personal porque el primer
responsable de sus actos es el individuo que los realiza. A mí, tal vez porque
no tengo un concepto de la vida basado en la acumulación, me llama la atención
que Juan Carlos tuviera tanta necesidad de ganar dinero. Tal vez tenga razón
Corinna Larsen y es una obsesión que llega hasta tener una máquina para contar
billetes en su despacho. Podría tratarse incluso de una patología. Y, siguiendo
con lo personal, ¿nadie le aconsejaba o es que él no escuchaba salvo a los
cortesanos que le reían todas las gracias? Sin salir de la casa, a mí se me
hace difícil que nadie supiera nada de los negocios del rey, ni su esposa, ni
su hijo, ni sus hijas… Recuerdo, porque me hizo mucha gracia, un comentario de
Javier Sádaba en una tertulia del Ateneo de Madrid: “no enterarse es una
cualidad muy hispana”. Si mi padre no hubiera tenido otros ingresos que su
salario, no hubiera tenido propiedades ni empresas, no le hubiera tocado el
euromillones, viviera en una casa de propiedad pública, pero se hubiera
convertido en pocos años en una de las mayores fortunas del mundo, supongo que
algo preguntaría yo, y no digamos mi madre… La propia casa real demostró que no
hay diferencia entre persona e institución, cuando con una opacidad lamentable,
liquidó el asunto con una explicación de 25 líneas, como un tuitero cualquiera.
Pero, en fin… El presidente Sánchez distingue entre personas e instituciones,
haciendo un paralelismo con los partidos políticos, en los que también se dan
casos de corrupción de vez en cuando. No es lo mismo. Un partido no tiene por
qué ser disuelto por la corrupción de sus miembros y, si lo fuera por encontrársele
culpable como organización, quedan otros partidos y los que no se ensuciaron
personalmente en el partido disuelto pueden legalizar otro nuevo. Pero la
familia real es una institución, no tiene recambio. Sus deberes son per se, por tradición y por fundamentos
constitucionales. Lo mismo los monárquicos que los republicanos, si es que hay
republicanos, no distinguen entre persona e institución. Para unos, haga lo que
haga Juan Carlos, nada empaña su reinado; para otros, aunque donara todo a una organización
benéfica, no recibiría ni un halago. Particular importancia tiene el manifiesto
de 75 ministros, destacando Martín Villa y Alfonso Guerra entre ellos, que es
todo un panegírico: “el rey Juan Carlos y la constitución de 1978 forman un
conjunto inseparable de realidades”. Pues si la persona del rey es una realidad
inseparable del régimen, es el régimen el que está en entredicho. En el fondo,
estas decenas de ministros, en su egolatría, en la reivindicación de su propia
obra, están abriendo el debate y el paso a la república. No sé en qué parará
todo esto, pero lo cierto es que la monarquía está hoy siendo defendida en
solitario por Felipe VI, quien, por suerte para él y tal vez para todos, es
menos Borbón y más Schleswig-Holstein.
D.G: ¿Se abre, entonces
el debate monarquía-república?
D.M.R.: Siempre hubo un
enorme interés en no abrir ese debate, pero es algo necesario, importante y se
abrirá. Era algo inevitable y tarde o temprano iba a suceder. España no cambia
nunca, por mucho que algunos se empeñen en explicar lo contrario, y nunca la
república llegó por convencimiento, sino más bien por la torpeza y felonía de
los monarcas, de la dinastía borbónica. La primera fue un grupo de republicanos
doctrinarios cargados de razones éticas pero sin república y la segunda una
república donde los republicanos eran cuatro mal contados. Al inicio de la
transición, Adolfo Suárez no quiso someter a la monarquía a referendum porque
tenía datos apabullantes de que perderían, pagando por el franquismo y con una
memoria republicana aún muy viva.
D.G.: Pero la monarquía
siempre estuvo muy bien valorada por los ciudadanos.
D.M.R.: Es posible pero
no lo tengo tan claro.
D.G.: Lo decían las
encuestas.
D.M.R.: No lo veo así. La
gente conoce de las encuestas sociológicas lo que publican los periódicos y
ahora lo que se cuenta por las redes telemáticas. Muy pocos leen el informe y
nadie la batería de preguntas en bruto y la metodología. Hay un hecho que nadie
discute: el CIS decidió dejar de preguntar por la monarquía hace unos cuantos
años. ¿Por qué? Parece ser que porque no era de interés social. Es llamativo:
una encuesta de ese tipo trata de conocer qué es de interés de los ciudadanos
y, contra toda lógica, los que la diseñan deciden que a los ciudadanos no les
interesa lo que pasa con la jefatura del estado y deciden no preguntar.
Afortunadamente hubo y hay departamentos universitarios, empresas consultoras e
investigadores que hicieron otras cosas. Por eso sabemos que la mitad de los
españoles no respaldan a la monarquía y que los jóvenes la detestan. Y también
sabemos que, aunque esta posición es absolutamente mayoritaria entre los
votantes de Podemos, de Izquierda Unida, de Los Verdes, de los nacionalistas
periféricos, la comparte la mitad de los votantes del PSOE y la tercera parte
de los de Ciudadanos. No estamos hablando de algo de poca cuantía. Es que se
acabó la edad de oro del juancarlismo,
que duró hasta la recesión de 2008. Con una corrupción generalizada, desempleo
y miseria, roto cualquier atisbo de pacto social, el rey y su familia brillan
en la cúspide del modelo: Nóos, cacería de elefantes con su amante, “no volverá
a ocurrir”, la abdicación como remedio, ahora fuga arábiga… La monarquía
española siempre fue la peor valorada de Europa por parte de la ciudadanía,
incluso tras el golpe del 23 de febrero y cuando la crisis de la muerte de
Diana de Gales, que puso a Isabel II contra las cuerdas. Claro que Isabel II
contó con un Blair y Felipe VI tiene a un Sánchez…
D.G.: Los dos de un
partido socialista o socialdemócrata.
D.M.R.: Sin el PSOE no
hay monarquía. El PSOE es el principal valedor de la corona. Siempre fue un
partido accidentalista y, al no venir del franquismo, no lleva el estigma de la
ley de sucesión. Cada vez que Casado o Abascal lanzan proclamas en favor del
rey, Felipe VI se apresura a calzar el trono y a poner cinta adhesiva en la
corona. Un gran ilustrado asturiano, Agustín Argüelles, decía que un estado se
pierde igualmente entregándolo al enemigo que equivocando los medios para
salvarlo. En los años treinta, los socialistas suecos llegaron al poder,
llevando la república como bandera. Gustavo V convocó al primer ministro, Per
Albin Hansson, y le dijo que había dos posibilidades: proclamar ya la república
o continuar con la monarquía. Le pidió dejar en suspenso la decisión durante un
año y volver a hablar de ello entonces. Nunca hubo esa reunión para discutir el
asunto y Suecia sigue siendo una monarquía y los socialdemócratas en el poder.
Juan Carlos I no cometió el error de Alfonso XIII y se llevó bien con los
socialistas, particularmente con Felipe González. Se dice, y yo creo que es
cierto, que estaba más cómodo con el PSOE que con el PP, porque le dejaban
hacer lo mismo, lo que le venía en gana, pero el PSOE le arreglaba más el
curriculum. De hecho, Aznar puso firme al rey como nunca antes. No sé si Felipe
VI piensa lo mismo y es tan filosocialista como su padre. Y hay más cosas en
este encaje de bolillos que fue la transición: si el PNV, aprovechando la
circunstancia, liquida el señorío de Vizcaya, título de Felipe VI, estaría
vaciando de contenido los derechos históricos forales y dejando al País Vasco
sin los privilegios fiscales que hoy tiene, que son herencia de los otorgados por
los borbones. En esta salsa hay demasiado perejil.
D.G.: ¿Vendrá la
república?
D.M.R.: Sabía que íbamos
a dar en esta pregunta, de muy difícil respuesta. Yo creo que sí, que la
monarquía caerá, pero que no va a ser en esta ocasión, que no va a proclamarse
por esta crisis. El bajo nivel de la casta política y de las élites intelectuales
hace inviable la república porque hace imposible cualquier discusión serena. Si
algo caracteriza a la república es la racionalidad y el debate, no este
ambiente de sinrazón y de partidismo pastueño. El mismo Pí i Margall decía que,
aunque acabáramos todos convencidos de que el origen de todos los males es la
existencia de la monarquía, nadie clamará por una república si no hay
republicanos que tengan claros los procedimientos y las condiciones para su
proclamación y sus sostenimiento. La historia de las repúblicas españolas fue
trágica pero tenían, en un principio, un activo: sus impulsores. ¿Dónde están
hoy Pí i Margall, Azaña, Ortega, Marañón, Besteiro, Clara Campoamor, Fernando
de los Ríos, Machado, Lorca, Galdós…? ¿Y dónde la derecha liberal de Maura,
Melquíades Álvarez, Alcalá Zamora…? Cuando yo llegué a la universidad, octubre
de 1975, conocí a anarquistas, estalinistas, maoístas, franquistas,
monárquicos, trosquistas, pero a ningún demócrata republicano que no tuviera,
como poco, setenta años. Hoy la república es defendida, mayoritariamente, por
quienes no tienen valores republicanos, sino por una izquierda ayuna de
conocimiento y sobrada de ideología. En teoría política se distingue entre dos
conceptos de república, el democrático y el cívico, y sólo la combinación de
ambos permite una verdadera república. El primero está más o menos asumido por
casi todos en España, pero no el segundo. La república como ethos cívico requiere virtudes
ciudadanas, sentido de comunidad, liderazgos responsables. Por eso algunas
monarquías, entre las que no se encuentra la española, se han consolidado,
porque asumieron el abandono del antiguo régimen con presupuestos procedentes
de la revolución francesa. Recordemos el episodio de Hansson y Gustavo V. La
dinastía Bernadotte procedía de la Francia revolucionaria, de uno de los
principales mariscales de Napoleón. En España los borbones se resistieron,
provocando guerras civiles desde principios del XIX hasta los cuarenta del XX.
Por eso hay monarquías y monarquías, les guste o no a los monárquicos y a los
antimonárquicos. Además, la democracia no es un horizonte inevitable, no hay un
progreso permanente, como pensaban los ilustrados y los liberales del XVIII.
Tras la república española vino Franco y tras la de Weimar llegó Hitler, e
incluso en la Unión Europea de hoy repúblicas como Polonia o Hungría son de muy
dudoso proceder. No me fiaría yo de una constitución republicana redactada por
un parlamento como el que hoy tenemos.
D.G.: Decía, profesor,
que hay monarquías y monarquías. Es verdad, pero también hay repúblicas y
repúblicas. ¿No prefiere usted la monarquía de Dinamarca que la república de
Irán?
D.M.R.: Por supuesto,
pero esa es una pregunta tramposa. Un país no es una república porque lo diga
la ley, sino por su funcionamiento. Donde no hay división de poderes, ni
igualdad entre hombres y mujeres, ni respeto a las minorías, ni elecciones
libres, no hay república. Podrán llamarla república,
o perifrús, o tócamerroque… Renan, que equipara la nación a la república, dice
que se trata de un plebiscito cotidiano. La primera república española duró
once meses. Así lo recoge toda la historiografía. ¿Y qué régimen hubo hasta la
restauración canovista?: pues la dictadura de Serrano, que, oficialmente,
seguía siendo una república. Pero nadie acepta eso. ¿Y qué régimen había en
España cuando Franco?: pues según sus leyes aquello era un reino, una monarquía
sin rey. Tampoco nadie acepta eso. ¿Y por qué siempre comparar a la Nicaragua
de Ortega con la Noruega de Harald V y no comparar a la Alemania de Merkel con
la Arabia de bin-Abdulaziz? Es un recurso muy pobre de los monárquicos y de muy
poca talla intelectual.
D.G. ¿Y si se convocara
un referéndum?
D.M.R.: El otro día
alguien escribía en un periódico, con un humor un tanto negro, que discutir
sobre la república y la monarquía era como discutir si ir al mar o a la montaña
cuando no tenemos vacaciones. Estamos lejos de esa posibilidad de un referéndum
y de unas posteriores elecciones constituyentes, no sólo porque la normativa actual
lo haga casi imposible, sino también porque los que se llaman republicanos a sí mismos no confían en
sus líderes o, más bien, ven con claridad que no los tienen. El republicanismo
necesita una nueva política, una regeneración, un gran debate sin populismos y
sin oportunismos, con hombres y mujeres sabios, honrados y suprapartidistas,
que encarnen el civismo republicano. Y eso, la verdad, lo veo muy difícil en la
España de hoy. Pero, a la vez, el desprestigio de la monarquía es enorme y los
jóvenes, cuando menos, muestran indiferencia hacia ella y no simpatizan con el
rey, ni con el actual ni con el anterior, y mucho menos con la idea de una
heredera para dentro de unos años. Juan Carlos I es un ejemplo hacia atrás, es
un rey retrovisor. Seguramente la
historia lo tratará bien. Pero es una rémora hacia adelante, hacia la
consolidación de su dinastía. Desde un punto de vista dinástico un gran rey es
el que deja a su heredero una corona más fuerte y más asentada que la que
recibió. Eso en España sólo paso dos veces, con Carlos I y con Felipe II, los
dos primeros reyes de la casa de Austria. Ni Carlos III, tan hipervalorado,
dejó buena herencia a su hijo. Una vez más son los borbones los que abren el
debate sobre la república. Pablo Iglesias, hoy vicepresidente, dijo una vez que
si Felipe VI se presentara a unas elecciones posiblemente las ganaría. Yo no lo
creo y supongo que fue una licencia literaria del líder de Podemos. Pero tal vez
el rey tuviera su golpe legitimador si apostara por un referéndum y ganara la
opción monárquica. A su padre la historia le regaló el golpe de febrero, al
margen de su verdadero papel en la conspiración. Él podría tener su momento
impulsando un referéndum. Eso sí, podría perderlo. Entonces podría presentarse
a presidente, como hizo Simeón de Bulgaria, ganar las elecciones y darle la
razón a Pablo Iglesias.
D.G.: Muchas gracias,
profesor David Rivas. Lo dejamos con su lluvia. Aquí hace mucho calor.
D.M.R.: Un saludo,
Galindo.