"La monarquía podrá caer, pero no va a ser en esta ocasión"



Diego Galindo: Un día más preguntándonos por el paradero del rey Juan Carlos, por las circunstancias de su espantada, por el futuro de la monarquía… Hoy charlamos con David Rivas, conocido seguramente para algunos de los oyentes aunque hace tiempo que no lo tenemos con nosotros. David Rivas es profesor titular de estructura económica, jubilado recientemente de la Universidad Autónoma de Madrid, un hombre crítico y polifacético. Hablamos con él por teléfono. Buenas y calurosas noches, ¿qué tal en esa aldea de Asturias en la que vive?

David M. Rivas: Buenas noches. Aquí estamos muy bien Está lloviendo.

D.G.: ¿El rey emérito está huido, escapado, ocultado, exiliado…?

D.M.R.: Pues no sé qué decir, pero todo tiene una pinta de huida. Lo más asombroso es que va a donde le da la gana, sin dar explicaciones y con un pasmado ministro como Grande-Marlaska que dice que, esté donde esté, le pagamos su seguridad. Y, desde luego, no está en el exilio. Emplear esa palabra para la situación de Juan Carlos I es un despropósito y una perversión, además de un menosprecio a quienes sufrieron el exilio.

D.G.: Por lo menos ya sabemos que está en los Emiratos Árabes.

D.M.R.: Sí, eso sí. Se podría hacer un chiste fácil. El niño al amparo de Franco es hoy un viejo al amparo del emir, del cabo al golfo. Pero, siendo serios, a mí me parece una decisión desafortunada. Refugiarse o vegetar en un país que no es democrático, que es una satrapía, no parece lo más indicado para quien presume de haber sido el artífice de la democracia española. Pero debe venir de raza. Su abuelo Alfonso XIII, yerno, no lo olvidemos, del rey de Inglaterra, no se refugió allí, ni en Dinamarca, ni en Suecia, no. Se refugió en la Italia de Mussolini. Y su hijo, Juan, el padre de Juan Carlos, al acabar la guerra mundial se refugió en el Portugal fascista de Salazar. ¿Quién aconseja a Felipe VI? A veces pienso que hay un republicano en La Zarzuela con mucha influencia. O nadie les dijo nada, al padre y al hijo, o, como es norma de la casa de Borbón, nunca escuchan. Que esta familia no aprende porque no escucha lo dijo Prim y, aunque no tan meridianamente, Fernández Campo. Sólo se gobierna bien un estado hablando poco y escuchando mucho, decía el cardenal Richelieu. Es que, viendo lo que veo en los medios, no puedo por menos de recordar al chulo e indolente de su abuelo, que, cuando desciende del barco que lo llevó desde Cartagena, su única preocupación era comer la mejor bullabesa en un restaurante del puerto de Marsella. En Madrid quedaba la reina, sus hijos, el príncipe de Asturias muy enfermo, los republicanos trepando por los balcones del palacio para poner banderas y, lo más importante, un país con un incierto horizonte. Bueno, tal vez Juan Carlos tenga el atenuante de ser un anciano, cosa que no era el felón de su abuelo.

D.G.: Muchos aducen que los errores o las malas acciones de Juan Carlos forman parte de su vida privada. Él mismo lo dice en la nota que le envía a su hijo, al rey, para justificar su salida de España.

D.M.R.: Las virtudes privadas están íntimamente ligadas a las públicas y si permitimos cualquier aberración privada en nuestros representantes acabaremos por consolidar las lacras públicas. Y eso debe ser más estricto en el caso de un rey. Y más todavía en un rey impuesto por un dictador tras una guerra civil y casi cuarenta años de represión. Un rey no tiene vida privada. Si no le gusta eso, puede renunciar a la corona porque nada ni nadie se lo impide. Pero la ejemplaridad es algo esperable en cualquier cargo público y exigible en un rey. Erasmo de Rotterdam decía que no había camino más breve y eficaz que la vida ejemplar del príncipe. Lo que pasa es que los borbones nunca cayeron en estas cuestiones. La democracia se estabilizó bajo el cetro de Juan Carlos, por más que sea de escasa calidad, bajó la guardia y se creyó intocable. Nadie de su entrono le susurró al oído lo que les decían a los césares romanos: “recuerda que eres mortal”. Dejó de borbonear pero se dedicó a los negocios, con amigos y socios que acabaron todos en la cárcel. Creyó que era su vida privada y eso es lo que le dice a su hijo. Juan Carlos I habla en su carta a Felipe VI de la repercusión pública de sus acontecimientos privados, sí. Pero muy privados no parecen cuando Felipe VI renuncia a la herencia de las cuentas bancarias de su padre. Uno reconoce sus faltas y el otro se desvincula de posibles delitos. Un rey, en estos tiempos, no tiene legitimidad de origen, y menos el de España, por lo que ha de demostrar legitimidad de ejercicio. Vamos a hacer una comparación. Siempre se habla de que Juan Carlos I fue faldero, putero y vividor. De hecho eso es lo que le llevó a esta situación. Pues también lo era Roosevelt, un cosmopolita mujeriego y refinado. Pero es que Roosevelt tenía legitimidad de origen, porque se la daba la democrática república norteamericana. Y la tenía de ejercicio porque, al tener que someterse a elecciones, su vida privada también entraba en el debate. Además pagaba sus francachelas con su dinero, no con el tesoro federal. Hoy Roosevelt es el presidente más valorado de los Estados Unidos, junto a Washington y a Jefferson, por encima de Lincoln y de Kennedy, otro putero redomado.

D.G.: Juan Carlos I es el rey de la democracia. Al margen de la opinión que tenga cada uno de él y de que, desde luego, sus últimos años no fueron precisamente ejemplares, su reinado tendrá, a juicio de la historia, más luces que sombras.

D.M.R.: No seré yo quien le quite méritos. Pocos personajes históricos, incluso los más grandes, pasarían una criba moralista de su vida privada y mucho menos un juicio con criterios actuales. Si estuviéramos en manos de gente más cultivada alguien recordaría, al rey y a todos, que Marco Antonio, ante el cadáver de César dijo aquello de que “el mal que hacen los hombres los sobrevive, el bien queda sepultado en sus huesos”. Yo traté a Juan Carlos en varias ocasiones y es un tipo que cae bien, es simpático, muy cercano, tal vez demasiado… Yo soy persona de guardar distancias. Pero hoy y aquí no estamos en esa discusión. Pero, en fin, hablemos de ello. El gran triunfo de Juan Carlos y de sus valedores fue el de desligar las ideas de libertad y progreso del concepto de república y, sobre todo, de desligarlas de la memoria republicana en lo concreto. Para ello, el rey violó incluso la tradición, las normas más sagradas de la propia monarquía. Fue un triunfo político, pero, a la vez, asentó su corona en bases históricas muy débiles. Franco violentó la tradición dinástica para que su régimen no muriera a manos de un azañista o de un borbón anglófilo liberal. Juan Carlos aceptó una instauración, no una restauración al estilo de Cánovas. Por eso buscó el subterfugio de Juan Carlos I: no iba a llamarse Juan I, que era tanto como renunciar a la monarquía de los Reyes Católicos y de Juan II de Trastamara, el padre de Isabel; tampoco Juan III, asumiendo la tradición y contrariando la voluntad de Franco; ni tampoco Juan IV, que sería reconocer a su padre como Juan III, con lo que lo suyo sería una usurpación. Una vez en el trono renunció a los poderes de Franco, devolviendo la soberanía, a través de la constitución, al pueblo. No olvidemos que hasta 1978 la soberanía emanaba del jefe del estado. A cambio se le concedió una impunidad completa, una patente de corso que ya vemos a donde nos ha llevado. Hace poco leí que los Windsor tenían gran capacidad de sacrificio y que eso era lo más valorado por los británicos. Puede ser. Es posible que Felipe VI tenga esa virtud. No lo sé, pero, como el valor cuando la mili, démoslo por supuesto. Pero, ¿qué sacrificio se le pidió a Juan Carlos I durante toda su vida?: ninguno. Los gobiernos, todos, y más particularmente los del PSOE, le permitieron actos impropios, tapados por un manto mediático. Un ministro de entonces dijo que después del golpe de 1981 el rey se creyó por encima del bien y del mal. Es más, tras abdicar mantuvo unos privilegios que ni soñando tienen Beatriz de Holanda o Alberto de Bélgica. Tuvo una capa protectora desde siempre, más todavía desde el 23 de febrero, con un silencio cómplice y cortesano de los medios de comunicación, algunos de los cuales, ahora, dan lanzadas a moro muerto.

D.G.: En todos estos días que llevamos hablando de la marcha del rey emérito siempre sale como telón de fondo o como hito fundamental su actuación el 23 de febrero de 1981.

D.M.R.: Yo les pediría un favor: dejen esa tontería de rey emérito. Juan Carlos es un rey. Punto. Otra cosa es que abdicara la corona. En cuanto a lo del 23 de febrero, no creo que yo vaya a añadir nada interesante. Yo esa tarde del 23 de febrero estaba en Gijón y tenía 22 años, con la carrera recién terminada y un contrato de profesor en la Complutense. Ayudé a sacar ficheros de la sede de la CNT y llevarlos a un yate de una conocida y rica familia asturiana, buenos amigos míos, que se prestó a sacarlos del país. Yo pensé, porque me lo propusieron, compartir ese viaje. No tenía aún familia pero no quería que, de tener hijos, nacieran súbditos como había nacido yo. Y eso que entonces no sabía que me tenían en una lista para ser fusilado. Cuando el rey salió por televisión respìramos todos. Yo sentí un gran alivio, pero, a la vez, me hice una pregunta: ¿todo este montaje depende de que una persona diga una cosa u otra? El rey detuvo el golpe, es cierto, pero, cuando menos, cometió múltiples errores que lo propiciaron. Tal vez sea cierta la teoría de los tres golpes, uno de ellos inspirado por el rey en conchabeo con políticos de todos los colores, incluyendo a algunos comunistas. Es el borboneo del que hablaba antes. Mi opinión es que Juan Carlos fue instigador, quizás no de un golpe al viejo estilo familiar con la idea de un directorio militar, pero sí de un giro de timón. Luego las cosas se desmadraron e intervino como sabemos. Me gustaría conocer las memorias de Fernández Campo. Yo creo que existen, por más que su viuda, María Teresa Álvarez, lo niegue. Traté con el general durante los años que fui directivo del Centro Asturiano de Madrid y tengo ese convencimiento. Tal vez, por lealtad o por simple educación, el texto espere ver la luz tras la muerte de unos cuantos personajes y, especialmente, de Juan Carlos I. Por ejemplo, testigos afirman que Fernández Campo, esa tarde de febrero, le dijo al rey que “si el golpe triunfa, mis compañeros me fusilarán al amanecer”. Y el rey no dijo nada. Recordemos a Quevedo: “sólo el que manda con amor es servido con lealtad”.

D.G.: Hay multitud de hipótesis sobre lo sucedido esos días.

D.M.R.: Sí, tantas como personas que opinan en el bar a la hora del vermú. Yo no soy en absoluto conspiranoico. Es más, odio profundamente toda esa pararrealidad. Pero las investigaciones periodísticas e incluso libros y artículos de altos mandos militares nos hacen dudar con base suficiente de la historia oficial. Y hay más: él, con un Franco moribundo, fue quien gestionó la entrega a Marruecos del Sahara Occidental, una provincia igual que Alicante o Pontevedra, cuyos habitantes eran tan españoles como los cordobeses o los leridanos. Y su fortuna empezó con su hermano Hassan II. Pero como en España aún están clasificados documentos de 1936…

D.G.: También está la cuestión de la inviolabilidad del rey y, una vez aceptada esa inviolabilidad, que está en la constitución, se abre el debate sobre cuándo Juan Carlos perdió tal prerrogativa, si es que la perdió.

D.M.R.: El texto acerca de la inviolabilidad del monarca, tal y como aparece en la constitución de 1978, es un anacronismo digno de figurar en el panteón de las barbaridades y las chapuzas legales. No soy experto, por lo que de la discusión sobre hasta cuándo es Juan Carlos inviolable sólo tengo la opinión de cualquier ciudadano medianamente informado, el lector de periódicos medio. Pero sí que me interesa el asunto de fondo, que es filosófico. Estamos hablando de una prerrogativa constitucional que nos lleva a la inviolabilidad absoluta, no a una inviolabilidad para resguardar al rey de posibles errores o delitos cometidos al firmar lo que el gobierno ha decidido previamente y que también firman el presidente o un ministro. La inviolabilidad absoluta es una reminiscencia medieval, una vieja y obsoleta atribución que procede de la consideración del origen divino del rey. Esa creencia medieval pasó a la modernidad con la teoría de las dos identidades de Edmund Plowden, un jurista y parlamentario de la época de los Tudor. Según esa teoría, el rey tiene dos entidades en una misma persona, una física y mortal y otra mística e imperecedera. Esta segunda es la que le hace soberano, portador de la soberanía por derecho divino. La teocracia medieval ha llegado a la actualidad. Un rey que exige respeto a su vida privada en una democracia, debe saber que ésta se basa en controles y en contrapoderes, en equilibrios. Los serviles, que son muchos y muy bien instalados, confunden el cuerpo político sometido a las leyes con el cuerpo místico del aristócrata medieval de vida frívola al que se le permite cualquier cosa. Pero es que esta situación muestra a las claras la incoherencia de la democracia española. ¿Recuerda usted que Baltasar Garzón enjuició a Pinochet y los lores británicos votaron a favor de la entrega del militar chileno a España? Ahí encontramos un absurdo legal: España puede juzgar a cualquier jefe de estado menos al suyo.

D.G.: También es recurrente la llamada de atención acerca de que Juan Carlos no ha sido acusado de nada todavía y que, de serlo, se le está negando la presunción de inocencia.

D.M.R.: Es un debate que no tiene sentido. La presunción de inocencia tiene, como la inviolabilidad, un origen histórico y hay que tratarlo como tal. Se trata de un gran logro ciudadano frente a la idea anterior de que el rey y los que actúan en su nombre no necesitan probar nada cuando acusan, que era la base del derecho medieval y del absolutismo, también de la justicia eclesiástica, aunque, paradójicamente, es la inquisición castellana la que introduce la figura del abogado defensor del acusado. Por otra parte, el rey Juan Carlos reconoció sus irregularidades y el rey Felipe lo dio por bueno, con su intento de no quemarse más aún en el fuego que encendió su padre. Hace unos años ya sucedió, con aquello de “lo siento mucho, no volverá a ocurrir”. Y volvió a ocurrir porque lleva ocurriendo desde hace décadas. Si hay juicio, cosa que yo dudo, la cuestión no es la inocencia sino la tipificación. Por otra parte, quienes más inciden en la presunción de inocencia son los que defienden la inviolabilidad absoluta, con lo que no tiene sentido su postura porque al ser el rey inviolable no puede ser juzgado, con lo que no hay lugar ni a la inocencia ni a la culpabilidad. Ser inviolable se traduce en que no puede ser culpable, pero tampoco inocente, porque, sencillamente, es irresponsable. Es curioso lo que se puede jugar con las palabras: parece normal decir que el rey no es responsable de sus actos y casi delictivo decir que tenemos en la jefatura del estado a un irresponsable, cuando es lo mismo. No obstante, podemos sacar de esto una enseñanza que podría beneficiar a las libertades individuales. En 1943, Albert Rabinowitz fue detenido en su despacho por vender sellos falsos de los Estados Unidos, un delito gravísimo en tiempos de guerra, a un agente federal encubierto y hubo un registro inmediato. Fue condenado pero la sentencia fue revocada porque se consideró que se habían violado los derechos amparados por la cuarta enmienda. El juez del Tribunal Supremo Felix Frankfurter, un liberal muy prestigioso, dijo entonces que la salvaguarda de la libertad a veces nace de controversias que beneficiaron a sujetos impresentables. Si no ser iguales ante la ley nos lleva a esta situación, a lo mejor se potencia esa igualdad ante la ley de cara al futuro.

D.G.: ¿Es un problema de personas o de la institución? Para algunos lo que está pasando es un simple mal comportamiento de un hombre, de Juan Carlos, mientras que para otros es una derivación lógica de la existencia de la monarquía. En definitiva: ¿es un asunto singular o un problema para el trono, para Felipe VI?

D.M.R.: Aquí hay que ir por partes. Evidentemente, hay una cuestión personal porque el primer responsable de sus actos es el individuo que los realiza. A mí, tal vez porque no tengo un concepto de la vida basado en la acumulación, me llama la atención que Juan Carlos tuviera tanta necesidad de ganar dinero. Tal vez tenga razón Corinna Larsen y es una obsesión que llega hasta tener una máquina para contar billetes en su despacho. Podría tratarse incluso de una patología. Y, siguiendo con lo personal, ¿nadie le aconsejaba o es que él no escuchaba salvo a los cortesanos que le reían todas las gracias? Sin salir de la casa, a mí se me hace difícil que nadie supiera nada de los negocios del rey, ni su esposa, ni su hijo, ni sus hijas… Recuerdo, porque me hizo mucha gracia, un comentario de Javier Sádaba en una tertulia del Ateneo de Madrid: “no enterarse es una cualidad muy hispana”. Si mi padre no hubiera tenido otros ingresos que su salario, no hubiera tenido propiedades ni empresas, no le hubiera tocado el euromillones, viviera en una casa de propiedad pública, pero se hubiera convertido en pocos años en una de las mayores fortunas del mundo, supongo que algo preguntaría yo, y no digamos mi madre… La propia casa real demostró que no hay diferencia entre persona e institución, cuando con una opacidad lamentable, liquidó el asunto con una explicación de 25 líneas, como un tuitero cualquiera. Pero, en fin… El presidente Sánchez distingue entre personas e instituciones, haciendo un paralelismo con los partidos políticos, en los que también se dan casos de corrupción de vez en cuando. No es lo mismo. Un partido no tiene por qué ser disuelto por la corrupción de sus miembros y, si lo fuera por encontrársele culpable como organización, quedan otros partidos y los que no se ensuciaron personalmente en el partido disuelto pueden legalizar otro nuevo. Pero la familia real es una institución, no tiene recambio. Sus deberes son per se, por tradición y por fundamentos constitucionales. Lo mismo los monárquicos que los republicanos, si es que hay republicanos, no distinguen entre persona e institución. Para unos, haga lo que haga Juan Carlos, nada empaña su reinado; para otros, aunque donara todo a una organización benéfica, no recibiría ni un halago. Particular importancia tiene el manifiesto de 75 ministros, destacando Martín Villa y Alfonso Guerra entre ellos, que es todo un panegírico: “el rey Juan Carlos y la constitución de 1978 forman un conjunto inseparable de realidades”. Pues si la persona del rey es una realidad inseparable del régimen, es el régimen el que está en entredicho. En el fondo, estas decenas de ministros, en su egolatría, en la reivindicación de su propia obra, están abriendo el debate y el paso a la república. No sé en qué parará todo esto, pero lo cierto es que la monarquía está hoy siendo defendida en solitario por Felipe VI, quien, por suerte para él y tal vez para todos, es menos Borbón y más Schleswig-Holstein.

D.G: ¿Se abre, entonces el debate monarquía-república?

D.M.R.: Siempre hubo un enorme interés en no abrir ese debate, pero es algo necesario, importante y se abrirá. Era algo inevitable y tarde o temprano iba a suceder. España no cambia nunca, por mucho que algunos se empeñen en explicar lo contrario, y nunca la república llegó por convencimiento, sino más bien por la torpeza y felonía de los monarcas, de la dinastía borbónica. La primera fue un grupo de republicanos doctrinarios cargados de razones éticas pero sin república y la segunda una república donde los republicanos eran cuatro mal contados. Al inicio de la transición, Adolfo Suárez no quiso someter a la monarquía a referendum porque tenía datos apabullantes de que perderían, pagando por el franquismo y con una memoria republicana aún muy viva.

D.G.: Pero la monarquía siempre estuvo muy bien valorada por los ciudadanos.

D.M.R.: Es posible pero no lo tengo tan claro.

D.G.: Lo decían las encuestas.

D.M.R.: No lo veo así. La gente conoce de las encuestas sociológicas lo que publican los periódicos y ahora lo que se cuenta por las redes telemáticas. Muy pocos leen el informe y nadie la batería de preguntas en bruto y la metodología. Hay un hecho que nadie discute: el CIS decidió dejar de preguntar por la monarquía hace unos cuantos años. ¿Por qué? Parece ser que porque no era de interés social. Es llamativo: una encuesta de ese tipo trata de conocer qué es de interés de los ciudadanos y, contra toda lógica, los que la diseñan deciden que a los ciudadanos no les interesa lo que pasa con la jefatura del estado y deciden no preguntar. Afortunadamente hubo y hay departamentos universitarios, empresas consultoras e investigadores que hicieron otras cosas. Por eso sabemos que la mitad de los españoles no respaldan a la monarquía y que los jóvenes la detestan. Y también sabemos que, aunque esta posición es absolutamente mayoritaria entre los votantes de Podemos, de Izquierda Unida, de Los Verdes, de los nacionalistas periféricos, la comparte la mitad de los votantes del PSOE y la tercera parte de los de Ciudadanos. No estamos hablando de algo de poca cuantía. Es que se acabó la edad de oro del juancarlismo, que duró hasta la recesión de 2008. Con una corrupción generalizada, desempleo y miseria, roto cualquier atisbo de pacto social, el rey y su familia brillan en la cúspide del modelo: Nóos, cacería de elefantes con su amante, “no volverá a ocurrir”, la abdicación como remedio, ahora fuga arábiga… La monarquía española siempre fue la peor valorada de Europa por parte de la ciudadanía, incluso tras el golpe del 23 de febrero y cuando la crisis de la muerte de Diana de Gales, que puso a Isabel II contra las cuerdas. Claro que Isabel II contó con un Blair y Felipe VI tiene a un Sánchez…

D.G.: Los dos de un partido socialista o socialdemócrata.

D.M.R.: Sin el PSOE no hay monarquía. El PSOE es el principal valedor de la corona. Siempre fue un partido accidentalista y, al no venir del franquismo, no lleva el estigma de la ley de sucesión. Cada vez que Casado o Abascal lanzan proclamas en favor del rey, Felipe VI se apresura a calzar el trono y a poner cinta adhesiva en la corona. Un gran ilustrado asturiano, Agustín Argüelles, decía que un estado se pierde igualmente entregándolo al enemigo que equivocando los medios para salvarlo. En los años treinta, los socialistas suecos llegaron al poder, llevando la república como bandera. Gustavo V convocó al primer ministro, Per Albin Hansson, y le dijo que había dos posibilidades: proclamar ya la república o continuar con la monarquía. Le pidió dejar en suspenso la decisión durante un año y volver a hablar de ello entonces. Nunca hubo esa reunión para discutir el asunto y Suecia sigue siendo una monarquía y los socialdemócratas en el poder. Juan Carlos I no cometió el error de Alfonso XIII y se llevó bien con los socialistas, particularmente con Felipe González. Se dice, y yo creo que es cierto, que estaba más cómodo con el PSOE que con el PP, porque le dejaban hacer lo mismo, lo que le venía en gana, pero el PSOE le arreglaba más el curriculum. De hecho, Aznar puso firme al rey como nunca antes. No sé si Felipe VI piensa lo mismo y es tan filosocialista como su padre. Y hay más cosas en este encaje de bolillos que fue la transición: si el PNV, aprovechando la circunstancia, liquida el señorío de Vizcaya, título de Felipe VI, estaría vaciando de contenido los derechos históricos forales y dejando al País Vasco sin los privilegios fiscales que hoy tiene, que son herencia de los otorgados por los borbones. En esta salsa hay demasiado perejil.

D.G.: ¿Vendrá la república?

D.M.R.: Sabía que íbamos a dar en esta pregunta, de muy difícil respuesta. Yo creo que sí, que la monarquía caerá, pero que no va a ser en esta ocasión, que no va a proclamarse por esta crisis. El bajo nivel de la casta política y de las élites intelectuales hace inviable la república porque hace imposible cualquier discusión serena. Si algo caracteriza a la república es la racionalidad y el debate, no este ambiente de sinrazón y de partidismo pastueño. El mismo Pí i Margall decía que, aunque acabáramos todos convencidos de que el origen de todos los males es la existencia de la monarquía, nadie clamará por una república si no hay republicanos que tengan claros los procedimientos y las condiciones para su proclamación y sus sostenimiento. La historia de las repúblicas españolas fue trágica pero tenían, en un principio, un activo: sus impulsores. ¿Dónde están hoy Pí i Margall, Azaña, Ortega, Marañón, Besteiro, Clara Campoamor, Fernando de los Ríos, Machado, Lorca, Galdós…? ¿Y dónde la derecha liberal de Maura, Melquíades Álvarez, Alcalá Zamora…? Cuando yo llegué a la universidad, octubre de 1975, conocí a anarquistas, estalinistas, maoístas, franquistas, monárquicos, trosquistas, pero a ningún demócrata republicano que no tuviera, como poco, setenta años. Hoy la república es defendida, mayoritariamente, por quienes no tienen valores republicanos, sino por una izquierda ayuna de conocimiento y sobrada de ideología. En teoría política se distingue entre dos conceptos de república, el democrático y el cívico, y sólo la combinación de ambos permite una verdadera república. El primero está más o menos asumido por casi todos en España, pero no el segundo. La república como ethos cívico requiere virtudes ciudadanas, sentido de comunidad, liderazgos responsables. Por eso algunas monarquías, entre las que no se encuentra la española, se han consolidado, porque asumieron el abandono del antiguo régimen con presupuestos procedentes de la revolución francesa. Recordemos el episodio de Hansson y Gustavo V. La dinastía Bernadotte procedía de la Francia revolucionaria, de uno de los principales mariscales de Napoleón. En España los borbones se resistieron, provocando guerras civiles desde principios del XIX hasta los cuarenta del XX. Por eso hay monarquías y monarquías, les guste o no a los monárquicos y a los antimonárquicos. Además, la democracia no es un horizonte inevitable, no hay un progreso permanente, como pensaban los ilustrados y los liberales del XVIII. Tras la república española vino Franco y tras la de Weimar llegó Hitler, e incluso en la Unión Europea de hoy repúblicas como Polonia o Hungría son de muy dudoso proceder. No me fiaría yo de una constitución republicana redactada por un parlamento como el que hoy tenemos.

D.G.: Decía, profesor, que hay monarquías y monarquías. Es verdad, pero también hay repúblicas y repúblicas. ¿No prefiere usted la monarquía de Dinamarca que la república de Irán?

D.M.R.: Por supuesto, pero esa es una pregunta tramposa. Un país no es una república porque lo diga la ley, sino por su funcionamiento. Donde no hay división de poderes, ni igualdad entre hombres y mujeres, ni respeto a las minorías, ni elecciones libres, no hay república. Podrán llamarla república, o perifrús, o tócamerroque… Renan, que equipara la nación a la república, dice que se trata de un plebiscito cotidiano. La primera república española duró once meses. Así lo recoge toda la historiografía. ¿Y qué régimen hubo hasta la restauración canovista?: pues la dictadura de Serrano, que, oficialmente, seguía siendo una república. Pero nadie acepta eso. ¿Y qué régimen había en España cuando Franco?: pues según sus leyes aquello era un reino, una monarquía sin rey. Tampoco nadie acepta eso. ¿Y por qué siempre comparar a la Nicaragua de Ortega con la Noruega de Harald V y no comparar a la Alemania de Merkel con la Arabia de bin-Abdulaziz? Es un recurso muy pobre de los monárquicos y de muy poca talla intelectual.

D.G. ¿Y si se convocara un referéndum?

D.M.R.: El otro día alguien escribía en un periódico, con un humor un tanto negro, que discutir sobre la república y la monarquía era como discutir si ir al mar o a la montaña cuando no tenemos vacaciones. Estamos lejos de esa posibilidad de un referéndum y de unas posteriores elecciones constituyentes, no sólo porque la normativa actual lo haga casi imposible, sino también porque los que se llaman republicanos a sí mismos no confían en sus líderes o, más bien, ven con claridad que no los tienen. El republicanismo necesita una nueva política, una regeneración, un gran debate sin populismos y sin oportunismos, con hombres y mujeres sabios, honrados y suprapartidistas, que encarnen el civismo republicano. Y eso, la verdad, lo veo muy difícil en la España de hoy. Pero, a la vez, el desprestigio de la monarquía es enorme y los jóvenes, cuando menos, muestran indiferencia hacia ella y no simpatizan con el rey, ni con el actual ni con el anterior, y mucho menos con la idea de una heredera para dentro de unos años. Juan Carlos I es un ejemplo hacia atrás, es un rey retrovisor. Seguramente la historia lo tratará bien. Pero es una rémora hacia adelante, hacia la consolidación de su dinastía. Desde un punto de vista dinástico un gran rey es el que deja a su heredero una corona más fuerte y más asentada que la que recibió. Eso en España sólo paso dos veces, con Carlos I y con Felipe II, los dos primeros reyes de la casa de Austria. Ni Carlos III, tan hipervalorado, dejó buena herencia a su hijo. Una vez más son los borbones los que abren el debate sobre la república. Pablo Iglesias, hoy vicepresidente, dijo una vez que si Felipe VI se presentara a unas elecciones posiblemente las ganaría. Yo no lo creo y supongo que fue una licencia literaria del líder de Podemos. Pero tal vez el rey tuviera su golpe legitimador si apostara por un referéndum y ganara la opción monárquica. A su padre la historia le regaló el golpe de febrero, al margen de su verdadero papel en la conspiración. Él podría tener su momento impulsando un referéndum. Eso sí, podría perderlo. Entonces podría presentarse a presidente, como hizo Simeón de Bulgaria, ganar las elecciones y darle la razón a Pablo Iglesias.

D.G.: Muchas gracias, profesor David Rivas. Lo dejamos con su lluvia. Aquí hace mucho calor.

D.M.R.: Un saludo, Galindo.

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