La investigación no funciona como se piensa



Hay una visión idílica del trabajo de los científicos y en tiempos como los actuales se hace más patente. Se piensa que los científicos trabajan día tras día y que, cuando alcanzan un hallazgo, lo comunican al resto de la comunidad. Los demás científicos toman los datos y las pruebas y, poniéndose a la labor, parten del logro del colega, repiten el experimento, lo mejoran y comunican sus conclusiones, Así, paso a paso, la marcha de la ciencia, perfectamente engrasada, es hacia arriba y hacia adelante. Esa es la visión heredada del positivismo optimista, el que nos remite a Locke y acaba con Popper. Pero las cosas no siempre son así.
En los momentos que corren, muchos laboratorios, universidades y centros de investigación, trabajan para conseguir una vacuna para la covid. Sería de esperar, si fuéramos positivistas bienintencionados, que se comunicaran entre ellos los avances y, sobre todo, las vías muertas de investigación, para que no pierdan unos el tiempo que perdieron otros en realizar análisis que no llevan a ninguna parte. Pero incluso los herederos del positivismo no somos tan tontos, no participamos, como diría Lakatos, del falsacionismo ingenuo.
Hace años, allá a mediados de los noventa, formé parte de un grupo de trabajo que trataba de calcular el espacio ambiental de la Unión Europea, lo que hoy solemos llamar huella ecológica. En el estudio participábamos cuatro centros: la Universidad de Edimburgo, liderada por Malcolm Slesser, el Instituto de Wuppertal, con Joachim Spangerberg al frente, la Universidad de Tampere, con Jyrki Luukanen, y la Universidad Autónoma de Madrid, conmigo al frente. Lo primero que hubimos de acordar fue la metodología, como es lógico. Ni Madrid ni Tampere aportaban una metodología propia, pero sí Edimburgo y Wuppertal.
El debate fue muy duro y nos llevó semanas. A mi juicio, era mejor la metodología de los escoceses, pero no tenía argumentos suficientes para criticar la de los alemanes. Al final fue la metodología de Wuppertal la que adoptamos. El estudio quedó muy bien y nuestras conclusiones las elevó a norma la Comisión Europea e incluso inspiraron la ley ambiental del reino de los Países Bajos.
Fue llamativo el ardor de los investigadores de Wuppertal en defensa de su método, frente a una posición más abierta de los de Edimburgo, que aceptaban sus posibles errores e inconsistencias. ¿Dónde estaba la diferencia? Pues en algo que no suele ser tenido en cuenta: el Instituto de Wuppertal es un centro privado, mientras que la Universidad de Edimburgo es pública. Para los profesores escoceses lo importante era la investigación. Si su metodología era rechazada no perdían el empleo y seguían con su trabajo. Pero para los investigadores de Wuppertal, el hecho de que su método se aceptara significaba patentes industriales e ingresos. Sus puestos dependían del dinero que les aportaría llevar a la Unión Europea su metodología.
Cuando discutimos sobre lo público y lo privado en ciencia y en educación superior también hay que pensar en estas cosas. Puede que yo no fuera un gran maestro, pero nunca tuve que plegarme a intereses mercantiles. Hay quien lo hace, incluso en la universidad pública, porque da más ganancia e incluso prestigio, pero no es necesario. Edgar Morin dejara escrito que “la ciencia es incapaz de concebirse científicamente a sí misma, incapaz de concebir su poder de manipulación y su manipulación por los poderes”. El caso es que siempre me hago esta pregunta: ¿y si la metodología de Edimburgo era más correcta?



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