"La historia de Madrid no se podría entender sin las tabernas"




María Pavón: Buenas tardes David Rivas, profesor de estructura económica y vecino de Madrid, aunque mediopensionista, desde que vino a estudiar a esta villa en el ya lejano 1975.

David M. Rivas: Sí, llegué unos días después de los últimos fusilamientos del franquismo y un mes y poco antes de la muerte del dictador. Y entre Madrid, Asturias y medio mundo eché mi vida. Hoy, jubilado voluntariamente, ya estoy definitivamente en mi casería de Villaviciosa. Y ahora confinado, mire usted.

M.P.: Estamos dedicando unos minutos a eso precisamente, a pensar en lo que hacíamos antes de todo esto y en lo que haremos cuando acabe. Y lo hacemos recorriendo el Madrid de los cines, de los teatros, de los museos, de las tabernas, de los cafés, de los parques, de las terrazas, de los recintos deportivos, de lo que nos gusta a los madrileños. Un buen amigo suyo del Ateneo me dijo: “llame al profesor Rivas, es muy divertido, tiene mil anécdotas, conoce Madrid mejor que la mayoría de los madrileños y quiere mucho a esta ciudad, aunque con su boca pequeña nacionalista asturiana despotrica bastante”.

D.M.R.: ¿Quién hizo de mí ese retrato?

M.P.: Me pidió que no se lo dijera y que seguramente lo adivinaría.

D.M.R.: Ateneo de Madrid, muchos años ya, no sé… Tengo idea pero no me voy a arriesgar. Pero no se fíe usted mucho. Azaña, el más conspicuo ateneísta, decía que en la Docta Casa unos pocos se hacían oradores en el salón, otros pocos eruditos en la biblioteca y la mayoría energúmenos en el resto de las estancias.

M.P.: ¡No era nadie, don Manuel! Por cierto, la M con la que usted firma es de Manuel.

D.M.R.: Sí, un manolo, como los de Lavapiés. Pero es por mi abuelo materno, no vaya a pensar que es por el presidente Azaña. Sí que conozco muy bien Madrid. Hablando del Ateneo, cuando teníamos invitados era yo quien los acompañaba por la ciudad y les hablaba de su historia, de sus leyendas, de sus personajes.

M.P.: Vamos a ir de tabernas por Madrid, de tapas y mantel, con David Rivas, cuarenta años de profesor en nuestra universidad. ¿Dispuesto?

D.M.R.: Sí, claro. La historia de Madrid, al menos desde el siglo de oro, no podría entenderse sin las tabernas. Y en estas época de miles de entendidos en pandemias y en microbiología podríamos recordar a Machado: “y pedantones al paño/que miran, callan y piensan/que saben porque no beben/el vino de las tabernas”.

M.P.: ¿Los mejores churros?

D.M.R.: En San Ginés, evidentemente. Aún circula por la chocolatería el espíritu de Valle-Inclán. Era nuestro amanecer después de noches de bohemia, que yo todavía las conocí, con gente extraordinaria que hoy ya no vive. Tengo un recuerdo particularmente presente. En 1979, cuando la gran huelga universitaria, con dos estudiantes asesinados por la policía, me detuvieron y me llevaron a la DGS. Me aplicaron la ley antiterrorista y me tuvieron allí, incomunicado, cinco o seis días. No me tocaron, eso no. Se saltaron a la torera el habeas corpus y me soltaron una mañana muy temprano sin pasar por el juez. Un secuestro, vaya. Debían ser las seis. Fui a San Ginés, que estaba a cinco minutos. Imagínese la pinta: sin afeitar de seis días, con la misma ropa los seis, recuerdo que llevaba una camiseta del Betis debajo de la cazadora, y sin conocer la ducha. Y con cuatro duros en el bolsillo. Me senté al fondo y pedí chocolate y churros. El camarero me trajo también una copa de orujo. Va y me dice: “¿viene usted del hospital, eh?”. Asentí. “¿Le dieron tratamiento?”. Le contesté que no. Y va y dice: “¡ah, sólo estuvo en observación!”. Me puso otro orujo. Al ir a pagar sólo me cobró el chocolate y los churros. “Las dos copas son invitación de la casa”, dijo muy serio. Eran tiempos jodidos, pero también divertidos. De aquella aún no estaba la placa en la fachada con el texto de Luces de bohemia en el que se cuenta la detención de los protagonistas por desórdenes públicos. ¡Mire usted qué cosas!

M.P.: ¿Y los vinos de solera, los vinos dulces, los olorosos…?

D.M.R.: Siempre fui muy asiduo, hasta hoy, de La Casa del Abuelo, en la calle de la Cruz. Pero me gusta mucho El Anciano Rey de los Vinos, frente al palacio real. Además de los vinos, excelentes, merece la pena el local, con sus columnas y sus azulejos originales de finales del XIX o principios del XX. Iba mucho siendo estudiante. Además de ser un sitio guapo y barato, estaba al lado de Las Vistillas, que para mí tiene un gran simbolismo. Allí, en una fiesta, encontré uno de mis grandes amores.

M.P.: Va a ser verdad eso de que da usted mucho juego.

D.M.R.: Porque voy para viejo. Estas cosas tal vez nunca las hubiera dicho hace veinte años. Y para fino y manzanilla La Venencia, en Echegaray. Pero sigo siendo fiel asiduo a Lhardy. Me aficioné cuando fui secretario del Ateneo de Madrid. Estaba al lado. Era de reglamento al mediodía una copa de madeira o de oporto, en ese ambiente maravillosamente decadente de mediados del XIX. Siempre que algún amigo iba a Madrid era de ritual visitar Lhardy.

M.P.: ¿Y el marisco?

D.M.R.: Marisquerías en Madrid hay muchas y muy buenas, pero yo opto por dos: La Paloma, en la calle Toledo, muy cerca de la Fuentecilla, y El Cantábrico, en la cale Padilla, en el barrio de Salamanca. Son populares: gambas, ostras, navajas, berberechos, todo en barra.

M.P: Ya sé que los asturianos no son mucho de caracoles, pero los habrá comido. ¿En dónde?

D.M.R.: Mire, cuando fui a estudiar a Madrid, una tía abuela muy aristocrática ella y muy aldeana a un tiempo, decía: “¡pobre niño, que se va a donde torturan toros y comen caracoles!”. Yo nunca pediría una ración de caracoles, cascoxos en mi país, pero si los piden los como. Y, la verdad, no me desagradan tanto como pensaría mi tía, ya en el manzanar eterno desde hace cuarenta años. Me quedaría con Casa Amadeo, en el Rastro, en la plaza de Cascorro. Lo que no como son callos, cosa que no me perdonan mis amigos, no sólo en Madrid sino también en Asturias, donde es casi la única víscera apreciada. Si Madrid tiene competencia en callos con algún otro sitio es con Noreña, el concejo más pequeño de Asturias, la que llaman villa condal.

M.P.: ¿Y la comida casera, esa del día a día?

D.M.R.: Ya, esa que los horteras posmodernos llanan de mercado para cobrarte un potosí. Madrid está muy bien dotada en esto. No sé. Siempre me gustó El Comunista, en Augusto Figueroa. Francisco y Jacinta la fundaron en 1890 como Tienda de Vinos, pero desde el principio todo el mundo, por motivos obvios, la conoce como El Comunista. Es una de las pocas tabernas tan viejas que sigue en manos de la misma familia. Pero le podría hablar de más sitios. En Lavapiés, que es donde viví teinta años, estaba El Económico, que sigue pero a lo progre, que no es lo mismo. Pero le decía lo de El Comunista porque, aparte de su buen ambiente, sigue especializado en lo castizo: lentejas, albóndigas, migas, pollo en pepitoria. Aunque, para mí, la pepitoria, la de gallina de Casa Ciriaco, que te la sirven en unos platos con dibujos de Mingote, en el bajo de la casa desde la que Mateo Morral tiró su bomba contra Alfonso XIII el día de su boda con Ena de Battemberg.

M.P.: Entramos en los platos fuertes. Hablemos del cocido.

D.M.R.: La Bola, sin duda. También es una herencia ateneísta. José Prat, el presidente, era muy mayor y estaba muy vigilado en cuanto a alimentación. Pero le encantaba el cocido y, con el cuento de que el secretario era muy tiquismiquis, o sea yo, se inventaba comidas de trabajo. Todo una farsa. Y una o dos veces al mes me invitaba a un cocido en La Bola. Todo un clásico: aceitunas y pan con mantequilla; sopa y cocido en puchero de barro, con un aparte de salsa de tomate, cebolla y guindillas; y buñuelos de manzana con helado. Hasta hace poco los garbanzos los traían de fuera, de la zona de Zamora, pero empiezan a incrementar el producto madrileño, que estaba en regresión hasta su relanzamiento en 2015 o 2016, en Brunete, en Villamantilla, en Quijorna… Por cierto, que La Bola fue fundada en 1868 por un asturiano, Manuel Lago. Y mantiene la relación con la tierra de su fundador: la chacinería del cocido es del concejo de Tineo.

M.P.: Comí bastantes veces en La Bola y no sabía eso. ¿Y para comer buen  rabo de toro?

D.M.R.: ¡Hombre!, en la taberna de Antonio Sánchez. Está abierta desde 1786. Es un templo del mundo taurino más viejo, con cuadros de Madrazo, siempre en penumbra. A mi no me gusta la tauromaquia, es más, me repugna, pero sé valorar los viejos templos. Tengo una vieja edición de Antonio Díaz Cañabate de Historia de una taberna, que andaba por mi casa mucho antes de que yo fuera a Madrid. Debe ser de los cuarenta.

M.P.: ¿Es usted más de cordero o más de cochinillo?

D.M.R.: Depende. Si está bien hecho, pero bien tratado de verdad, soy más de cochinillo. Si es un tanto mediocre prefiero el cordero. Yo el mejor cordero asado de Madrid lo comí siempre en Botín, que pasa por ser el restaurante más antiguo del mundo. Eso no sé si será verdad o leyenda, pero sí parece ser cierto que asa en un horno de leña de encina de 1725. ¡La hostia! Para cochinillo me gusta Los Galayos, ocho horas en horno.

M.P.: ¿Cómo anda Madrid de gastronomía internacional?, ¿frecuenta usted restaurantes de otras cocinas, de cocinas que no sean españolas?

D.M.R.: En Madrid, tradicionalmente, hablar de cocina internacional era hablar de restaurantes de gran lujo, como puede ser Horche, al que fui alguna vez. De Horche tengo una anécdota muy divertida. Un catedrático muy chuleta y engreído con el que trabajé siendo estudiante me invitó, a mí y a otros compañeros, a Horche. Tuvimos que ir muy elegantones y, muy estirado, empezó a sugerirnos platos, con un tonillo que usted supondrá. Yo le dije que lo tenía claro y que sólo tomaría strogonoff a la mostaza pommery y apfelstrudel a la vienesa. La verdad es que me apetecía comer eso pero también quería darle una patada en los huevos y contarle que conocía Horche porque iba con mi padre cuando pasaba por Madrid, lo que era cierto, aunque no lo hacíamos cada vez que pasaba, evidentemente. Mi padre era más de taberna castiza y prefería llevarme por las cavas. A él le gustaba mucho Casa Lucio. Luego llegó la cocina china, ya más asequible, que se concentraba en la calle de la Reina. Yo iba al Cantón de vez en cuando. También iba a El Cosaco, un ruso, creo recordar que en la plaza de la Paja. Y poco más, como a alguno de los dos japoneses que existían. Hoy todo es distinto. La globalización ha supuesto grandes transformaciones y la inmigración permite encontrar productos que hace diez años no tenías al alcance. Yo he trabajado mucho años en América Latina y cuando quería hacer en casa algún plato peruano o guatemalteco tenía que sustituir algunos ingredientes por otros, como los picantes. Hasta la lima era un producto raro hasta hace unos días. Las cocinas americanas y asiáticas son hoy muy comunes en Madrid y, además, aunque hay sitios de gran lujo, suelen ser asequibles. Asiduo sólamente soy del Inti de Oro, de mi amigo Leopoldo, un peruano de la calle Ventura de la Vega, en el que estuve en su inauguración, allá por el 94 o 95. Un excelente cebiche de corvina. Y hay japoneses muy buenos. 

M.P: Vamos ya hacia los postres y cosas golosas. Pero antes, ¿le queda algún lugar para recordar, así, de los clásicos?

D.M.R: Los vermús. Los vermús son fundamentales en las mañanas de domingo en Madrid. Yo siempre fui muy de vermú y eso que era cosa de viejos. Pero si aguantas unos años resulta que las modas vuelven y ahora soy de lo más chic. Me pasó lo mismo con el gintonic. Son muchos los lugares para tomar un vermú en Madrid y muchos los extraordinarios.  La Ardosa, la de la calle Colón, con un pincho de tortilla sensacional, aunque las mejores tortillas de Madrid son las de Casa Dani, en el mercado de La Paz; también Alfaro, en Lavapiés, en la calle del Amparo, con sifón y pincho de anchoa. Y el bacalao de Casa Labra, al lado de la Puerta del Sol y abierta por asturianos, la taberna en la que se fundó el PSOE, mire usted. Ahora son más de resort que de tabernas estos socialistas. Y las cervecerías. La más clásica tal vez sea la Cervecería Alemana, en la plaza de Santa Ana, donde Hemingway escribía sobre tantas cosas que no entendía ni por asomos. No recuerdo dónde es, pero hay una taberna con un letrero que pone “aquí nunca comió Hemingway”. Yo lo traslado a Asturias: si un día abriera un hotel rural en una casona del XVIII pondría algo así como “aunque parezca mentira, aquí nunca durmió Jovellanos”. También están la Santa Bárbara y la vieja Cruz Blanca, en Goya. Pero ya casi son clásicas algunas que llevan más de cuarenta años, ocupando viejas tabernas. Tal vez la más significativa sea La Taberna de Dolores, al lado del Palace, al lado del Congreso de los Diputados. Dolores era la abuela de un amigo mío, Juan. Yo comí allí muchas veces, cuando aún era taberna. Una carne gobernao excelente. La carne gobernada es un guiso asturiano. Es que la cocinera era de mi tierra. Ya había muerto pero Manola, la madre de Juan, seguía con la receta que había aprendido de Pilar, la asturiana. En los tiempos gloriosos comían allí todos los ayudantes, chóferes, sirvientes de los diputados y de los residentes en el Palace. Recuerdo una serie inglesa muy intereante, Arriba y abajo. En la Dolores comían los de la planta baja. ¿Qué no nos hablarían esas paredes?

M.P.: ¿Y lo del azúcar, es usted goloso?

D.M.R.: Soy poco de dulces. Un granizado de limón en una terraza del Retiro sí que me gusta. Por cierto, echo en falta el agua de cebada, un refresco extraordinario. Ya no existe. Cuando los días de calor y éramos jóvenes bárbaros lo tomábamos en un sitio de Puerta Cerrada que hacía esquina pero que no recuerdo su nombre. El mantecado de Los Alpes, la heladería más antigua de la ciudad, es espectacular. Yo no como caramelos pero cuando quiero llevar un regalo a alguien que los valora, le llevo violetas de La Pajarita, una bombonería de 1852.

M.P.:  Vamos a salir por la noche.

D.M.R.: Se olvida usted de algo muy madrileño y que llama la atención: el bocadillo de calamares. No sé por qué el bocadillo de calamares es tan propio de Madrid. Es muy clásico el de El Brillante, en la glorieta de Atocha. Yo siempre fui mucho a Casa Santos, en la Plaza Mayor, pero para mí el mejor es el de La Campana, en la calle Botoneras. Y los torreznos, ¿cómo no?, en Los Torreznos, donde los hacen al estilo de Ávila. También unas excelentes patatas revolconas, propias también de Ávila.

M.P.: Es verdad, ¡vaya fallo! Pero vamos a salir por la noche.

D.M.R.. Madrid no es muy canalla. Yo lo fuí un tiempo pero poco queda de aquello, poco en Madrid y menos todavía en mí. Ahora, más tranquilo y con más renta, aconsejo visitar Chicote que, aunque fue remodelado varias veces, conserva su atmósfera. Y tomar un chicote: vermut dulce, ginebra, curaçao y grand marnier. Pero el mejor manhattan lo siguen haciendo en el hotel Palace y el mejor gintonic en el hotel Suecia. La cúpula del Palace es espectacular. El Suecia, hoy un hotel como cualquier otro, fue en su día la Casa de Suecia, amparada por la inviolabilidad diplomática. ¡Cuántas veces nos reunimos allí en aquellos años del inicio de la transición! Yo, un pipiolo, mirando y opinando a veces, bajo la atenta mirada al óleo de la reina Silvia. Pero un gintonic en su terraza, de noche, permite ver lo más bello de Madrid. Allí, recordando viejos tiempos, celebramos las fiestas de aniversario los de mi promoción de economía de la Universidad Complutense.

M.P: Algo se iría de su Madrid.

D.M.R.: Mucho. Madrid es una ciudad que se quiere muy poco a sí misma.  Paseas por Dublín y aún vives la ciudad de Joyce, lo mismo que sucede con la Lisboa de Pessoa… Seguir la ruta de Galdós, de Valle-Inclán y de los ateneístas por Madrid es imposible. No voy a referirme a los pub y los bares normales. Pero recuerdo la Cervecería de Correos, o La Campana, en Lavapiés, en la calle del Ave María, con aquellas barricas de pedro ximénez y de palo cortado… Y, sobre todo, Montes, también en Lavapiés, en el Campillo de Manuela, los mejores vinos con tarjetones en rima que escribía César. Y alguna que otra andarica, nécora que dicen en Madrid, tomando el término gallego. Su pizarra de precios incluía el porcentaje de impuestos y estaba bajo un poema de Carlos Solchaga, ministro de economía: “caminante, no hay camino, se hace camino al pagar”. Todo ello entre banderines y escudos del Aleti. Y, en otro orden, El Salero, un antro rockabilly subterráneo que era una especie de cañón de ladrillos. Era una ratonera. Si un día hubiera ocurrido algo no sale de allí vivo ni el Tato. Me encantaba, al lado de la plaza de España. Allí me aficioné al bourbon.

M.P.: Y los cafés de las tertulias.

D.M.R.: Yo eso ya lo viví poco. Algo en el Gijón, donde José Luis Coll y Álvaro de Luna me trataron muy bien, y lo que quedaba en el entorno del Ateneo de Madrid. Pero aún conocí el Lyon y frecuento el Comercial y, sobre todo, el Barbieri.

M.P.: Nos queda, dadas las circunstancias, una última excursión: la de recorrer los sitios asturianos.

D.M.R.: Hay muchos locales asturianos en Madrid y buenos casi todos. Para tomar sidra no sé qué decirle, no encuentro ninguno sobresaliente y sé de alguno malo con avaricia, de los de sidra de nevera y vaso de medio kilo. Desapareció L’Escarpín, en la calle Libreros, junto a la Gran Vía, cuartel general de los asturianistas que estudiábamos en Madrid. Entonces también íbamos mucho a La Mina, en la Puerta del Sol; a El Ñeru, en Bordadores; y, sobre todo a El Garabatu, en Echegaray. Tenga en cuenta que viajar a Asturias, además de caro, era coger un expreso a las nueve de la noche y llegar a Gijón a las nueve de la mañana, cuando no había retrasos, que podían ser de cinco o seis horas. Por eso andábamos mucho por los chigres que, entonces, cuando lo de la gastronomía no era una moda, perversa en buena medida, sólo eran frecuentados por asturianos. Era como estar en casa. Ahora suelo ir a Casa Hortensia, en el Centru Asturianu. También me gusta el Carlos Tartiere, en el barrio de Salamanca, con una cocina estupenda y donde cuidan bien la sidra. Y eso que, con ese nombre, puede imaginarse el decorado…, para mí, un furibundo esportinguista. Y no quiero olvidarme de Casa Mingo, quizás el asturiano aún abierto más antiguo de Madrid. Ahora está un tanto reformado pero fue siempre lugar de reunión de familias los domingos: pollo asado, tortilla, queso y sidra. Era el viejo taller de locomotoras de la Compañía del Norte. Y, algo único, la sidra la hacían allí, con manzana que llevaban de Asturias, con el único llagar en vertical que conozco.

M.P.: Si hoy fuera un día normal, pasada esta crisis y estuviera en Madrid en buena compañía, ¿qué recorrido haría?

D.M.R.: Para poder ir andando tomaría una caña con un poco de mojama de atún en La Taberna de Dolores, un madeira en Lhardy, un cocido en La Bola, un café en el Café de Oriente, unas ostras en La Paloma y un gintonic en una terraza de la calle Argumosa.

M.P.: Es verdad, profesor David Rivas, que conoce muy bien Madrid, incluso midiendo distancias. Y parece que sí ama Madrid, como decía su amigo del Ateneo.

D.M.R.: Sí. Incluso trabajé en el ayuntamiento tres años como técnico, lo que me permitió conocer otro tipo de cosas. Conozco muy bien Madrid y claro que la quiero. Mi juventud está ligada a esa ciudad y ahí tengo muchos grandes amigos, y una hija y una hermana.

M.P.: Buenas tardes, profesor. Y a cuidarse.

D.M.R.: Lo mismo le digo, María.


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